Un dictador, todos los dictadores, Comentario sobre el libro de Ramón Guillermo Aveledo
Por eso los tiranos pueden matar a sus adversarios, torturarlos, encerrarlos en calabozos o humillarlos sin el menor vestigio de remordimiento. Por eso son capaces de castigar a sus partidarios cuando creen adivinar el menor síntoma de debilidad.
En Venezuela se vende la más extraña biografía de Hugo Chávez que uno pueda imaginarse. Se trata de un libro titulado «El Dictador» que resume con prosa eficaz, abundantes datos y gran sutileza las vidas de siete tiranos muy diferentes entre ellos, pero también, en alguna medida, muy parecidos: Mussolini, Stalin, Trujillo, Hitler, Mao, Fidel y Franco (el más atípico y silencioso de todos). Chávez no figura en la nómina, pero la gran discusión nacional consiste en acertar a cuál de esos personajes se parece más el pintoresco gobernante. Aparentemente, la opinión más repetida es que el militar venezolano es un cruce entre Mussolini (histriónico, voluntarioso) y Castro (inconteniblemente locuaz, carente de escrúpulos, poseído por iniciativas disparatadas que siempre acaban en el fracaso).
El autor, Ramón Guillermo Aveledo, es un ensayista, abogado, periodista y profesor universitario que conoce las entrañas del poder político. Fue tres veces congresista por el partido de los democristianos y presidió la Cámara de Diputados en dos ocasiones. En su país tiene fama merecida de hombre serio y honrado. Cuando escribió su obra se propuso no mencionar ni una vez a Hugo Chávez para dejar las especulaciones y las cábalas a sus compatriotas. Intentaba, simplemente, descubrir, si los había, los rasgos que unificaban a esta tremebunda colección de tiranos. A su manera, el libro era una incursión en una rama triste y novedosa de la antropología política: la tiranología. Los lectores lo convirtieron en una charada.
Parece indudable que los tiranos comparten ciertas características. Suelen tener una hipertrofiada autopercepción rayana en el narcisismo. Se creen infinitamente mejor dotados que sus compatriotas. Hablan horas y horas porque disfrutan escuchándose. ¡Son tan brillantes! Eso los lleva a confiar más en sus propias intuiciones que en el consejo de sus asesores. Incluso, rechazan la idea de tener asesores. Eso sería admitir que hay unas personas más perspicaces y competentes que ellos.
Los dictadores, además, carecen de empatía: no consiguen imaginarse ni les importa el dolor del otro. El otro, incluso, debe entender dulce y comprensivamente que le conviene sufrir por la sabia decisión tomada por el líder. A Mao lo traía sin cuidado la muerte de millones de personas. ¿Qué significa una montaña de cadáveres ante la realización de una epopeya histórica en la que él era el principal protagonista? Por eso los tiranos pueden matar a sus adversarios, torturarlos, encerrarlos en calabozos o humillarlos sin el menor vestigio de remordimiento. Por eso son capaces de castigar a sus partidarios cuando creen adivinar el menor síntoma de debilidad. Sin embargo, simultáneamente, se sienten motivados por una intensa solidaridad con el género humano. Aman a la especie en abstracto, pero desprecian al prójimo de carne y hueso.
Para ellos las relaciones de poder están fundadas en la obediencia incondicional y en la percepción de la admiración. El dictador necesita saber que su subordinado lo venera sin el menor elemento de duda. De eso se alimenta su insaciable ego. Son patológicamente suspicaces. Cuando creen adivinar una cierta debilidad en la intensidad de la adoración de alguna persona de su entorno, comienzan a sospechar de sus intenciones. Es la paranoia del dictador. Stalin la tenía en grado sumo. Fidel Castro se precia de mirar a los ojos de las personas, taladrarlas inquisitivamente y poder adivinarles sus más secretas intenciones. Esa supuesta capacidad para leer la mente se transforma en miedo. En las tiranías, la militancia no es una emoción controlada por el corazón, sino por la vejiga.
En efecto, quienes se mueven en el círculo íntimo de los tiranos viven estremecidos por el terror. Temen que el dictador adivine sus verdaderos sentimientos. Esto los lleva a extremar sus muestras de sometimiento y adulación. Esa incómoda disonancia generalmente se convierte en un desagradable malestar psicológico. Fingir constantemente es una actitud contra natura que acaba por generar trastornos neuróticos. El dictador, por su parte, disfruta intimidando a sus subordinados. Le gusta que lo teman. Lo excita, como sucede en las relaciones sadomasoquistas. Eso aumenta su sensación de poder y superioridad.
¿Cuál es el peor de los dictadores biografiados por Ramón Guillermo Aveledo? Probablemente, Mao. Tal vez, Hitler. El dominicano Trujillo fue muy cruel, pero la distancia que lo separa de Mao o de Hitler es la que va de un pequeño carnicero a unos genocidas enloquecidos. Todos, sin embargo, se parecen.
CARLOS ALBERTO MONTANER
RAMÓN GUILLERMO AVELEDO
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