Un balance provisorio
El tiempo dirá su última palabra. Mientras tanto enterramos a uno de los políticos que determinaron, para bien o para mal, el curso de la historia venezolana durante el último medio siglo. Pues Rafael Caldera, conjuntamente con Rómulo Betancourt, pero más en particular con Carlos Andrés Pérez, una de sus históricas contrafiguras, marcó de manera directa y desde el más alto cargo político nacional, el destino de nuestra sociedad.
Unió en su figura el nacimiento y la muerte de nuestra democracia. Asistió al parto de la alianza histórica que la echó a andar el 23 de enero de 1958. Y estuvo en rol de figura estelar en sus exequias cuarenta años después, cuando le entregara la banda presidencial a quien le debía, en rigor, su segunda presidencia de la República. Creó el partido que sirvió de instrumentos esencial de la institucionalización de nuestra democracia. Lo fracturó dejándolo en la estacada y malherido en el momento de las grandes decisiones históricas. Extraño sino de quien fuera partero y enterrador del período más fructífero de nuestra atribulada historia.
De allí la ambigüedad de un balance sobre su contradictoria figura. Quien atienda al lado que apuntaba desde su juventud hacia el futuro, podrá situarlo y con absoluta razón en las alturas de la eternidad. Contribuyó a la clave del sistema bipartidista que nos gobernara durante cuarenta años. Quien se vea compelido a situarlo en el gran panorama de la historia y se incline por el reverso de su compleja y contradictoria personalidad deberá silenciar por elemental discreción y respeto ante el insondable misterio de la muerte, los aspectos escabrosos de quien, poseído por una desmesurada auto valoración, confundió el destino de la democracia y del país con el suyo propio.
De allí que, cual Jano de la modernidad venezolana, se abriera al futuro siempre prisionero del pasado. Y por sobre todo atado al rol que considerara una señal de decisión inapelable. No rompió jamás el cordón umbilical que suponía lo ataba a las grandes decisiones del país. Un extraño quid pro quo existencial lo llevó a creer sinceramente que nada ni nadie era más apropiado que él para responder en las grandes encrucijadas nacionales por nuestra quebrantada nacionalidad. Ni le permitió actuar con grandeza y desprendimiento ante los momentos definitorios de nuestra historia como un auténtico patriarca, género al que en rigor y en toda propiedad pertenecía, echando a andar por los grandes caminos de la libertad a sus criaturas políticas para que asumieran el timón del Estado.
Luis Herrera Campins llegó a la presidencia a su pesar. Eduardo Fernández y Oswaldo Álvarez Paz, sus mejores discípulos, no contaron con su generoso respaldo cuando para ellos sonara la hora del Poder. Inmensa ha de haber sido su grandeza como para que esas dos grandes víctimas de su inconmensurable egoísmo político lo honren con veneración cuando nos deja en la soledad del despotismo.
Imposible valorar por ahora, cuando el país político llora su desaparición, el papel que jugara en su advenimiento. Por ahora sólo nos resta desearle PAZ A SUS RESTOS.