Un balance necesario
A una semana de celebrarse el referéndum del 15 de febrero manifesté en un artículo publicado en varios medios impresos y de la red que «si el 15-F la mentira y la maldad, el fraude y los abusos de la gigantesca maquinaria estatal se imponen, el régimen nada obtendrá: seguirá con sus manos vacías. La verdad es nuestra. La historia está de nuestro lado.» No veo una sola razón para modificar esos criterios. En efecto, el 15-F la mentira y la maldad, el fraude y los gigantescos abusos de la maquinaria estatal se impusieron y en Venezuela las cosas no han variado en lo sustancial. El escenario es el mismo. Con algunas variaciones que creemos necesario señalar en un balance imprescindible. De modo a impedir que el recomendable equilibrio de la voluntad y la inteligencia no den paso a la hipérbole de la desesperación.
Ciertamente, es necesario analizar los resultados y extraer las conclusiones pertinentes. Y hacerlo – como lo ha manifestado el Secretario General de Acción Democrática Henry Ramos Allup – con toda claridad y sin ampararse en subterfugios. El hecho cierto de que la derrota se deba al gigantesco ventajismo oficialista – que ni Ramos Allup ni ningún venezolano con decencia moral y dos dedos de frente pueden negar -, al clima de intimidación y amedrentamiento e incluso a la descarada utilización de lo que el editor de TalCual ha bautizado como un «terrorismo de baja intensidad», antes que a la transparente medición de la voluntad ciudadana, no excluye la necesaria auto crítica de las dirigencias de las fuerzas democráticas. Por dos razones de bulto: el oficialismo no dejará de actuar de la manera aviesa, tramposa e inescrupulosa con que lo ha hecho desde que asaltara electoralmente el poder en 1998, de cara a los futuros comicios que se avecinan. Echando a andar desde entonces la clásica estratagema hitleriana: copar las instituciones tras vestiduras seudo legales, vaciarlas de contenido y ponerlas al servicio del autócrata y su proyecto totalitario. Apoderándose del Consejo Nacional Electoral para convertirlo, como en efecto, en una dependencia de la presidencia de la república. Y habrá que tener en cuenta ese dato estructural – la voluntad totalitaria y criminal del chavismo, en todas sus facetas, incluidas las de sus aliados – para enfrentarlo con pretensiones de éxito. Con las terribles limitaciones que ello supone, particularmente ante el árbitro y las reglas del juego, que Hugo Chávez maneja como un tahúr: con las cartas marcadas.
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La segunda razón es de naturaleza estratégica y va más allá de las circunstancias electorales mismas. Luego de diez años de derrotas – reales o supuestas, ciertas o fraudulentas – la oposición venezolana, siguiendo los dictados de la sociedad civil, ha optado por enfrentar al régimen en ese y en ningún otro terreno: el democrático, el pacífico y el constitucional. Sin excluir, desde luego, los instrumentos de presión y el combate cuerpo a cuerpo en las calles de Venezuela, factor fundamental de respaldo a toda estrategia democrática, así un importante sector de la dirigencia opositora aborrezca de acciones extra electorales. Es la lucha en el terreno de la sociedad civil. Del fortalecimiento de nuestra cultura democrática. De la defensa irrestricta de los derechos humanos, de la libertad de expresión, de los valores republicanos y civilistas. De la moral pública. De los principios. Del rechazo al caudillismo mesiánico, al militarismo autocrático, al estatismo corruptor. En la cual la conquista del movimiento estudiantil ha sido trascendental e irreversible. Como la fortaleza insobornable de la iglesia y los medios, las universidades y colegios profesionales.
Esa línea de acción nos ha permitido dos triunfos estratégicos, que han acarreado un grave desequilibrio del régimen. Tocado en una de sus áreas más sensibles: la de su supuesta invencibilidad. Ante el evidente crecimiento opositor y el consecuente debilitamiento del chavismo – y Ramos Allup se equivoca al despreciar o desconocer este hecho, absolutamente irredargüible – no hay razones para abandonarla ante una derrota circunstancial, que antes que demostrar nuestra ineficacia reafirma la exactitud de nuestros principios. La percepción de que Chávez no cuenta con la verdad y su régimen se fundamental en la mentira, el abuso y la maldad se han hecho carne de las mayorías. Su legitimidad yace por los suelos. Nacional e internacionalmente. La historia le está dando la espalda. Y él y sus marioneteros cubanos lo saben. De allí su angustia.
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Al margen de la razón aparentemente utilitaria de esta estrategia – nos ha dado los mejores resultados, con un mínimo de desgaste y un acrecentamiento indiscutible de nuestro prestigio a nival internacional – existe otra muchísimo más de fondo: al concentrar nuestro esfuerzo en el trabajo cultural, civil y pacífico, al desenmascarar la naturaleza militarista, caudillesca, violenta y criminal del régimen, al poner de manifiesto su naturaleza arbitraria y sus tendencias totalitarias rechazando la tentación de devolverle con la misma moneda, al respetar el protagonismos de la sociedad civil y los héroes anónimos que la mantienen en pie de lucha, hemos ido preparándonos para el necesario relevo político y generacional. Hemos ido creando las bases para la necesaria revolución democrática que debemos afrontar cuanto antes si no queremos retrasar la transición y elevar los costos causados por el chavismo – de izquierda y derecha, militarista y civil, autocrática y parlamentaria – al tejido moral, espiritual, material y social de nuestro país.
En ese sentido, la desesperación es mala consejera. También el perder de vista el escenario de la historia que nos fundamenta, que exige una visión macropolítica de nuestro acontecer ciudadano. Cada minuto invertido en fortalecer las casamatas de la civilidad, cada esfuerzo hecho al enriquecimiento de nuestra vocación democrática redobla nuestra eficacia futura y debilita al régimen donde más le duele: en la raíz de nuestra tradición libertaria. Pues la crisis venezolana no enfrenta dos fuerzas sociales y políticas encontradas, relativamente homogéneas que muestran un equilibrio electoral: estamos ante el choque definitorio entre la barbarie y la civilidad, el retraso y el progreso, las peores taras del pasado y los mejores frutos sembrados por nuestros mayores. Entre la regresión del totalitarismo y la modernidad democrática. Esa lucha se está definiendo día a día. Y a juzgar por todos los indicios, la están ganando las fuerzas del progreso y la civilidad, la inteligencia y la verdad. La grandeza del movimiento estudiantil y la lucidez y el coraje de sus máximos dirigentes son prueba más que fehaciente. ¿Qué tiene el régimen a cambio?
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La máxima fuerza del régimen es su máxima debilidad: depende de un hombre, de una ambición, de un proyecto personalista, de un caudillo. Tiene un líder indiscutido por los suyos: más nada. Y esa debilidad estructural se ha visto reafirmada este 15 de febrero, cuando todo el peso del establecimiento rojo rojito se ha hecho descansar en la supervivencia electoral de un hombre. Y ese hombre está lejos del poder que irradiaba luego del golpe de estado y del que seguía despidiendo luego de su glamorosa victoria electoral. Tiene 17 años de máxima exposición mediática y 10 años de desastres. Carga a su espalda con la mayor cantidad de homicidios habidos en el país bajo gobierno alguno, con la mayor cantidad de promesas incumplidas, con la mayor cantidad de desastres, corruptelas y despilfarros.
Al atar el destino de su proyecto político a su propia hegemonía, Chávez se adentra en el peor de sus laberintos. Para triunfar tendría que lograr una auténtica proeza, jamás antes vista en la historia de pueblo alguno: borrar de la conciencia colectiva 150 mil muertos, 850 mil millones de dólares y un verdadero saco de desastres. Lograr la hazaña de adormecer a la princesa de sus sueños, hacer tabula rasa con sus desilusiones y desencantos y aparecer una vez más como el príncipe azul de la princesa encantada.
Su desaforada ambición comienza a ser la causa de sus peores desatinos. Más que asegurarse una reelección vitalicia que sólo sería posible al precio de la instauración de un régimen dictatorial y totalitario, debió haber abierto el juego, generando las necesarias piezas de recambio en aquellos de sus cercanos menos tocados por el veneno de su gestión. Empachado por sus delirios, antes que potenciarlos, los ha empujado al terreno del despecho y el rencor. ¿Qué estarán pensando en su fuero interno Henry Falcón y Diosdado Cabello, Rangel Gómez y José Vicente Rangel? Sin olvidar esos cuadros medios de las fuerzas armadas. El caldero de la deslealtad debe estar comenzando su cocimiento. Ya lo dijo Luis Herrera Campins: militar es leal hasta que deja de serlo.
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La crisis económica que se avecina, con sus graves secuelas sociales, será el caldo de cultivo de un descontento cada vez mayor. Y ese descontento alimentará el escenario en que tendrán lugar los tres procesos electorales que la constitución establece para este 2009 – Concejos y Diputaciones Regionales -, para el 2010 – Asamblea Nacional – y para el 2012 – Presidencia de la República. A no ser que la línea ordenada por los Castro en ese viaje relámpago del presidente y sus más leales a la isla apunte a darle un palo a la lámpara y montar de una vez la dictadura en la olla, Chávez tendrá que parlamentar, dialogar y ver manera de asegurar que tales procesos tengan lugar para poner sus piezas en posiciones salidoras. Es el ajedrez obligado de la actual coyuntura.
A desmedro de su aparente victoria electoral, sus posiciones no son las mejores ni las más auspiciosas. Tiene enfrente un enemigo formidable, en fase expansiva, seguro de si mismo y con importantes casamatas logradas el 23 de noviembre pasado. La oposición democrática apostará, sin duda ninguna, a la unidad y a la Concertación Nacional. Si lo hace, insiste en esta línea de acción y logra listas unitarias con sus mejores hombres, Chávez podría estar al borde de perder los derechos malhabidos este 15-F. No sería extraño. Repetiría lo que le sucediera en diciembre de 2006, cuando luego de obtener un triunfo apabullante terminó echándolo al vertedero de la historia.
Parece ser el sino de su futuro.