Opinión Nacional

Tutankamón y la perinola

1

En 1798, llevado por sus ansias de grandeza y siguiendo las huellas de sus
secretos héroes de infancia un oscuro teniente corso ascendido a comandante
del ejército revolucionario francés y que llegaría a ser universalmente
conocido como Napoleón Bonaparte se hizo a la conquista de Egipto. Lo logró
gracias a una batalla decisiva que no fue una hazaña digna de un hombre que,
aunque pequeñín, tenía designios de elevadas grandezas. El 21 de julio de
1798 aplastó en un santiamén a los mamelucos, tribu de zarrapastrosos que
dominaban las ruinas del viejo imperio, durante la escasamente célebre
batalla de las pirámides, en Gizeh. Pero sus ambiciones de grandeza eran
tantas que un año después, el 18 Brumario, tumbó con soberbio Golpe de
Estado al Directorio, fundando una república plebiscitaria basada en el
soberano, que babeante ante sus éxitos militares lo designó cónsul por 10
años. ¿Le suena conocido? Tres años después se erigió él mismo en cónsul
vitalicio y, no satisfecho del todo con nombramiento tan de medio pelo, se
proclamó emperador de todos los franceses. Juró que su reinado duraría para
siempre. 11 años después debió abdicar y refugiarse en la isla de Elba.

No importa seguir la trayectoria del sujeto que se asomó a la historia como
deslumbrante renacimiento de epopeyas homéricas y terminó como paradigma de
locos desatados. Sólo importa a nuestros modestos propósitos recordar una
célebre frase dicha por una grandeza tan pequeña desde las abandonadas
ruinas de las pirámides de Gizeh. Dirigiéndose a sus polvorientos, cansados
y sedientos soldados, la mano izquierda -como siempre- escondida en la
botonadura de su guerrera, el pie en escorzo y la mirada puesta en
lontananza, dijo para la posteridad: «desde aquí cincuenta siglos os
contemplan!».

Napoleón Bonaparte tenía ambiciones, y de qué tamaño! Pero lejos de
parangonarse con Keops, Kefrén o Mikerinos, monarcas egipcios enterrados en
tan imperecederos monumentos funerarios de cincuenta siglos, él seguramente
se conformaba con saber que reinaría sobre el primer imperio de su tiempo y
que sería recordado durante algunos siglos como un ambicioso militar de
modestos orígenes, un genial estratega y un francés destinado a consolidar
el entierro del antiguo régimen y fundar una muy dudosa monarquía que
fenecería con los estragos de su sobrino, Napoleón III. De hecho su reinado
fue breve y lo llevó a morir en el exilio sobre otra isla: Santa Elena, a la
edad de 52 años. Jamás imaginó que la posteridad le depararía monumentos
vivientes en todos los reclusorios psiquiátricos del mundo y que no dejaría
de existir en ninguna ciudad del universo un loco que no se creyera su
propia reencarnación. êse ha sido el peor castigo a sus terrenales
incontinencias.

En lugar de disponer de un túmulo funerario capaz de sobrevivir a la
humillación del tiempo, como aquellos misteriosos faraones, terminó
enterrado junto a muchos otros notables de Francia en Les Invalides, bello
aunque discreto monumento a la eternidad de Francia, no de sus osamentas,
que ya son cenizas.

2

Pero hete aquí, paciente y sacrificado lector, que nuestro inefable
presidente de la bolivariana República de Venezuela considera ociosa tanta
modestia. Elevándose por sobre los milenios hasta la inspiradora obra de
Snefru y de su hijo, el genial arquitecto de la IV dinastía que hiciera
realidad los deseos de grandeza de Keops construyendo la que fuera
considerada por los antiguos como la séptima maravilla del mundo, él no
aspira a dejar una huella evanescente, flatuosa y maloliente de algunos
días, meses o años. «Mi huella» -dijo en un recinto harto más insignificante
que el desierto de Gizeh, a saber en una de las mugrosas salas del Parque
Central- «sobrevivirá siglos». Y como si algún gnomo de aviesas intenciones
le hubiera preguntado al oído, queriendo dejarlo en ridículo: «¿cuántos
siglos, mi comandante?», él agregó sin dudar ni un segundo, tan enfermiza e
imperturbablemente seguro de sí mismo: «mi huella durará cincuenta siglos!».

Vaya con las huellas que deja tras de sí el Gran Comandante! Más cercanas a
las redondas formas de las boñigas que a las angulosas aristas de las
pirámides, hasta hoy dichas huellas amenazan con seguir la orden de una
misión imposible y autodestruirse en asunto de segundos. ¿Durará cincuenta
siglos, es decir cinco mil años, en otras palabras un millón ochocientos
cincuenta mil días con sus noches esa imperecedera obra del ingenio jurídico
de Sol Musset, García Ponce, Luis Vallenilla, Aristóbulo Istúriz, Nicolás
Maduro y otros doctos constituyentistas llamada Constitución de la República
Bolivariana de Venezuela, que en pocos meses lleva varias reimpresiones
obligadas por sus errores de imprenta, faltas de ortografía, fallas de
redacción y omisiones severas? ¿Tal impronta de desafío a la infamia del
tiempo tienen el discretísimo Banco del Pueblo, la operación Bolívar 2000,
la fallida y aún tambaleante automatización de los comicios electorales y la
aún no iniciada reconstrucción del estado Vargas? ¿O se referirá nuestro
aprendiz de Tutankamón a los estragos del desempleo, la miseria, la
imprevisión, la criminalidad y otros desastres, que de tan bestiales y
profundos serán visibles aún dentro de cinco mil años, cuando muy
posiblemente sólo serán atisbados desde otra galaxia, si es que el planeta
aún sobrevive a la acción de los Chávez que en el mundo sean?

Qué insólita y temeraria seguridad en el poder destructivo de un solo
sujeto! Qué fétida carencia de sindéresis! En verdad os digo: bien se
merecen los venezolanos que votaron por tan impresentable realidad cincuenta
siglos de penitencia. Este modesto columnista ya aportó con su cuota. Cálese
la suya. El que tenga ojos…

3

La Iglesia, que no tiene cincuenta sino apenas veinte siglos de existencia,
ha comenzado a dejar de lado su proverbial discreción ante el caos que
amenaza con disgregarnos. Ya comienza a decir basta. Pues sólo el más
recalcitrante y obtuso de los chavismos puede hacer oídos sordos ante la
cesantía, el hambre y la violencia. Y el país que aún se mantiene libre de
tan letales contagios busca desesperadamente un remedio ante tanta
impostura. ¿Lo encontrará en el otro comandante? ¿Será suficiente el tiempo
que aún le resta hasta el día D para perforar el blindado respaldo popular
que sostiene a su ex hermano del alma?

No quisiera este modesto servidor terminar sus pobres reflexiones
dominicales con tanto signo de interrogación. Tampoco quisiera ser víctima
permanente de la duda, esa enfermedad congénita de los escépticos. Aunque
debe Ud. reconocer, querido y asertivo lector, que sólo los necios y los
soberbios desconocen el bálsamo de la duda, ese sesgo de sana humanidad que
le asegura el cielo a los desheredados. Aquellos son tan impermeables a las
incertidumbres, madres de toda sabiduría, que juegan perinola en medio del
temporal, así sea en gesto de imperial desprecio por el embajador de la
China. Juran que serán tan inmortales como Tutankamón, pero le agregan el
aditivo del supremo desenfado sabanero.

Si tales desprecios al sano juicio nos han desquiciado a nosotros mismos en
tan sólo 14 meses, imagínese de qué obra no serán capaz en cincuenta siglos.

Para nuestra fortuna: Tutankamón hubo sólo uno y no jugaba perinola. Yace
hoy en el valle de los reyes, del otro lado del Nilo, para delicia de
turistas y arqueólogos. El nuestro pasará a la historia como las alpargatas
del sabanero porteño: pintoresca guasa de un maravilloso y sorprendente país
que solía cambiar de nombre cada cierto tiempo. Gesto menor de una soledad
que, a juro, no durará cien años.

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