Trece días de sol
No bastaba privarlo de su libertad, la saña de su sentenciador exigía más, mucho más. Utilizaron crueles dilaciones procesales, pero también había que castigar su cuerpo, eso sí, cuidándose de no tocarlo. Nada de azotes, descargas eléctricas ni otro de los vulgares métodos de tortura. No era necesario. Contando con un poder judicial incondicional al todopoderoso que ordenó su encarcelamiento, emplearon una sutil modalidad de suplicio: suprimir los rayos del sol proveedores de la vitamina D que mantienen la salud de los huesos. El resultado, peor que una golpiza, una osteoporosis severa, el daño grave que fragiliza agudamente la estructura ósea de su cuerpo.
Como en los Gulags de Stalin se empleó el medio ambiente como agente de tortura. En las prisiones de Siberia los esbirros rojos se sirvieron del frío gélido; en la prisión del régimen chavista se valieron de la sombra en un recinto de apenas cuatro metros cuadrados. La cuenta de Iván revela que en ciento ocho meses de reclusión sólo acumuló trece días de sol.
En el Código Penal Internacional los daños físicos cometidos contra personas bajo la custodia del Estado, como es patente en el caso de Iván, configuran una tortura y caen bajo el capítulo de Penas Imprescriptibles por calificarse como “crímenes contra la humanidad”.
La voz ebria de odio que ordenó el castigo de Iván, la misma que también encerró a María Lourdes –en ambos casos burlando el derecho al debido proceso- hoy languidece, quizás ya el destino la calló para siempre. Pero no permitiremos que su silencio se convierta en olvido. Hay corresponsables en el poder que también deberán responder. Los huesos de Iván ya no pueden olvidar. La justicia tampoco.