Opinión Nacional

Tragedia en tres actos

Venezuela recién salía de otra de las tantas conmociones a las que nos tienen condenados desde hace más de una década estos tiempos de gobernabilidad difícil. En medio de los destrozos, surgen las inquietudes ¿Eran necesarias estas muertes? ¿No las pudo impedir el Presidente si se abría a tiempo a una inteligente negociación con un sector de la sociedad, cuya importancia y capacidad no pueden ser desmerecidas por clasistas? ¿No las pudo impedir la oposición si se dedicaba a hacer un uso efectivo de los instrumentos legales para llegar al poder?

I

Al comienzo de la tarde del día jueves 11 el centro de Caracas presagiaba la muerte. En un giro aparentemente inesperado, pero posiblemente concebido con anterioridad y con la precisión de un guión cinematográfico, la gigantesca manifestación de protesta antigubernamental que había salido desde el Parque del Este hacia Chuao se dirigía ahora con gran entusiasmo al Palacio de Miraflores.

Allí, en ese mismo instante, todo era confusión. Grupos armados varios –unos legales, otros no– que iban desde menguadas tropas de la Guardia Nacional, pasando por agrupaciones de civiles que exhibían sus armas con gestos heroicos hijos de las mitologías revolucionarias, hasta francotiradores profesionales estratégicamente apostados, por órdenes de todavía no se sabe quién, en los edificios vecinos, aguardaban nerviosamente por la imponente manifestación.

Si un dios griego hubiese estado mirando a Caracas desde el cielo, se habría cubierto el rostro con sus manos en un gesto de dolorosa impotencia, por estar avizorando una tragedia a punto de ocurrir y no poder hacer nada para impedirla.

De poco sirvieron las advertencias que, a través de sus teléfonos celulares, se hicieron antiguos compañeros de andanzas políticas, hoy ubicados en bandos distintos, rogándole uno al otro que detuvieran la marcha en la avenida Bolívar, o del otro lado, que se creara una barrera para impedir el encuentro frontal entre ambos grupos.

Pero la página de sangre ya estaba escrita. Los muertos necesarios fueron apareciendo sobre el pavimento de la avenida Urdaneta, ofreciendo la luz verde necesaria para que la delicada operación de alta cirugía militar comenzara a ejecutar el objetivo añorado por el sector más radical del movimiento opositor: sacar a Hugo Chávez de la presidencia.

II

Lo que vino después ya lo sabemos todos. Durante poco más de un día, se vivió un entusiasmo suspendido en torno al gobierno de transición. Pero a medida que avanzaban las horas, satisfechas sonrisas se fueron convirtiendo en rictus de amargura. A los ojos de todos, la junta de transición comenzaba su actuar colocándose de inmediato al margen de la misma Constitución en la que decía apoyarse. Las sospechas comenzaron la mañana del viernes, desde el mismo momento en que los televisores, en vez de mostrar a una junta de unidad nacional, dejaba ver algo más parecido a una Asamblea de Fedecámaras. Al gobierno recién derrocado se le había denunciado como sectario y autoritario, pero la nueva junta comenzaba excluyendo a algunos de los más importantes sectores que habían liderizado la campaña opositora, y atribuyéndose funciones que violaban flagrantemente la Constitución como, entre otras, disolver la Asamblea Nacional, un cuerpo libremente elegido por voto popular, o eliminar de un plumazo el nombre de la República venezolana.

Luego de una secuencia de allanamientos y detenciones a ciudadanos, algunos de ellos con inmunidad parlamentaria, lo que en la tarde del viernes circulaba como sospecha por la noche se convertía en una convicción: estábamos frente a un golpe de Estado de derecha a la manera latinoamericana.

Fue entonces cuando en el sur y el oeste de la ciudad varias preguntas se convirtieron en un detonante movilizador: ¿qué ha sido del presidente Chávez? ¿Dónde está la renuncia firmada? ¿Por qué debemos aceptar su derrocamiento? Las fuerzas del orden intentaron, sin lograrlo, dispersar a los manifestantes que frente a Fuerte Tiuna clamaban por el teniente coronel, y desde esa noche las televisoras privadas –en un extraño acuerdo, cartelizado e internacionalmente cuestionado por CNN y TVE, entre otras– entraron en un profundo mutismo del que no saldrían hasta el día siguiente, cuando el poder había sido retomado por la oficialidad chavista. Uno de los más efímeros gobiernos en la historia de Venezuela había llegado a su fin.

III

El día sábado, mientras las televisoras, como si nada pasara, transmitían seriales norteamericanos y Sábado Sensacional oficiaba su ritual de bobería sexualoide, varios acontecimientos ponían en entredicho la efectividad del golpe. Un alzamiento militar en Maracay y la amenaza de un bombardeo de la aviación hicieron huir de Miraflores a los miembros de la junta y una parte del nuevo gabinete. Los alrededores de El Valle y de la autopista Caracas-Valencia, aledaños a Fuerte Tiuna, se iban colmando de venezolanos que junto a otros millares agolpados en las cercanías de Miraflores (a las 9:00 pm atiborraban de comienzo a fin la avenida Sucre) reclamaban la presencia de Chávez. A las 3:00 pm, la restauración del régimen se inició con la toma de Miraflores por la multitud favorable al Gobierno.

La suerte ya estaba echada pero hubo que esperar hasta la madrugada, cuando la ciudad capital, por entonces encendida por manifestaciones masivas y castigada por toda clase de disturbios y saqueos, presenció la llegada de Chávez en un helicóptero que lo trasladaría de regreso a Miraflores.

El domingo el orden parecía repuesto, pero las calles mostraban las heridas de las pequeñas y grandes refriegas de los días anteriores. En algunas urbanizaciones se sentían en el aire la tristeza, la sorpresa, el abatimiento y hasta la decepción aún no terminadas de digerir por quienes formaron parte de la gigantesca manifestación del 11. En otros lugares, los seguidores del Presidente celebraban con amplísimas sonrisas y cálidos abrazos lo que consideraban una gesta heroica de rescate del poder. Pero no había cabida para la celebración plena. Venezuela recién salía de otra de las tantas conmociones a las que nos tienen condenados desde hace más de una década estos tiempos de gobernabilidad difícil. Una frase de Chávez ha quedado, por ahora, resonando en el aire, para unos como una lejana esperanza, para otros como un acto de cinismo, para muchos un hecho menor: “Vengo dispuesto a rectificar lo que haya que rectificar”.

IV

El domingo sólo quedan dolores, temores y preguntas. ¿Eran necesarias estas muertes? ¿No las pudo impedir el Presidente si se abría a tiempo a una inteligente negociación con un sector de la sociedad cuya importancia y capacidad no pueden ser desmerecidas por consideraciones clasistas de origen populista? ¿No las pudo impedir el movimiento opositor si conservaba la paciencia y en vez de esta decisión de salir de Chávez, no importa cuál fuera el precio, se dedicaba a hacer el uso más inteligente posible de los instrumentos legales que a tales fines prevé la Constitución? ¿No pudieron los demócratas de ambos bandos condenar la participación de hombres armados entre sus manifestantes? En el sustrato de todo flota la sensación de que estamos frente a dos equipos de aficionados. Un sector de la oposición con poca experiencia política, que no logra armar siquiera un gobierno provisional, y un régimen con una bajísima capacidad de negociación, flexibilidad y fortaleza estratégica para cumplir sus proyectos sin necesidad de poner en juego la armonía y el respeto mutuo entre los miembros, efectivamente divididos, de una sociedad. Un Gobierno que peca de autoritario al restarle valor a una numéricamente incuestionable prueba de fuerza de la oposición, y una oposición que subestima, entre otras cosas gracias a malas encuestas y una cierta dosis de clasismo, el poder real de convocatoria y las ilusiones populares que todavía encarna el presidente Chávez. Miro las muertes, la sangre, los heridos que reposan en las clínicas, el miedo de los periodistas acorralados por las turbas, los restos de los pequeños negocios destrozados por delincuentes de baja calaña, el dinero perdido, la desolación, la soledad, la fragilidad, y entiendo que, otra vez, nadie ha ganado. Presiento que todo esto se pudo haber evitado y que en lo más oscuro de nuestro corazones se está acumulando una dosis de hiel, amargura y desolación, a la cual sólo podremos poner freno si desde hoy todos, y muy especialmente el Presidente de la República, guardamos aunque sea una pizca de respeto por los muertos de esta confrontación política y comenzamos a construir modos de actuar en los que el diálogo sea la condición para que no sólo dos, sino tres o cuatro o más Venezuelas, que convivimos en este territorio, podamos andar juntos resolviendo civilizadamente nuestras diferencias.

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