Tierra prometida
Sin embargo, esta semana es como difícil sacarle una sonrisa a un venezolano. La tragedia de la muerte de Mónica Spear y su esposo golpea duramente el alma nacional. Ellos son el emblema de una Venezuela que muere asesinada mientras los ciudadanos tratamos de hacernos los locos, fundamentalmente porque nos horroriza la posibilidad de vernos reflejados en las estadísticas de cada fin de semana. El caso es que la muerte se nos ha vuelto cotidiana, la inseguridad se ha convertido en nuestra forma de terrorismo. La amenaza a la vida deja de ser una remota posibilidad para convertirse casi en una certeza.
Claudio Nazoa y quien esto escribe estamos de vuelta de Israel, comenzamos el año realizando una presentación para los venezolanos que allí viven, que cada vez son más y se aglutinan en la organizacion Beit Venezuela (casa de Venezuela), promotora de nuestra presentación. En este viaje recorrimos el país de sur a norte. Un estado conformado por una estrecha franja de territorio del tamaño del estado Falcón, en el corazón de una zona altamente conflictiva. Un país que tiene que sacar el agua del mar para transformar el desierto en floreciente espacio de la agricultura y se autoabastece con productos de primera calidad; un país que no tiene ni una gota de petróleo, como si la providencia hubiese dispuesto milimétricamente que ese fuera la única zona del medio oriente sin petróleo en el centro de un enclave petrolero para que tuviesen solo el ingenio de su gente como la principal y única riqueza. Allí nos encontramos con un grupo de venezolanos, todos brillantes, que abandonaron su patria buscando fundamentalmente una cosa: seguridad. Y se preguntará usted, querido lector: “¿seguridad en Israel?” Parece un contrasentido: en un país que vive en permanente amenaza de guerra, la gente se siente segura al punto de que nuestros compatriotas se van para allá huyendo de la verdadera guerra que se libra en las calles nuestras y que acaba de arrebatarnos dos vidas jóvenes, hermosas y útiles que nos sensibilizan particularmente, pero que son dos más de las tantas otras igualmente preciosas que cada semana se pierden.
Traigo todo esto a cuento, porque algo muy duro se instaló en nuestros corazones amargándonos el comienzo de un año, que ya se vislumbraba de desánimo: una sensación de ausencia de futuro. Es inevitable que esto nos confronte con nuestro destino: ¿qué nos sucede en Venezuela? ¿Cómo fue que llegamos a esto? ¿Cómo pasamos de ser tierra prometida a tierra de diáspora?¿Por qué no podemos con un territorio espectacular, cálido, sin más desierto que Los Médanos de Coro, con aguas caudalosas que nos cruzan, sin conflictos religiosos, sin trabas lingüísticas ni étnicas, sin guerra con países vecinos, sin que nuestra existencia esté amenazada, salvo por nosotros mismos, con petróleo y tierra fértil en abundancia, avanzar y ser exitosos? Nos hemos extraviado y el desierto somos nosotros. Tenemos que sentarnos como Moisés en el Sinaí a pensar las razones de tanto fracaso, a dónde conduce nuestra marcha y qué país es el que queremos. Me resisto a la idea de que la ruina, la desesperanza y la aniquilación a manos del hampa sea nuestro destino. Anhelo la tierra prometida, el país que nos merecemos.