Terrorismo por delegación
Es necesario comprender el riesgo que comporta una directa, cruda y masiva represión de la oposición en el contexto de una democracia que se reclama como tal, aún siendo tan deficitaria, o de una sociedad que todavía mantiene en pie una básica cultura democrática, aunque con severos indicios de precariedad. La experiencia neoautoritaria implica precisamente la insinceridad y el cinismo que les permita abrirse camino en la ciudadela más o menos liberal que se permitió abrirle una ventana, creyendo capaz de procesar las dificultades y toxinas por la “mano invisible” de la competencia democrática.
Nada más llamativo que el tránsito del chavismo, por llamar así a una firme manifestación social y política de oposición, hacia el chavezato, ya convertido en gobierno, pues, por una parte, ha tendido hábilmente a reprimir a sus adversarios en nombre de la libertad, la democracia y, no bastando, la constitucionalidad. Y, para ello, estimulando todo aquello que resulta cada vez menos espontáneo, se ha permitido delegar la represión, el amedrentamiento y la persecución, en grupos que se suponen no pertenecen a la burocracia estatal (o buscan una oportunidad a través de tan condenable vía).
De modo que los inocentes y bien intencionados Círculos Bolivarianos se han perfeccionado mediante los denominados colectivos y los partidos que aparentemente se resisten a integrarse al PSUV, ofreciéndonos espectaculares e impunes asedios como el consabido del edificio del Ateneo de Caracas. Expresión de una evidente división del trabajo político, sumemos, por otra parte, la inmoralidad de sus imputaciones, porque ve piedras y artefactos explosivos en el movimiento estudiantil cuando el chavismo (y protochavismo), hizo de los encapuchados, apedreadores y demás modalidades todo un oficio que, por cierto, se permitía tomar los días de asueto de rigor.
La anomia política llegó a sus más elocuentes extremos con la ya remota y sorpresiva protesta que, por cierto, nunca fue definitiva y cruelmente liquidada, como hubiese sido el deseo actual del gobierno y no de la otrora oposición. Sin embargo, una conveniente y convenida práctica ultraizquierdista, en los términos de Lenin (favor no confundir con la llave de Paul McCartney, valiendo la advertencia de Les Luthiers para el cursillista actual del oficialismo), hoy se impone.
Finalmente, anotemos que sería ya rayar en la demencia que, por ahora, se pidan los procesos moscovitas tal como los retrató Stalin, pero no cabe duda que los ha habido, adecuadamente traducidos y actualizados, al saber cómo el Comandante-Presidente ha propiciado sus purgas. Hay más de eufemismo y deshonestidad en el ejercicio político del chavezato que, no por casualidad, poco tiene ya del antiguo chavismo.
EL PASAJERO DE TRUMAN
La creemos más un largo reportaje que novela: “El pasajero de Truman” de Francisco Suniaga (Mondadori, Caracas, 2008), es una obra que mereció una mayor estancia y maceración en el tintero (de bytes), quedando reducida a todo lo que contaron Ramón J. Velásquez y Hugo Orozco, acaso más importantes que el propio Diógenes Escalante. Además, la complejidad de los personajes y situaciones, las amplísimas posibilidades para el lenguaje urbano de los asombros petroleros, sucumbieron ante el tributo que el autor les rindió, atascado y maravillado en la que quizá fue la etapa inicial de investigación, justificando por siempre el tránsito de testigos a actores (“a fuerza de narrarlo”: 19).
Trastocados en Román Velandia y Humberto Ordoñez, como para relevarlos de toda responsabilidad final, marcan la pauta ensayística desde el primer capítulo innecesaria y tediosamente curricular (dirigió hasta el “diario más prestigioso del país”: 17), sacrificando los hallazgos para un difícil género en las restantes páginas. Haciéndose más psicológica, quizá pudo profundizar en el complejo de culpa que impregna el testimonio, pues, uno, pensaba en la mala fortuna de Escalante como “una espina en el costado” (22) al alcanzar la presidencia de la República; y, otro, hubo de reconocer posteriormente que no le había ido tan mal en la vida, al hacer una carrera diplomática.
Nos antojamos, el autor pudo ilustrar muy bien la negación o resistencia de los familiares a entregar los secretos de quien o quienes le dieron lustre y reconocimiento al apellido, en lugar de confiarse al dictamen del historiador entrevistado (20). No era cuestión de precisar si Rafael Caldera fue efectivamente un demócrata-cristiano en 1945 (107), Rómulo Betancourt estuviera realmente decidido a respaldar a Raúl Leoni como su sucesor (134) o dar por sentada la fundación de URD por Jóvito Villalba (138), según el dictamen, sorprendidos de la memoria tan puntual de Juan Vicente Gómez (147), sino de jugar con las inexactitudes que consagra el tiempo, dificultando una versión que satisfaga a los deudos, seguidores, adversarios y hasta al mismísimo investigador que – se nos ocurre – pudo reinventarse en el tráfico de los acontecimientos.
La política es el dato inalterable del discurso, ventilándose como si fuesen las confidencias imaginarias de Velásquez para el contraste con el oficio diplomático del co-protagonista (y del personaje que pretexta a ambos). El hechizo del poder (42), la pérdida de espontaneidad humana de Harry Truman (90) o el poder como única herramienta para conseguir lealtades y ¡gobernar! (230), ofrecen un arco de sentencias morales en medio de la búsqueda ansiosa de una definición tajante.
Victimizándose, Velásquez consigue en la alternabilidad del poder un invento de Dios para aliviar un peso deshumanizador (226), aunque Ordóñez aporta la lección telefónica que le dio Leoni en torno a las consecuencias reales y aparentes del acto político (263 ss.). El intento persistente de expiar las culpas, no permite desarrollar “políticamente” algunas incidencias como la de los simpatizantes que esperaban a Escalante en el hotel y el manejo inmediato del médico que comprobó su estado de salud en septiembre de 1945 (272), la técnica de acopio de los nombres y demás señales de los adherentes (222), dándole sentido a la tesis definitiva del “político de piel curtida, de esos que están en la boca del lobo y se sienten a gusto” (116).
Suniaga concurrió a escena con magníficas llaves, incluyendo la de “ni de vaina” el presidente Escalante emplearía el avión presidencial de Truman para ir a Missouri (173, 187). No decretó la locura, sino la descubrió con paciencia al retratar estupendamente a Eleazar López Contreras entrando a la Casa Blanca, después desmentido por un confidente ministerial, o el recibimiento que le hizo también en Maiquetía (187 s., 197 ss., 212), o ilustrar otras noticias como la de los cubiertos (191 s.), el ascensor (240 ss.), las camisas (244 s.) o las chequeras (268).
El libro de Daniel Paul o la búsqueda de un diagnóstico definitivo, también ofrecían páginas adicionales para una narración que nos atrapara y cautivara, pero el autor prefirió acuñar la otra tesis, enunciándola nada más: lo que hubiera ocurrido si Ordoñez dice otra cosa al presidente Isaías Medina Angarita (282, 284). Páginas que faltaron para indagar la condición de “puyón” del sigiloso diplomático venezolano (160), compensando la tragedia con algunas notas de humor quizá muy a lo Job Pim o a lo Leoncio Martínez y quién sabe si a lo Morrocoy Azul.
Excelente título, fotografía y diseño de portada, que respiraban mejor en un párrafo referido a la ciudad actual que pudo ser la de los hoteles Majestic y El Avila: “Mantenían el diálogo hasta que, por los lados de Catia, la tarde vencía al obstinado sol de agosto y Caracas, agradecida, exhalaba un suspiro de alivio casi audible en el saloncito inglés de la casa de Altamira” (125). Y es que ella, pudo ser la protagonista principal del drama, mereciendo un cupo y un tratamiento en el elenco de los capítulos alternos, al observar de lejos la huída del avión que envió Truman como una vez lo hizo con el que se llevó a Marcos Pérez Jiménez, explotando los otros planos que quedaron atascados en el disco duro de Suniaga.
COLETILLA
Coincidiendo con otros historiadores, recordamos la acotación de Tomás Polanco Alcántara en su conocida biografía de Eleazar López Contreras: el continuismo fue la tentación recurrente de muchos mandatarios venezolanos, siempre fracasada. Y no es una cómoda casualidad que el camino hacia el exilio de Marcos Pérez Jiménez, por 1958, se inició con el intento de plebiscitar la continuidad en el poder, violentando la Constitución que él mismo de dio. Hubo un referendo, nada más y nada menos, por diciembre de 1957. Y los partidos estaban extremadamente débiles, exhaustos o agotados en la desigual lucha que tuvieron que dar. Sin embargo, los venezolanos superamos la prueba.