Terrícolas
Lo tangible suele durar menos que lo efímero; lo concreto que lo abstracto. No tendría porqué ser forzosamente así pero la mente, toda ella digestiva, es pragmática. Lo pasajero o inalcanzado guarda aroma de eternidad y se esconde donde nadie lo ve. Lo permanente es agobiante, repetitivo. Ocupa mucho espacio. El romántico es un evadido del paraíso de la cotidianidad persiguiendo un delirio que no debe concretarse para poder seguir existiendo. Y lo afirmo por la enfermiza recurrencia de algunos en pretender relación candorosa entre ética y política cuando de dos mundos irreconciliables se trata. No porque los políticos deban ser malos y los éticos buenos. En ello la Filosofía y las religiones han sido celestinas de una utopía aberrada, de la cual somos pacientes, según la cual el reino de los hombres y de la política deberá igualarse al de los ángeles. Enfermos de perfección, remachados a lo largo de la historia, Platón y Aristóteles, por no más decir, han propuesto pensar desde una perspectiva que conduce irremediablemente a la frustración, la depresión y al fracaso. ¡Ni demonios ni ángeles, tan sólo humanos!
Y la civilización ha aprendido a pensar equivocadamente que ética y política son términos de una misma ecuación y todavía se preguntan, pendejos, porqué al acercarlos sueltan chispas. Y también aspiran a que la democracia sea fruto de ese momento mágico en el cual ambas entidades, la ética y la política, se tocan. Terrícolas más bien, porque al hablar de ética se anuncia su complemento y es la culpa, y al decir política nombro su relleno, el pecado. La política es una religión si por ella entendemos adicción a algún dios. Y el poder no repara en santidades. Y los éticos quieren llegar a serlo mientras que a los políticos les importa un bledo. Prefieren el poder al bronce. En todo caso la corrupción es un pecado social consentido, no fatal, pero sí corrosivo. Los libros sí son éticos y tienen derecho a serlo, a pesar de su contenido. Nada es perfecto; todo es imperfecto; por eso la acción y la posibilidad de decidir, de acertar, de equivocarnos. Perfectibles eso sí, pero no desde la ética, ni tampoco por la simple emanación de resultados que se consumen nada más producidos y ya no sirven para satisfacer las necesidades de ayer, que no son las de mañana en cantidad y premura; en calidad, satisfacción y justicia, además y ante todo.
Y como somos lo que nos falta y los políticos administran en buena parte esa debilidad, los ciudadanos debemos aspirar a la política como quien desea el bien más preciado, el de ser servidor público. Ello urge a exigirles y hacer todo lo necesario para obligarles a respetar la dignidad que cada quien lleva por dentro. Gobiernos y oposiciones son todos pasajeros en tránsito en tanto que los países seguimos existiendo. Los políticos deben presentar proyectos a la nación de tengan un interés colectivo durable, más allá de la ventolera interior que se los lleva por delante y los convierte en rockolas electorales.