Taurinos y antitaurinos
Dichosas las sociedades cuya atención no está monopolizada o secuestrada por una sola y única presencia u obsesión.
Aquellas que suelen tener en sus agendas públicas varios y muy diferentes temas que debatir y, que además, saben que el debate puede incidir -para bien o para mal – en la manera como sus gobernantes y, en especial, sus legisladores toman sus decisiones.
Viene esta reflexión al caso porque, gracias a una corta estancia en España antes de la Navidad, he podido ser testigo de como en una semana por lo menos cuatro grandes temas mantienen activa a su opinión pública. El del aborto, detonado por la aprobación de una ley que lo autoriza hasta las catorce semanas de gestación. El del proyecto de economía sostenible, un cuerpo de reformas presentado por Rodríguez Zapatero a los presidentes de las Comunidades Autónomas para paliar los efectos locales de la crisis económica internacional.
Y, el de las aspiraciones independentistas de los países que componen España, revivido esta vez gracias a una consulta no vinculante sobre la posibilidad de que Cataluña se separe de la nación española.
Pero el dilema público que me resulta más interesante es el que ha suscitado la propuesta de eliminación de las corridas de toros en la Comunidad Autónoma de Cataluña.
Se trata de un proyecto de ley presentado no por legisladores sino por una plataforma ciudadana con el respaldo de por los menos 50.000 firmas.
Las posiciones frente al proyecto despiertan las más diversas reacciones. La de los activistas antitaurinos que ven en la fiesta un acto de crueldad contra los animales y de atraso humano por disfrutar con su sufrimiento. La de sus defensores, que encuentran en la tauromaquia no sólo una forma refinada de arte sino una tradición del patrimonio cultural español que hay que proteger.
También hay terceras, cuartas y hasta quintas posturas.
Las de los libertarios, a quienes no les importan los toros ni las corridas pero encuentran en la prohibición un atentado contra la democracia. Las de los radicales en la defensa de los animales, quienes consideran el acto como una hipocresía porque igual habría que eliminar muchas otras formas de tortura a los animales, desde su utilización como «esclavos» en los circos, su matanza para la alimentación humana o, incluso, el confinamiento de mascotas en apartamentos urbanos que les privan de la realización de su potencialidades naturales. Otros, ecologistas y conservacionistas, creen en cambio que la eliminación de las corridas sería una amenaza para la sobrevivencia del toro de lidia cuya especie quedaría condenada a la extinción pues ya nadie invertiría recursos en las dehesas donde son criados como reyes, efectivamente, porque existe el negocio del toreo.
Hay quienes, por el contrario, consideran que el debate es una aberración y una frivolidad cuando en este momento en África cada minuto que pasa se mueren 12 niños por falta de alimento. Otros, en cambio, se lo toman con desenfado, como la cineasta Isabel Coket, quien defiende que sigan las corridas pero en cambio propone prohibir los trajes de luces por ser una moda hortera, como se llama en España al mal gusto extremo. Y también, los extremistas, como el escritor Quim Monzó quien confiesa que no le causa dolor ver morir un toro en público pero sugiere que sería más interesante que muriese el torero porque así el espectáculo ganaría mucho en dramatismo y calidad.
Confieso que, en medio de tanta argumentación, me siento un poco perdido. Pero hay tres cosas que no dejan de alegrarme. Primero, que buena parte de los partidos representados en el parlamento catalán hayan dado plena libertad a sus legisladores para que voten no en tubo sino de acuerdo con sus convicciones personales. Segundo, constatar que los españoles tengan temas para discutir que no sean si Rodríguez Zapatero es malo o es bueno. Y, tercero, que la diversidad y abundancia de puntos de vista sobre los toros nos recuerde lo que significa vivir en democracia. Aunque los españoles, por suerte, no estén plenamente satisfechos con la que tienen. Mientras algunos visitantes, de países en donde esta palidece, para decirlo en tono de melodrama navideño, miramos la suya en la vidriera como «el niño pobre ante el juguete caro».