Opinión Nacional

Síndrome del tirano

El ser humano encierra misteriosas formas de expresarse y de actuar.

Ancius Manlius Torquatus Severinus Boetius, Cónsul de Roma al servicio de Teodorico, rey de los ostrogodos que en Pavía fue injustamente ejecutado, por mago, el 525 d.c.; conocido como Boecio, filósofo, fue quien dio la más extendida definición esencial de persona humana: «sustancia individual de naturaleza racional», de la que se concluye que todos los seres humanos somos iguales en esencia.

Pero no bastaba, para aclarar el comportamiento humano, una definición que se limitara a responder la pregunta «¿qué es la persona humana?», porque tal respuesta, al referirse a la naturaleza de la cosa objeto del preguntar, necesariamente establecería la igualdad de la esencia de todos los seres que comparten dicha naturaleza.

Ante la evidencia de la radicalidad de las diferencias que distinguen unos seres humanos de otros, al punto de que cada uno de nosotros es un fenómeno único e irrepetible en todo el cosmos y por los siglos de los siglos, era indispensable indagar por el modo de ser, no ya esencial sino existencial, de la persona humana. Y resulta de tal indagar que cada uno de nosotros, humanos, somos existencialmente diferentes.

Del desconocimiento de la distinción entre las realidades esencial y existencial del ser humano, derivó, entre otras cosas, el error de los primeros teóricos de la democracia clásica liberal quienes, ingénua y equivocadamente, extendieron el concepto de igualdad entre todos (llamados ciudadanos) pero sembraron la semilla que después pondría tantos conflictos en la gobernabilidad de una democracia que no ocurre para entes humanos iguales en el vacío (la entelequia del ciudadano), sino radicalmente distintos en su situación concreta en el tiempo y en el espacio.

Entonces, en el plano existencial, la persona no es un algo allí perfecto en su realización, sino un ser cuyo desarrollo está en potencia, pues virtualmente posee una humanamente ilimitada posibilidad de desarrollo, pues ilimitados –en la práctica- son los horizontes en los que puede desarrollar sus múltiples (y normalmente por él mismo desconocidas) capacidades.

Pero el desarrollo de esas capacidades de manera distinta se cumple en cada existencia humana particular y es diferente, para cada ser humano, tanto en el modo de cumplirse el desarrollo, como en las capacidades escogidas para hacerlas pasar de la mera vitualidad de la potencia a la realidad del acto.

Dos grandes vertientes sintetizan el modo orientar las relaciones con el mundo de entes que se presentan al ser humano en su propio horizonte de sentido y que definen, para cada persona, los modos de afrontar su propia existencia singular. La distinción entre ambas vertientes radica en la actitud que cada cual asuma ante la evidente realidad de la propia finitud.

Una primera vertiente o «personalizante», como podremos llamarla, es la de la aceptación de la finitud. Otra, segunda y radicalmente opuesta a la primera, «despersonalizante», consiste en no aceptar la propia finitud.

La actitud normal de aceptar la finitud abre la posibilidad de orientar el desarrollo personal por la vía personalizante ( voluntad de amor), en la que los entes externos no son vistos como pruebas de la propia finitud, sino medios de complemetación del propio ser y de satisfacción de necesidades materiales y no materiales.

Pero la no aceptación de la propia finitud lanza por el derrotero, despersonalizante, de hacer desaparecer lo otro, lo que no se es, precisamente porque su sola presencia es prueba de la propia finitud y evidencia de la demencial ilusión del ser humano de creerse infinito. De esta forma, a quien, empeñado en el autoengaño (inconsciente) de creerse infinto, persiste en su patológica obsesión, no le queda otra alternativa que la de pretender borrar la existencia de tan acusadora prueba. ¿Cómo hacerlo? Simplemente, eliminando su presencia. ¿Pero cómo elimnar la presencia de lo que se tiene enfrente? ¿De las cosas, de los seres humanos, de toda realidad concreta?

Hay dos modos de hacerlo, desde luego, ambos engañosos e ilusorios: la apropiación o la dominación. Son los síndromes de las psicopatologías del avaro a ultranza y del tirano.

Uno y otro, en el fondo de su inconsciente, tratan de eliminar la presencia objetiva de las cosas o entes que les rodean borrándolos de la existencia ¿Cómo? Mediante la apropiación o el dominio. El avaro cree extenderse indefinidamente en la multitud de cosas que posee y de las que va apoderándose incesantemente, no porque las necesite o les sirvan para complementarse en ellas, sino por el simple dominio que supone saberlas suyas, sujetas a su voluntad hasta para destruirlas.

Cree, ilusoriamente, extenderse infinitamente por el montón de cosas que son suyas, «partes de su ser».

En el tirano, por su parte, opera el mismo fenómeno engañoso. En él no es ya la posesión sino el poder sobre cosas y personas lo que le crea la falsa ilusión de sentirse infinito. Cree, igualmente, extender su realidad existencial en el universo de lo que domina, de lo que domeña, de lo que tiraniza. Dispone de vidas y haciendas bajo su poder, según los dictados de sus caprichos, deseos de venganza o, simplemente, por placer de contemplarlos suyos y hacer con ellos lo que le venga en gana.

No se percatan que, extendidos materialmente sobre las cosas apropiadas o domeñadas, se hacen ellos cosas entre esas cosas al perder sus rasgos vitales de persona.

Las figuras recientes de un Adolfo Hitler, o de Stalin, de Chávez, o las antiguas de Nerón, Calígula u otros, no son más que ejemplos incurables de seres obseídos por el temor de terminar, de alcanzar el fin de sus existencias, en parte como resultado de la insanía mental que los caracteriza, y en parte por ignorar la virtud de la esperanza que se asienta en una verdadera fe y se realiza según los dictados del Amor auténtico, que no es útil instrumento para subordinadas e infames aspiraciones.

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