Shakespeare contemporáneo
1 En las tragedias de Shakespeare hormiguean los sicarios.
Nada más natural, digo yo, porque entre los temas shakesperianos está el del poder y como invariablemente se trata de monarquías absolutas, en tiempos remotos, la fórmula más expedita que tiene un personaje ambicioso para asegurarse un lugar en la línea sucesoral es mandar a matar a uno o varios semejantes.
En ese trance aparecen entonces los asesinos que, al menos en las obras de Shakespeare, siempre se hacen preguntas antes de proceder a darle bollo a sus víctimas.
En realidad, quien se hace preguntas es sólo uno de los sicarios; el otro, no. Y digo el otro porque, indefectiblemente, los asesinos en las tragedias de Shakespeare son solamente dos. Un ejemplo resplandeciente de esta mayéutica entre sicarios lo tenemos en Ricardo III.
Siempre quise escribir un ensayo sobre los asesinos en las tragedias de Shakespeare pero, como suele pasarle a los tipos de talante contemplativo y perezoso como yo, lo he ido dejando para no sé cuándo. Así que he echado mano al título de un ensayo aún imaginario para dárselo a mi bagatela de fin de semana.
Lo de «la escena 4» viene a cuento porque es, justamente, en la escena 4 del primer acto ¬cito de memoria, admirados Semprún & Sciamanna: absténganse de chalequearme si no fuese del todo preciso¬ cuando aparecen los dos cortesanos asesinos. ¿Su misión? Cargarse a unos chamitos que se interponen incómodamente en la línea sucesoral. Como Shakespeare es un as de la manipulación emocional, le imprime más morbo a la escena haciendo que los chamitos estén profundamente dormidos.
2 El asesino # 1, digamos, se muestra remiso y dice algo así como: «Coño, pana, son unos chamitos, no tienen culpa de nada, francamente a mí me da vaina venir así, de madrugada, a degollarlos. Si no fuera por nosotros dos, con seguridad verían la luz de un nuevo día, crecerían, llegarían a adultos, quizá se enamorarían de otras personas que en este preciso momento también son chamitos y duermen serenamente en sus camitas; en fin, con un poco de suerte podrían incluso llegar a ser felices».
El asesino # 2 no es sensible a ese comentario pero, si me permiten una breve digresión, diré que en esto, de nuevo, Shakespeare deja ver su maestría. Otro guionista menos avispado nos brindaría un asesino # 2 crudelísimo y sanguinario. El Cisne del Avon no incurre en algo tan burdo. Su asesino # 2 discurre así: «Tienes razón. Son las vainas que me sacan la piedra del juego del poder. Pero me permito llamar tu atención sobre nuestra pequeñez, nuestra condición de sujetos perfectamente prescindibles: si no los quebramos nosotros, otros aparecerán dispuestos a rebanarle el cuello a esos carajitos. De manera que ponerte como te pones no conduce a nada, ni siquiera a salvarles la vida: ya están condenados, pana. Ya están listos para la parrilla; es una cagada, pero así es esta vaina. Considera, además, que ya no nos podemos hacer los locos. Aceptamos el encargo. Tú sabías muy bien de qué se trataba cuando cobraste el anticipo; no es cosa de arrugar precisamente ahora. ¿Qué tal que mañana amanezcan vivos esos chamos? Esto es una obra de Shakespeare, bro, esto va en serio, muy en serio: si no los degollamos, nos van a mandar a buscar y a quienes van a detonar será a nosotros. He visto otras obras de este mismo tipo en el Teatro El Globo y siempre es así.
Así que, déjate de vainas, y disponte a lo que vinimos».
3 He tardado muchísimo más en glosar lo que ocurre en esa breve escena porque no tengo el talento de un Shakespeare para condensar en cuatro parlamentos un espeso dilema de filosofía moral. Los asesinos de la escena 4 discurren sucinta y lacónicamente y salen de escena en cuestión de segundos, desenfundando sus puñales. El espectador ni siquiera alcanza a ver a los niños, pero el poder evocativo de los versos de Shakespeare conduce la brida de nuestra imaginación y es como si viéramos el momento en que los chamos despiertan y, fugazmente, cobran conciencia de lo que está a punto de pasarles.
Un gran estudioso del teatro isabelino, el polaco Jan Kott, afirmaba ya en los años sesenta del siglo pasado, que Shakespeare fue, en más de un sentido, un gran politólogo contemporáneo nuestro. La torsión que supo darle al tema del poder le confiere gran eficacia intrepretativa a lo que puede ocurrir, por ejemplo, en cualquier secreto cónclave castrista en La Habana.
O en la antesala de algún aposento de un cuartel caraqueño.
La tragedia del poder en Venezuela pronto conducirá a una escena en que un personaje muy menor, quizá alguien de quien nunca hemos escuchado hablar en todos estos años, le diga tersamente a otro, igualmente prescindible: «Pana, alguien tiene que entrar ahí y decirle a ese señor que, sintiéndolo mucho en el alma, así como está, no puede ser candidato».
¿Por qué no entras y se lo dices tú? ¬Porque a mí no me para bolas: mejor se lo dices tú.
A mí tampoco me ha dejado nunca ser alguien. ¿Por qué no entramos los dos y se los decimos juntos? ¬¡Ajá! ¿Y cómo se lo vamos a decir? Esta tragicomedia caudillista latinoamericana no la escribe Bill Shakespeare.
Sus personajes carecen de espesor, de grandeza y de ánimo, a pesar de que el autócrata está enfermo y ya no es más que el espectro de sí mismo.
Por eso se les irá el resto de la obra en preguntarse, inconducentemente, cómo decírselo, qué hacer, cómo ganar una elección sin candidato.