Ser uno mismo
Suena a autoayuda, lo sé. Por eso mismo lo puse. Después de todo, seamos francos, se gastan muchos años en la vida tratando de descubrir quién es uno. No es tan fácil saberlo. Y, finalmente, a veces de forma inesperada, muchos textos pueden ayudarnos en esa tarea. Hoy en día Hermann Hesse podría ser considerado un antiguo y exitoso autor de libros de autoayuda. Más de uno iluminó su adolescencia con las páginas deDemian, Siddartha o El lobo estepario. En el camino de la identidad, cualquier auxilio es válido. Solemos tardar bastante en saber, entender y aceptar quiénes somos, qué nos gusta, qué queremos, cuál es el tipo de relación que deseamos establecer con los otros… Es largo el camino de irse despojando de etiquetas y categorías para terminar sobre la desnudez de una pequeña frase: yo soy yo.
Quizás por eso nos irrita tanto que vengan otros a decirnos qué somos o qué tenemos que ser. A veces siento que ésa es una de las más sutiles pero terribles perversiones de este proceso. Todo el tiempo, el poder está definiéndonos. Es una asfixia. El discurso dominante se empeña en arrasar con cualquier otro significado que no sea su propia voz. Pretende, de manera permanente, decir quiénes somos, qué sentimos, cuáles son nuestras intenciones, qué queremos…
Ahí reside su verdadera vocación totalitaria. Esa ansia de someter, ordenar y controlar incluso aquello que no tiene forma precisa, que es movimiento, que es un ánimo: la identidad.
Escucho a Nicolás Maduro, en cadena nacional, en la conmemoración de los sucesos del 27 y 28 de febrero de 1989. No deja de indignarme la manipulación política que hace de los hechos. La pretensión de que en esos días ocurrió una «rebelión» en contra del FMI, que se «ondearon banderas de justicia e igualdad»; la idea de que quienes fueron asesinados en realidad «entregaron sus vidas» para lograr el futuro que hoy tenemos; la autovaloración, el elogio continuo que hacen de ellos mismos como nuevos libertadores de la patria… pero, sin duda, lo más descarado es el intento oficial de asociar a todo aquel que se oponga al Gobierno con los crímenes ocurridos durante el Caracazo.
Los micrófonos del poder se imponen sobre la singularidad de la experiencia. Si usted no es chavista, entonces lo más probable es que usted sea un criminal. Pero yo no maté a nadie el 27 o el 28 de febrero de 1989. Yo vivía a dos cuadras del puente de Baloa. Durante esos días, vi mucho de lo que sucedió en Petare. Desde la azotea del edificio, una noche, pude observar a unos guardias golpeando y obligando a acostarse sobre el puente a varios ciudadanos. Fueron imágenes espantosas. La memoria está llena del ruido de los disparos. Y más de una vez me he preguntado si alguno de esos guardias, veinte años después, no será por casualidad uno de estos generales que hoy alzan el puño y gritan patria libre y viva Chávez y venceremos.
Pero el poder, con todo su inmenso aparato publicitario, se empeña en repetir que todo aquel que no sea como ellos es casi un asesino. Se trata de un siniestro método de anulación.
El «ajuste cambiario» es otro ejemplo cercano: ahora resulta que estamos en una «guerra económica» y que quienes nos oponemos al poder somos unos «corruptos», unos «especuladores», que nos estábamos robando los dólares del pueblo. Los dólares que el Gobierno tiene gracias a Pdvsa, por cierto. Los dólares que el Gobierno controla incluso legalmente, otro por cierto. Los dólares que sólo el Gobierno distribuye y reparte: otro por cierto más. Ahora la doble moral es de lo más revolucionaria.
Quienes se opusieron a que se instalara una Comisión de la Verdad para investigar los sucesos del 11 de abril de 2002, hoy arman un espectáculo anunciando una Comisión de la Verdad para investigar los crímenes de la cuarta república. La hipocresía es un modo de vida.
Al final del acto de este miércoles, una dirigente toma el micrófono y, desde la tarima, comienza a gritar: «Yo soy Chávez», animando a la gente a corear esa consigna. Pienso entonces que ahí está el problema. Chávez es su marca, su única identidad. Sin él, sus otros mensajes parecen deshacerse, pierden brillo, credibilidad. Así va siendo por ahora este chavismo sin Chávez. Un concurso de imitadores. Muchas dudas. Poca gracia. Por eso se aferran a esa consigna.
Por eso tratan de ser la reproducción masificada del líder.
Porque ser uno mismo no es tan fácil. Tiene más riesgos. «Yo soy Chávez», gritan, marcando cada sílaba, casi con ritmo militar. Es un acto de afirmación.
Es también un desespero. Como los ojos en la camisa. Sin Chávez, tal vez ni siquiera saben quiénes son.