Opinión Nacional

¿Se atreverá chávez a darle el palo a la lámpara?

La asonada militar del 4 de febrero de 1992 puso de manifiesto la inexistencia de un compromiso de Hugo Chávez con la institucionalidad democrática. Si no fuera por los argumentos de Luis Miquilena y José Vicente Rangel, el teniente coronel tampoco hubiera participado en las elecciones de 1998. Hasta ese momento prefería formas de lucha que desdeñaban los modos tradicionales de entender la contienda política en democracia -la competencia por los favores del electorado- convencido de que se impondría por vía de la fuerza. La convicción de ser portador de un destino manifiesto para Venezuela, en la figura de una concreción del legado de Bolívar, hacía que la preservación del Estado de Derecho fuese totalmente secundario en sus preocupaciones: ello lo absolvía de tener que respetar las «reglas de juego» político. Una vez electo Presidente juró, en la ceremonia de transmisión del mando, sobre la Constitución «moribunda» de 1961, evidenciando de nuevo su absoluto desapego para con la institucionalidad existente.

No obstante, la euforia de los primeros meses, más el inconfundible entusiasmo del apoyo popular mayoritario, parecen haberlo convencido de que contaba con amplio margen para la prosecución de sus ambiciones de poder en el marco del Estado de Derecho. Aun así, convoca a la presión callejera para torcerle el brazo a la antigua Corte Suprema de Justicia a fin de que ésta convalidara la convocatoria de una Asamblea Constituyente con carácter originaria, así como la disolución del Congreso de la República, tan legitimo como él por ser resultado de elecciones recién realizadas. Esa Asamblea Constituyente no pudo más que reflejar los valores y puntos de vista con que para ese momento encaraba el país político las atribuciones del Estado y su relación con los deberes y derechos de los venezolanos como ciudadanos. Salvo puntuales cambios referentes al estamento militar y en el ámbito de lo económico, la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela (CRBV) resultó tanta o más democrática que su antecesora. El hecho de que Chávez exhibiese constantemente en esos años a la «Bicha» como expresión del proyecto país que enarbolaba la Revolución Bolivariana, pudiera obedecer a cualquiera de las siguientes hipótesis:

1. Que, en efecto, la CRBV satisfacía para ese momento sus expectativas de lo que debería ser su ejercicio de poder;
2. Que, por el contrario, buscaba simplemente ganar tiempo para, cuando la correlación de fuerza lo indicara, saltarse la legalidad acordada.

A pesar de lo que pudiera desprenderse de lo que en este artículo se propone analizar, me inclino por la primera. Pienso que Chávez realmente creyó que podía avanzar en su proyecto autocrático sin tener que violentar sustancialmente el Estado de Derecho. Me apoyo en los siguientes elementos para sustentar esta opinión:

1. El estilo de confrontación, los desplantes imprevistos, poco habituales, y/o las negativas de establecer mecanismos de entendimiento con las demás fuerzas políticas -totalmente inédito en los 40 años de democracia-, descolocó constantemente al adversario opositor, poniéndolo a la defensiva y facilitando los designios de Chávez: no era necesario violar el ordenamiento jurídico;

2. La torpeza de la dirigencia opositora, de insistir que la negativa a respetar las reglas de juego tradicionales de la política venezolana deslegitimaba al Gobierno, ignoraba que Chávez construía otra legitimidad, basada en lo afectivo y el manejo de un simbolismo maniqueo en el cual los «buenos» estaban con él, los «malos» –quienes sólo querían preservar sus privilegios- en contra. La consigna simplista, desconocedora del apoyo que representaba para importantes contingentes del pueblo, de «¡Chávez vete ya!», facilitó la «contraofensiva» del oficialismo.

Aun así, no las tuvo todas consigo durante sus primeros años de Gobierno. De hecho perdió el apoyo mayoritario, como lo reflejan las movilizaciones de calle y las encuestas realizadas durante 2002 y 2003. La convicción de que, si no cambiaba su actuar, perdería el referéndum revocatorio –como lo reconoció públicamente bastante después-, hizo que se inclinara ante los consejos de Fidel Castro (a quien se enorgullece señalar, hoy, como su mentor). Se inauguran las «misiones» y se retrasó el referendo revocatorio hasta poder asegurar –como fuese- la victoria. Es en ese momento que Chávez pasa el «switch» con respecto al Estado de Derecho y pone de manifiesto que, si es menester «trampearlo» para garantizar su permanencia en el poder, lo hará, aunque intentando conservar las formas. El desconocimiento de este mismo Estado de Derecho por parte del liderazgo opositor en abril 2002, con la usurpación de los poderes constituidos por parte de Pedro Carmona, contribuyó a reforzar esta convicción.

Recapitulando, puede afirmarse que Chávez nunca ha estado comprometido con el Estado de Derecho, ni el anterior basado en la Constitución de 1961, ni el actual, fundamentado en la CRBV aprobada por una Asamblea Constituyente en la que disponía de una amplia mayoría. Sin embargo, durante unos dos o tres años, creyó que este (último) ordenamiento legal podría acomodar sus apetencias de poder, ya que pudo obtener, en su marco, un éxito aparentemente fácil contra la oposición. Es decir, su apego a la Constitución fue un asunto de conveniencia, que en nada desdice de su desdén –ideológico, de formación castrense- por la institucionalidad democrática, pero que le podía sumar apoyo político.

El conjunto de irregularidades incurridas por las fuerzas del Gobierno en ocasión del referendo revocatorio del mandato de Chávez, para muchos equivalente a un fraude, marca el inicio de una nueva etapa en la que se viola de forma creciente el espíritu de la CRBV –y en algunos casos, la letra- pero sin llegar a implicar todavía una ruptura abierta con el Estado de Derecho. Ello se facilita por la abstención de las fuerzas opositoras en las elecciones para diputados a la Asamblea Nacional, permitiendo conformar un poder legislativo 100% oficialista. Además de lo sucedido con el referendo, la reforma trampeada de la Ley Orgánica de Poder Judicial y la designación de un TSJ abiertamente afín al Presidente, las abiertas transgresiones a los derechos procesales en el caso Anderson y en otros, la represión de periodistas y de algunas figuras opositoras, el cierre de RCTV, la defensa de una administración pública «roja, rojita» y la oficialización del saludo, «¡Patria, socialismo o muerte!», ponen de manifiesto el desdén de Chávez y de su círculo inmediato por la CRBV: hacía tiempo que no la alababa como la «mejor del mundo». Su aplastante triunfo en las elecciones presidenciales de 2006 le indujo a impulsar una modificación sustancial de las instituciones para afianzar su control del poder. La «reforma» de la CRBV propuesta en 2007 implicaba en realidad un cambio profundo a favor del ejercicio autocrático y discrecional del poder, en el que se disolvían derechos fundamentales consagrados en toda democracia liberal. Se puso de manifiesto claramente la intención de romper amarras con ésta, pero todavía apegándose formalmente a los mecanismos ofrecidos para ello por la propia CRBV, es decir, todavía Chávez le interesaba mostrar su disposición por respetar, aunque fuese solo en la forma pero no en su contenido, al Estado de Derecho, siempre y cuando ello asegurase su reelección indefinida.

La derrota de la «reforma» en el referendo del 2 de diciembre de 2007, le plantea a Chávez la duda de si puede cumplir con su objetivo de destruir el Estado de Derecho liberal vigente para perpetuarse en el poder, valiéndose de la aplicación de los mecanismos pautados en él; peligrosa paradoja que empieza a introducir entre sus opciones la ruptura abierta con el ordenamiento jurídico, es decir, un golpe de Estado desde el Gobierno. Abiertamente se desprecia la voluntad popular puesta de manifiesto el 2-D y se trata de minimizar su impacto negándose el CNE –obviamente obedeciendo a Chávez- a entregar los resultados definitivos de la votación de ese día. Los 26 decretos con fuerza de ley aprobados entre gallos y medianoche el último día de vigencia de la Ley Habilitante, son una muestra inequívoca de su disposición por pasarle por encima a cualquier impedimento legal a sus pretensiones de poder absoluto. La obsecuencia vergonzosa del TSJ, validando el atropello a la CRBV, seguramente afianzó en su mente la idea de que no tendría obstáculos para proseguir en este empeño. Empieza así a perder sentido de la realidad en la que se desenvuelve, para lo cual se vale de la insólita pero no menos peligrosa transubstanciación entre Pueblo, Estado, Gobierno y su persona. De acuerdo con esta alquimia fascista, Chávez y el Pueblo (con mayúscula) son una y la misma cosa y, por ende, las ejecutorias de su Gobierno y del Estado representan, por antonomasia, la voluntad popular. La expresión de esta voluntad popular toma la forma de un poder originario que está por encima del poder constituido en los órganos del Estado. Por ende, todo es válido, porque de antemano contará con el beneplácito de la Historia. Total, a pesar de que la mayoría del pueblo vote en contra de Chávez, ¡no puede expresar la Voluntad del Pueblo! Se allana así el camino para un ejercicio desembozado y personalista del poder, pretendidamente legitimado por «la voluntad popular».

A Chávez se le achica cada vez más el escenario para proseguir sus ambiciones de poder en el marco del respeto formal por el juego democrático. El desgaste de su Gobierno –por incompetente y mentiroso- y la creciente madurez de las fuerzas democráticas de la oposición parecen indicarle la necesidad de tener un plan «B» si desea garantizar su permanencia en el poder. Esto último se le hace imperativo por las siguientes razones:

1. La complicidad directa y/o indirecta de Chávez con escandalosos hechos de corrupción, puestos al descubierto de manera creciente, de los cuales el del «maletín» es sólo el más notorio;

2. La violación abierta desde el poder de una variada gama de preceptos legales, que establecen penalidades para quien los trasgreda;

3. Su creciente vulnerabilidad internacional;

4. La convicción de que «el fin justifica los medios», que lo absolvería de su ruptura con el Estado de Derecho y de los costos personales, sociales, económicos e institucionales implícados.

A lo anterior habría que agregar lo que podría significar para sus planes una caída sustancial de los ingresos petroleros y el descontento social subsiguiente, que pondría a prueba su paciencia con las formas democráticas para salir airoso. En fin, hay demasiado por perder en continuar observando un ordenamiento jurídico que nunca ha respetado como principio fundamental de la democracia -un fin en sí mismo-, sino apenas como un instrumento cuya apelación ha sido considerado conveniente dependiendo de las circunstancias. En este contexto, Chávez sabe que no puede arriesgar una derrota que lo lleve a perder el poder: hace ya que «quemó las naves» con toda posibilidad de conciliarse con la legalidad democrática y sus cuentas con la justicia ya no podrán excusarse a través de arreglos políticos. Algunas muestras de que la ruptura es una opción cada vez más presente en su mente, son:

1. Ya no se esfuerza en buscar justificativos, ante los países democráticos, para sus atropellos a las libertades consagradas en la CRBV (caso inhabilitaciones, las 26 decreto-leyes, las revelaciones de las computadoras de las FARC, la expulsión de Vivanco, el vejamen al profesor Fernando Mires y otros);

2. La oficialización de su «milicia» Bolivariana, como de otros cuerpos paramilitares creados hace ya algunos años -por ejemplo, Frente Francisco de Miranda-, como guardia pretoriana bajo su poder personal directo, en violación del artículo 328 de la CRBV;

3. Su disposición a desconocer claras manifestaciones mayoritarias de la voluntad popular, atribuyéndose la condición y/o representación única del Pueblo (¡!);

4. La opción definitiva por la confrontación y no el diálogo, cuando siente que el agua le llega al cuello. Los insultos y agresiones contra las candidaturas opositoras y/o del PCV y el PPT, indican que para él, más vale cerrar filas con sus fanáticos, aun a sabiendas de que ello es contraproducente con la disputa por las preferencias de la población;

5. La ruptura con PPT y el PCV, que pone de manifiesto que lo que está en juego no son las coincidencias en torno a una supuesta visión ideológica, sino la imposición como sea de un liderazgo único, indiscutido, que exige sumisión total y que no está dispuesto a respetar ni siquiera los derechos de quienes todavía se empeñan en mostrarse como sus aliados.

¿Qué forma tomará la ruptura? Difícil saberlo. Pudiera ser simplemente una trasgresión incremental del ordenamiento jurídico que termine marcando una «liberación» definitiva de Chávez con respecto a lo que pauta la Ley, que permita la violación abierta y desembozada de los derechos consagrados en el Estado de Derecho liberal. Medidas en esta dirección pudieran ser: acabar efectivamente con la libertad de prensa, cerrando a Globovisión con una argucia legal y metiendo presos a Alberto Federico Ravell y/o a Miguel Enrique Otero, con el montaje de que están conspirando; asegurar el triunfo de los candidatos del PSUV, inhabilitando con los argumentos del Contralor y/o con juicios sumarios amañados a algunos de los opositores que se perfilan como seguros ganadores para las elecciones del 23 de noviembre (caso Rosales en Maracaibo, Salas Feo en Carabobo, Capriles Radonsky en Miranda); vaciar totalmente de contenido a los poderes regionales y locales con la instrumentación de la Ley de Ordenamiento Territorial y preceptos contenidos en algunos de los decretos leyes, que «legalizan» el control central de Chávez; o violar abiertamente la CRBV haciendo aprobar por «su» Asamblea Nacional, la figura de su reelección indefinida y/o modificando la Ley Orgánica del Sufragio para poder trampear elecciones futuras.

Desde luego, medidas como las mencionadas no pasarán impunemente y tendrán un altísimo costo político en términos de protestas y de pérdida de apoyo popular. Sin embargo, si la correlación de fuerzas en los cuerpos armados le es favorable, pudiera aprovechar estas protestas para argumentar la necesidad de una dictadura –distinguiéndola con otro nombre-, cuya permanencia buscaría justificar inventando sucesivas conspiraciones. Sin duda sería una estrategia arriesgada, que también lo terminaría de aislar internacionalmente, retratándolo como es, un fascista de siglo XXI. Quiero dejar sentado, empero, que lo que está en juego para él es «el mal menor», entre dejar que las cosas sigan corriendo como van, incrementando cada vez más el riesgo de perderlo todo (e ir preso, una vez cambie el Gobierno), o cortar «por lo sano» (sic), aboliendo de una forma u otra toda opción de alternabilidad democrática, al costo de lo que sea, si los cálculos le indican que tiene probabilidades de salir airoso. Creo que para él ya pasó la oportunidad para jugar al reacomodo, la compra de tiempo o la mediatización de fuerzas opositoras, para posponer para «tiempos mejores», su «revolución». Se le gastaron las opciones porque él mismo las enterró.

Las anteriores reflexiones de dejan de ser, desde luego, especulación. ¿Pero qué deben hacer las fuerzas democráticas para evitar que se tornen ciertas? La estrategia viable es la del cerco democrático. Esto significa ocupar todos los espacios todavía abiertos para la lucha democrática, exigir el respeto a los derechos ciudadanos y a las libertades civiles, denunciar y no dejar pasar ninguna trasgresión a las leyes desde el poder, y batirse por la defensa de los medios de comunicación independientes. Es decir, cobrarle a Chávez lo más caro posible –políticamente hablando- sus atropellos para aislarlo, minimizar sus bases de apoyo y neutralizar a sectores amplios de la FAN para que no se presten a ninguna felonía contra la voluntad popular. En esto se impone apelar a los valores éticos para poner distancia entre la conducta de las fuerzas democráticas y la podredumbre y descomposición que, en este plano, exhibe la «revolución». En la práctica, sería lo mismo que por convicción o de manera intuitiva vienen realizando por iniciativa propia diversas organizaciones independientes o de ámbito sectorial. La diferencia sería ahora convertirlo en una estrategia nacional visible, de alto perfil, al estilo de lo que estaría haciendo el M-2D con respecto a la voluntad expresada por defender la Constitución, pero con mayor alcance, tanto nacional como internacional. Habría que coincidir con un nombre emblemático que aglutine a las fuerzas democráticas, consignas oportunas que movilicen a la gente y buscarle acomodo a sectores democráticos del chavismo. Tal estrategia debe ser liderizada por los partidos democráticos. A diferencia de la Junta Patriótica que posibilitó la salida de Pérez Jiménez, se trata ahora de defender a las instituciones democráticas para cerrarle los espacios a toda pretensión de violar al Estado de Derecho. La amenaza totalitaria que confrontamos hoy nos indica que el desafío actual sea probablemente mayor.

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