Opinión Nacional

Se acabó su cuarto de hora

¿Sabrá el liderazgo opositor que a Chávez se le acabó su cuarto de hora? ¿Estará en consecuencia preparando las condiciones de la transición y el proyecto de Nación que espera, paciente, por nosotros? ¿Se habrá preparado moral, espiritual, intelectualmente como para acometer la dirección de un país en ruinas que debe ser reconstruido de la A a la Z? Son las preguntas que nos debemos hacer los ciudadanos. Y exigir la respuesta.

Poco importa la forma concreta como termine este paréntesis de locura, corrupción y desperdicio, que ha venido a interrumpir el desarrollo de la república civil y democrática de Venezuela. Para cualquier observador desapasionado y objetivo – y desde la denuncia de Colombia en la OEA ellos han aumentado internacionalmente de manera exponencial – al proyecto de montar algo – jamás se sabrá con exactitud qué es ese algo – llamado socialismo del siglo XXI tras una llamada revolución bolivariana se le acabó su cuarto de hora. Esa cosa inefable, inasible e indiferenciada, pero bullanguera y desenfadada, llevada en andas de la verborrea de un militar y tras de la cual han corrido las masas, primero con fervor luego con creciente desencanto, está desvaneciéndose a pasos agigantados. Se le agotó su tiempo. Se acaba el partido. Llegó la cruda, la amarga hora de la verdad.

Dos errores descomunales, muy propios de los delirios de los políticos de su prosapia – Hitler, el más notable de ellos – cometió Hugo Chávez: apostar a conquistar el cielo con una hazaña homérica y creerse eterno. La hazaña, en este caso un nebuloso socialismo de nuevo cuño, estaba condenada al fracaso desde el momento mismo en que se le ocurrió. Su eternidad, un monstruoso error de cálculo.

De la hazaña es poco lo que se pueda decir que no haya sido dicho. El socialismo, desde el más puro al más turbio, desde el de Lenin al de Kim Il Sun, es una patraña. Sin otro efecto real que darle cobertura ideológica y moral a las aspiraciones tiránicas de sus patrocinantes. Cuba, el más doloroso y cercano ejemplo de tal patraña, lo demuestra con creces: ¿qué es Cuba tras cincuenta años de “dictadura proletaria”? Nada. Tras medio siglo de tiranía Cuba ni es capitalista ni socialista. Es un conglomerado de desarrapados que sobreviven gracias al esfuerzo y/o las riquezas de sus mecenas. Hoy Venezuela, como ayer la Unión Soviética. Su única industria, el turismo, – la otra, el azúcar, yace en ruinas – se evapora con el aceleramiento de su catástrofe económica y moral. El mayor aliciente para el turismo – visitar una revolución de verdad y tocarle las barbas al héroe de la Sierra Maestra – se esfumó. ¿Qué puede ver el turista español o francés en Cuba? Una isla miserable, hundida en la apatía y la indiferencia de unos seres que vegetan en la nada, sin siquiera la posibilidad de alimentar la última esperanza: “esperar a Godot”. Una visa para escapar: esa es la máxima aspiración del hombre nuevo construido según los dictados del Ché Guevara

¿Qué es Corea del Norte en comparación con Corea del Sur? Un distante pariente pobre definitivamente arruinado. Una nada con una dictadura sangrienta. ¿Qué es China? Una sociedad que a mitad del camino descubrió el capitalismo y mandó las ensoñaciones de Mao al basurero. ¿Qué los países socialistas del Este europeo? Ruinas en estado de recomposición.

Visto desde esa perspectiva histórica, ¿qué es Venezuela? 160 millones de pollos podridos. Tras once años, ni un elemental y eficiente sistema de salud, de educación, de transporte público. Tuvo mil veces mil millones de dólares para construirlos. Y ni siquiera eso fue capaz de llevar a cabo. Ni luz ni agua, en eso terminó la revolución. De entre esas pirámides de pudrición se asoman los pobres que se encandilaran con sus delirios y se enfrentan a la más cruda y adversa de las realidad: ni siquiera la nada en estado puro, sino una nada podrida.

De su segundo error ni hablemos. Apurado porque sabe – sepa Dios con cuanta consciencia – que se le acabó su tiempo decide cumplir a rompe y raja con el sueño que siempre persiguió: situarse junto a Bolívar, así fueran sus huesos. Utilizando los pocos instantes de poder absoluto que aún le restan, ha descerrajado el sagrado lugar en que reposaban, los ha manoseado y ha logrado lo que desde José María Vargas ningún otro venezolano había conseguido: tocar a Bolívar. Allí terminó su hazaña: cumplir con la apuesta que en sus ardientes atardeceres de ocio en cuarteles polvorientos del interior de una patria semi abandonada se hiciera o le hiciera a algunos de sus compadres mientras vaciaba una botella de aguardiente: tocar a Bolívar.

Y aquí estamos: en medio del pantano. El mundo, que primero se asombró, luego se sorprendió, más tarde sonrió ante sus delirantes ocurrencias, hoy lo desprecia. Colombia se permite ultrajarlo. Y de paso ofendernos por permitir que eso le ocurriera precisamente a la patria de Bolívar. No tiene quién lo defienda, salvo esa quisicosa fofa, añeja y amanerada que hace de embajador ante la OEA. Y unas gritonas y destempladas funcionarias que se yerguen temblorosas desde la Asamblea Nacional, el CNE, la Fiscalía o el Tribunal Supremo para expeler sus iracundias de peluquería.

¿Sabrá el liderazgo opositor que a Chávez se le acabó su cuarto de hora? ¿Estará en consecuencia preparando las condiciones de la transición y el proyecto de Nación que espera, paciente, por nosotros? ¿Se habrán preparado moral, espiritual, intelectualmente como para acometer la dirección de un país en ruinas que debe ser reconstruido de la A a la Z? Son las preguntas que nos debemos hacer los ciudadanos. Y exigir la respuesta.

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