Opinión Nacional

Salvador Pániker

Pero yo sigo siendo el de la sardana en la plaza del pueblo…

Una ciudad es también una dirección postal, unas señas urbanas que posibilitan comunicar con exactitud, sin incertidumbres, a sí mismo y a los demás, donde se nace, se estudia, se respira, se vive, se trabaja, se hace el amor, se escribe, se procrea, se muere y quizás se resucita. Salvador Pániker así lo subraya, prolija y explayadamente, de entrada y sin tapujos, en sus intimas y enjundiosas memorias personales, en sus dietarios que recogen toda una espontaneidad reflexiva: “el ensayo de montaje de una música inconclusa”, en fin, en eso que no quiere llamar autobiografía. En el primer folio de sus pródigos y numerosos testamentos vitales, el escritor, sin anestesia, nos hace saber, directamente, a rajatabla, con severo tono de registro civil y con la autoridad de un dedo índice enhiesto e inobjetable: “Usted nació (…) en el número 36, piso tercero, puerta segunda, de una calle en la parte alta de una húmeda ciudad fundada por Amílcar Barca, y que con el tiempo habría de llamarse De Ferias y Congresos.”

Barcelona habita espiritual y físicamente en las evocaciones del escritor, su ciudad es ayer un chalet – “discreto, una torre con jardín trasero”, mañana un ático “recoleto con una gran terraza y una excelente vista”, hoy una villa, antes de ayer, en tiempos de su empresaria existencia: un ordenado y puntual espacio de oficinas, en otros momentos menos laborales y ejecutivos, un intimo apartamento en el Paseo de Gracia destinado exclusivamente a la tardía apuesta por un futuro de atareadas reflexiones y acaloradas letras: “lo alquilé para estar solo, para escribir y respirar, pensar a ratos, sentir que la ciudad palpita.”

Con mayor precisión el escritor confiesa que, a lo largo de su maleable existencia, ha conocido desemejantes Barcelonas: “la de las iglesias ardiendo al comienzo de la guerra civil, la de los años de la gran clausura, la de los estraperlistas de la postguerra, la de los inmigrantes, la de la gauche divine, la de comienzos de la democracia…Los cambios y los ciclos.”, incluyendo la del Teatro Liceo, quemado y reconstruido, que el escritor frecuentaba en su primera y más tonta juventud, “invitado a los palcos de las familias amigas, indiferente a la tramoya de Puccini y compañía:” Sin embargo, en medio del desasosiego que produce la ruidosa trepidación de la modernidad, Pániker con abrumadora honestidad admite que “la nueva Barcelona, la de los juegos olímpicos, es difícil de reconocer…”

Barcelona, la ciudad de origen de este escritor universal, siempre es, a pesar de la diversidad de locaciones físicas habitadas por Pániker, una recurrente y fiera remembranza de las múltiples mudanzas existenciales de un catalán a su manera que se ve a sí mismo, – décadas después, recuerdos luego, niño y consentido – correteando por húmedas habitaciones de alto techo en una casa sita en “Párroco Ubach número 36”; una vivienda familiar que parecía “transplantada del Eixample, con esa dignidad sobria y aburrida de la arquitectura catalana de los años veinte.”

Viene y va la temprana vida del filósofo, de su Barcelona natal al Madrid de sus estudios superiores, teniendo siempre como telón de fondo, en el más profundo recoveco de su identidad, a esa ciudad mediterránea de condales abolengos que se abre al mundo desde un puerto acogedor de multiculturales diversidades, por la que se puede pasear jubiloso, entusiasmado, gozoso, ilusionado, del brazo del primer amor. “por la diagonal o por el Paseo de Gracia a las Granjas Catalanas.” Inevitables entonces las comparaciones entre la ciudad de siempre del escritor y la advenediza, la definición por contraste, el reconocimiento de la diferencia y la aceptación de lo evidente, tal como acontece en otras latitudes de tradicional rivalidad urbana entre dos ciudades que pujan por ser la mejor , la primera, la verdadera capital. Pániker registra sus impresiones prematuras y tardías sobre la urbe del oso y del madroño: “Acostumbrado al rigor del Ensanche barcelonés, Madrid, a bocajarro, me pareció un galimatías. Al poco, sin embargo, mis comentarios fueron cambiando: del inicial desconcierto pasé a la atracción y la empatía. Entré en la gracia del bullicio populista (…) Madrid tenía, sigue teniendo, una cierta indecisión espacial, una falta de centro y simetría, un aire de cosa antigua y a la vez inacabada (…) Se puede discutir si Madrid tiene mucho que ver con España, e incluso, si España es un concepto con algún contenido estable: Pero, puestos a discutir, ningún sitio mejor que el propio Madrid.”

Barcelona es puerto, Mediterráneo, Barrio gótico, Catedral y Ramblas, sin estas últimas, multitudinarias, comerciales y bulliciosas, perdería parte sustancial de su código genético urbano. Remontar y bajar las ramblas, curiosear a solas, comentar para sí mismo o para otro, beber una caña con su correspondiente tapa, desandar el presente y anticipar el porvenir, en fin, imaginarse otra vida en medio del gentío, ha sido tarea grata y gratuita de barceloneses y turistas; el propio escritor no ha podido escapar a la seducción que producen estas calles con su permanente algarabía, Pániker rememora “Con una imaginaria música de fondo, deambulaba Ramblas abajo, entre las flores y los pájaros, para entrar por el Arco de Teatro al Barrio Chino o a la Plaza Real, donde el protagonista hipotético de una novela no menos hipotética vivía su rebelión, su deseo lujurioso de anonimato (…) Todo poblado catalán costero exige unas ramblas, un canal primitivo y populoso, tercer mundista, alegre, desembocando al mar.”

Ni siquiera la visión panorámica que se obtiene de la ciudad desde las alturas del Tididabo, desde esa atalaya mixta, natural y artificial, falsa y cierta, genuina y kitsch, Barcelona se escapa a uno de los implacables juicios del escritor, “ese urbanícola recalcitrante “, quien, en repetidas ocasiones, expresa su opinión acerca del color de la ciudad y del tono de los catalanes:

• Sobre la ciudad: Pániker es áspero en la apreciación de su ciudad y sin contemplaciones expresa su categórica opinión sobre una decolorada urbe: “…a mí Barcelona siempre me pareció gris. Quiero decir parda. Y fea. Claustrofóbica: por falta de verde, por darle la espalda al mar, por la viciada atmósfera, por la pusilanimidad de los catalanes: ¿qué fue de aquellas manzanas abiertas que proyectó Cerdá? Hasta las palomas tomaron el color de los adoquines.”
• Acerca de los catalanes: Sobre sus orígenes sanguíneos y su nacionalidad inevitable, el escritor reconoce que “mi tanto por ciento de sangre india sólo contribuía a que fuera un punto más moreno que los demás”, sin embargo, teniendo muy en cuenta esa particularidad étnica, sin reservas, confiesa que: “Yo soy un catalán con raíz remota, pero catalán al fin. Prueba de que soy catalán: no me gusta pagar impuestos, no me gustan las milicias, no me gusta el Estado.” Y más prolijo en argumentos confirma sin tapujos que: “Bien es cierto que Cataluña sigue siendo un país de gente huraña y aburrida, escasamente hospitalaria, poco tribal. Mi abuelo Alemany, cuando le preguntaban “¿cómo está usted?, contestaba: y a usted que más le da.” Los catalanes, por otra parte, no saben flirtear – en la acepción más amplia de este verbo -. A los mejores les salva su sentido irónico. Y un cierto empuje locuril. Dicho sea sin ánimo de contribuir a la maledicencia histórica, y a sabiendas de que existen fastuosas excepciones.” Comentarios semejantes, atrevidos y sin cortapisas le prodiga también el escritor a la particular burguesía catalana: endogámica, discreta, oligárquica. Sin embargo, a pesar de todo, Pániker confirma tajante, para que no quede la menor duda acerca de su reconocida condición ciudadana: “O sea que soy catalán pero no me siento catalán. Ni español. Me siento ciudadano del mundo, completamente de vuelta de cualquier nacionalismo.”

Barcelona, la ciudad por antonomasia de la gauche divine, es una inmensa editorial, un pie de imprenta, un colofón, una localidad precisa y necesaria para completar citas y referencias de interminables repertorios bibliográficos de ensayos, tesis y tesinas, en fin, en esa peculiar ciudad tipográfica Pániker decidió ser, a la vez, editor y escritor, y en especial, conquistar esta última condición que sólo pueden certificar los interminables folios impresos y una curiosa e intransferible manera de entender la vida, en especial, en los precarios momentos de agudas dificultades existenciales: “Curiosa particularidad de mi sistema defensivo: Siempre, en los momentos de crisis, me he puesto a escribir con intensidad: Siempre, ya digo, he tratado de encontrar alguna ventaja en la desventaja, sin perder el tiempo en quejas o en cantos trágicos. Siempre he sabido que lo más peligroso es el lenguaje”, y por si fuera poco, en su condición de escritor de Cataluña, para más añadiduras reconoce humilde y sin remilgos que “el catalán es una lengua recoleta y menestral, también poética, sin pizca de arrogancia, como cohibida y a la vez telúrica. El castellano, ya se sabe, arrastra multitud de improntas históricas, muchas de ellas impresentables.”

Una ciudad nunca deja de ser, es posibilidad cierta de redescubrimientos inusitados, de improviso retorno a lo inédito, confesión aceptada acerca de la notabilidad de lo evidente y siempre visto y, ahora, vuelto a ver en compañía de otros ojos, en particular los de una mujer “que no usa perfume (…) no es exactamente una mujer guapa, aunque si atractiva, con una boca sensual y algo porcina, un pelo tupidísimo que le cae por la frente, una sonrisa divina que le transfigura el rostro.” Tomado por sorpresa en sus acendradas percepciones citadinas y en sus pretéritas vivencias urbanas, Pániker consiente: “Habíamos deambulado, antes de comer, por el Portal de l’Ángel, pavimentado, por la plaza de la Catedral, Barrio Gótico, y parecía que estuviéramos en una ciudad desconocida.”

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