Opinión Nacional

Rómulo Betancourt y los partidos modernos

Rómulo Betancourt

Índice

I. Del poder de un hombre al poder de un colectivo

II. El terror de la anarquía

III. El leninista

Notas

En diversos estudios, hemos caracterizado a Rómulo Betancourt como un leninista: lo es tanto en su concepción del partido como en su proposición de transformar la sociedad de acuerdo al esquema de una revolución democrático-burguesa, la misma propuesta por la Tercera Internacional Comunista desde su segundo congreso en 1920. Pero el suyo no será un calco del modelo ruso, como sin mucha imaginación intentaron hacerlo las secciones del Comintern.

No se refiere esto a que haya «adaptado» aquel esquema a las condiciones, la situación y hasta la oportunidad venezolanas, sino que se puede señalar el origen lejano de su idea de partido (consciente e inconscientemente) en dos elementos que es prácticamente imposible que hubiesen podido estar ausentes en la formación de cualquier hombre político con pretensiones de modernidad en la época en que comenzó su carrera política y en Venezuela. Esos dos elementos son el rechazo de la personalización del poder y el temor de la anarquía, de la guerra civil. El partido leninista será entonces el molde para fraguar un nuevo pensamiento, una nueva acción y hasta podríamos decir una nueva situación, tal y como para Pablo de Tarso, el Imperio Romano era el molde que mejor se adaptaba a sus pretensiones de universalidad (de «catolicidad»), para el cristianismo.

Para demostrar estas proposiciones, dividiremos esta exposición en tres partes: en la primera trataremos el tema de la despersonalización de la política y del poder en el Betancourt de los primeros años (imitando a Eco, podríamos hablar del «Ur-Betancourt») ; en la segunda, el viejo miedo venezolano de la anarquía; y finalmente, el cauce donde se integra, se completa y crece el pensamiento y la acción betancurianos: el partido leninista.

I. Del poder de un hombre al poder de un colectivo

En enero de 1928, un joven estudiante de la Universidad Central de Venezuela escribió un artículo que luego guardó entre sus papeles para publicarlo treinta años más tarde 1 . Al someter ese texto a una crítica interna, aparte de la innegada honestidad intelectual de su autor, Joaquín Gabaldón Márquez, muchas razones conducen a afirmar que no fue objeto de manipulación o interpolación posteriores.

Las ideas expuestas en ese escrito son las mismas que el autor y su grupo coetáneo manejaban con frecuencia y en ocasiones públicamente en la época. Es más, el solo título del trabajo, «La lucha de las generaciones en 1928» anunciaba un estudio de caso, basado en una propuesta metodológica aceptada por el autor y acaso también por los eventuales lectores.

Esto se evidenciaba a su lectura misma: sobre el joven autor venezolano había influido de manera inoculta el libro de José Ortega y Gasset, El Tema de Nuestro Tiempo, publicado en 1923. Hay párrafos donde se repiten sus ideas de tal forma que se hace difícil pensar en coincidencia simple. Cuando Galbaldón escribe que todas las generaciones … «en un conjunto indivisible, armónico, constitutivo de la unidad social en el tiempo, serán la manifestación de un mismo fenómeno, de una idéntica razón de ser, de una misma finalidad ulterior», no hace más que glosar lo escrito cinco años antes por Ortega: «Una generación» … «es como un nuevo cuerpo social íntegro, con su minoría selecta y su muchedumbre, que ha sido lanzado sobre el ámbito de la existencia con una trayectoria vital determinada».

En la comparación de ambos ensayos podría verse el ejemplo de las bisoñerías de un escritor primerizo, aunado a la influencia aplastante de un gran maestro, conocido y reconocido en todas partes. Eso no es así, porque con todo y lo visible de esa influencia, el artículo del estudiante venezolano es mucho más interesante, y sobre todo, históricamente más importante que el de ese escritor peninsular .

Como sea, un texto tan vacuo es recibido y copiado por manos juveniles con la unción con que de padre a hijo se transmitían los rollos de la Tora. O mejor (porque ese fue el símil empleado entonces por el propio Gabaldón) como el Corán dictado por el Todopoderoso. Mucho más, esos muchachos venezolanos de 1928 lo convierten en guía de su propia acción. Y armados con él entran en la historia venezolana para influir en su desarrollo como sólo lo habían hecho antes los fundadores de la República.

Poco importa entonces si Ortega tenía o no razón al exponer tan bonitamente sus truismos. Importa en cambio saber que alguien lo tomó en serio, y al ponerle de padrino a su propia acción sobre la realidad, le confirió categoría histórica. De no ser así, podía quizás haberse quedado en pura ocurrencia académica.

En un ensayo nuestro hemos afirmado que en el siglo XX venezolano sólo ha existido una «generación» que merezca ese nombre, y es la del 28: las demás son rutinarios e ineludibles productos biológicos. Y eso es así porque la del 28 tuvo no sólo conciencia de ser una generación, sino la voluntad de serlo.

Y no como producto, resultado o racionalización de sus actos, sino como proyecto (y hasta programa) previo a la acción, tal como lo demuestra ese texto escrito antes de la Semana del Estudiante. Pero además, porque el grupo mantuvo no sólo una prolongada continuidad en su acción política, sino incluso una cierta coherencia doctrinal que no excluía la divergencia, a veces encrespada. Y finalmente porque quienes la han seguido cronológicamente, se han cobijado bajo su sombra o se han rebelado contra ella como hijos sumisos o rebeldes, pero hijos que no encuentran manera de hacerse su propio nombre.

Los jóvenes que insurgen en 1928 no solamente contra la tiranía, sino con la voluntad de constituirse en un nuevo país, comienzan por llamarse a sí mismos «Generación» . Aunque lo hayan tomado de Ortega, esto tiene mucho menos importancia que el sentido dado entonces a la escogencia de ese nombre: el de despersonalizar su acción. Adoptarlo significó romper el círculo vicioso donde encerraba al país la oposición tradicional entre gomecistas y antigomecistas: para liberarse del tirano, era necesario un anti-tirano, el cual al llegar al poder se volvería tirano, para echar al cual se necesitaría un anti-tirano, el cual etc.

De modo que lo de «Generación» no significó en realidad esa sucesión biológica o cronológica que el término contiene, sino una forma de designar una voluntad colectiva, que se buscaba oponer a la egomanía de tiranos y anti-tiranos. Esa preocupación por fundirse en la masa, por representar y representarse como una voluntad colectiva sólo se explica en una sociedad que había visto hundirse una república ensangrentada en el pantano del personalismo, y ser sustituida por una tiranía también personal.

A la antigua forma de hacer política, resumida si no encarnada en un yo, la «Generación del 28» va a oponer entonces la suya, cuyo pronombre es nosotros. En aquella designación está contenido el primer enfrentamiento del nuevo y emergente grupo al viejo y dominante, y hace éste del 28 diferente de los movimientos civiles que han tenido lugar desde 1903. La palabra «generación» es, pues, producto histórico y no historiográfico; una creación de los propios implicados, y no una racionalización ex post facto de sus exégetas 2 , como eso de «Edad Media» o «Revolución Francesa».

Desde el inicio, y sobre todo cuando el movimiento comienza a tomar caracteres políticos, los jóvenes se resisten a ponerlo bajo la advocación de un liderazgo personal. Y son ellos mismos desde entonces, y no sus historiadores, quienes llamaron al grupo «Generación del 28″. En el primer intento de interpretar los acontecimientos, fresco todavía su recuerdo a muy pocos meses de haberse sucedido, dos jóvenes estudiantes, Rómulo Betancourt y Miguel Otero Silva, se refieren a la pedrada con la cual Guillermo Prince Lara destruyó una placa alusiva al tirano en las paredes de la Universidad Central, como …»el primer chispazo, tímido por augural, de la gran llamarada en que se envolvería pronto una generación que a golpes de gestos se está logrando un sitio en la memoria de los hombres» 3 . Como para que se entienda que no se trata de una frase aislada, insisten al rebatir aquellas declaraciones de Gómez a El Nuevo Diario donde se presenta como un padre severo. «La actitud ‘absurda e irrespetuosa’ –dicen en su respuesta– no ha sido asumida por un grupo […] Ha sido asumida por una generación íntegra» 4.

Esa voluntad impersonal la ratifican en la práctica con la entrega en masa de los estudiantes a la policía y la adopción de un símbolo, como ellos mismos lo dijeron entonces, «despojado de toda corporeidad»: la boina azul.

Tal actitud llega a tomar una forma conmovedora en Gonzalo Carnevali quien actúa en consecuencia con esa idea de borrar todo mérito personal para exaltar la gloria colectiva, al describir lo sucedido a un periodista de Barranquilla. Un periódico clandestino de Caracas llama a eso «una bella página» porque …»en un tono discreto, casi sin aludir a sus propias torturas, narra todo el dolor de Venezuela».

Evadir el recuento de sus propias torturas, de las sufridas por su hermano, y de la muerte de su padre en medio de horribles sufrimientos carcelarios es una admirable actitud de modestia, de retenue , pero es también una actitud política. Por una parte, esas denuncias eran el tema casi único de la oposición tradicional a Gómez, denuncia que pocos meses después, Rómulo Betancourt estará señalando en Costa Rica como una actitud que «se trascendió». Y por otra parte, es, una vez más, desdeñar lo individual así sea tan doloroso, para poner el acento en lo colectivo.

II. El terror de la anarquía

Desde 1903, Venezuela ha cancelado el sengriento ciclo de las guerras civiles. La «hidra de la guerra» como la llamaba la prosa ramplona de la época parecía haberse saciado, ahita de sangre. Pero en el subconsciente venezolano quedó para siempre grabado, presto para salir a cada rato a la superficie consciente, el recuerdo del viejo terror de lo que Vallenilla Lanz llamaba «nuestras frecuentes matazones» 5 republicanas.

Betancourt no puede ser ajeno a esa inquietud. Su pensamiento al respecto no saldrá completamente armado de su cerebro, sino que pasará por el tamiz de algunos pecadillos veniales de leso anti-caudillismo. En los primeros meses de su exilio, buscará el cobijo de las viejas banderas o mejor, de los viejos personalismos. Es más, su primera correspondencia en esos años habla mucho de fusiles buscados o poseídos, y de dineros o su necesidad, para hacerse de armas 6 .Su más estrecha relación en 1929 no será con sus amigos de generación, sino con el viejo guerrillero Simón Betancourt.

Se embarca entonces, para apoyar a Delgado Chalbaud, en la aventura de la Giselle un barco que debía salir de Santo Domingo para unirse a los revolucionarios del Falke, o sea, para unirse al antiguo gomecista Román Delgado Chalbaud 7. Pero la embarcación hace agua apenas se separa de la costa. Adiós al sueño de un «general Betancourt».

En general, todo fracaso está acompañado de una reflexión sobre sus causas y, podría esperarse, de una autocrítica. Betancourt va a ser testigo de algo que lo terminará asqueando: no hay la menor intención autocrítica en los viejos caudillos venezolanos, sino una gran capacidad para el autobombo y la descalificación de sus pares, y sobre todo una desoladora impotencia para actuar y ni siquiera para pensar en Venezuela.

Para Betancourt, el año 29 con las tres «revoluciones» que vence Gómez tan fácilmente va a significar una lección acaso tan importante como la del año precedente. Es el agotamiento del viejo caudillismo, y peor que eso, el ridículo de sus acciones, el vacío de su discurso, la pequeñez de sus reyertas.

Pero hay sobre todo una lección que de una manera u otra tiene que impresionarlo, tanto ella es evidente: el pueblo venezolano puede detestar al régimen gomecista, pero antes y por sobre todo detesta la guerra civil.

Junto con sus lecturas marxistas, al llegar a Costa Rica , lo dijo muchas veces, Betancourt dedicará su escaso tiempo libre a leerse la aburridísima y gigantesca Historia contemporánea de Venezuela de Francisco González Guinán. Recorrer esas páginas es darse cuenta de por qué el pueblo venezolano prefiere la tiranía a la anarquía, el despotismo a la guerra. Y se acentúa la relevancia del movimiento del 28 para el grupo de jóvenes que se rebeló en la calle y no en los campamentos, y más allá de ellos, para la historia del país..

Eso entre otras cosas, lo llevará a él como a un grupo de sus jóvenes compañeros a pensar en un movimiento civil, que no dependa de la voluntad de un caudillo. No es una agrupación pacífica y mucho menos pacifista: de hecho, en esos años, Betancourt es solicitado por diversos revolucionarios y su posición es dubitativa y oscilante: llega a pensar en unirse a quienes él mismo llama «caracortadas» .

Pero será después de su regreso a Venezuela que Betancourt encontrará en la práctica la demostración de que la anarquía no es necesariamente la contrapartida de la tiranía: el 14 de febrero. Eso no es todo: la diferencia entre el triunfo de esta fecha y el fracaso de la huelga de junio, casi está gritando a los líderes populares que no se puede cabalgar eternamente sobre una emoción, que esa emoción debe prolongarse en una organización. Aquí se puede decir que Betancourt aprende la lección de la calle, y en dos sentidos.

Primero ha tenido la demostración práctica de que el país no está dispuesto a regresar al viejo dilema: o tiranía o guerra civil, que el pueblo detesta a ambos extremos por igual. Segundo, que se puede ser a la vez pacífico y eficaz: los manifestantes del 14 de febrero no dispararon un solo tiro y sin embargo, en un día, lograron mucho más de lo que habían intentado alcanzar los caudillos en tres décadas de irrisorios fracasos.

Pero de todas formas, aquello fue un momento, y una emoción. Nada decía que esa actitud pudiese durar, y que no la arrastrase una dinámica violenta, un pueblo que se saliese de su cauce para derivar en la anarquía.

Betancourt se plantea desde entonces una oposición simple: quien contenía al pueblo en la época de las guerras civiles era el tirano. Quien puede encauzarlo y sustituir aquél en nuestra época, es el partido político. No en vano Antonio Gramsci hablaba del partido político como «el Príncipe de los tiempos modernos». El partido político será la suma de aquellas experiencias históricas: será a la vez la encarnación misma de la despersonalización del poder; y el dique contra la anarquía.

Es sobre esa base que Betancourt encontrará el instrumento que mejor combine la voluntad de participación popular y la centralización necesaria para contener las pulsiones centrífugas tan vivaces en Venezuela. El mejor modelo posible, hasta ese momento el más exitoso y revolucionario, es el modelo leninista.

Será profundamente influido por él, pero lo hubiera sido mucho menos si no existiesen en Venezuela la situación de un inacabable personalismo y el terror de la guerra civil. Es sobre un terreno regado con por esos dos afluentes que Betancourt va a recibir la siembra del leninismo. A ver cómo lo acoge y lo adapta Betancourt está dedicada la tercera parte de esta disertación.

III. El leninista 8

El leninismo comienza a interesar a Betancourt en una fecha tan temprana como 1929; adhiere fugazmente al partido de la emigración que más se parece a un partido leninista: el Partido Revolucionario Venezolano de Emilio Arévalo Cedeño, Carlos León, Gustavo Machado y Salvador de la Plaza. Su relación será corta y tormentosa. Betancourt romperá al poco tiempo con los nonatos comunistas venezolanos de Curazao, pero no tiene mucho inconveniente en ingresar al partido de sus camaradas costarricenses. Es mentira que éste no sea un partido comunista; y que la militancia de Rómulo Betancourt haya sido la de un simpatizante extranjero.

Él será en Costa Rica un militante a tiempo completo. No se trata, pues, de simple «calistenia marxista»: Betancourt se transformará de hecho en el jefe del partido. Con la misma capacidad de trabajo que mostrará toda su vida, dirige las reuniones del Buró Político, escribe diariamente los editoriales del órgano partidista Trabajo, da clases en la Universidad Popular.

Desde Costa Rica escribirá dos de sus textos más importantes de esa época (32-35), una carta a Mariano Picón Salas donde se declara demasiado realista «para importar el socialismo marxista con el mismo criterio servil y colonialista de los abuelos del año 10, cuando trasplantaban a América las constituciones jacobinas, sin previamente adaptarlas a nuestra realidad, distinta de la europea» .

En la otra carta, dirigida a sus «hermanitos» de Barranquilla, se declara ya dispuesto, si la cohabitación con los leninistas se hace imposible, a constituir «al margen de la III [Internacional Comunista], un partido revolucionario» […] «aspirando a capturar el poder político para desarrollar desde él un programa mínimo revolucionario».

Con todo, quizás lo más importante sea una lección aprendida entonces, y que Betancourt no olvidará jamás: el leninismo no es tanto un proyecto de transformación de la sociedad como una técnica para la conquista y la conservación del poder: un maquiavelismo del siglo veinte. Al mismo tiempo que se comporta en Costa Rica como «un comunista y no de la frase», continúa su polémica con los «camaradas» venezolanos.

No se trata de una brumosa discusión principista, poco probable entre maquiavelianos: entre la gente de la Tercera Internacional, la cual suele dar desarmantes virajes tácticos, y un hombre más dado a discutir realidades concretas que especulaciones abstractas. Betancourt, al revés de Haya de la Torre, tiene una cabeza más política que filosófica.

Se trata entonces mucho menos de una controversia teórica que de mantener compactado a su pequeño grupo «barranquillero». Por mucha y muy fructífera actividad que despliegue en el interior del Partido Comunista de Costa Rica, en ese país Betancourt será siempre un extranjero. El grupo ARDI, en cambio, es su inversión a futuro. Procura tenerlo en mano, a través de una correspondencia prolífica y sobre todo, de una polémica con los comunistas venezolanos destinada a impedir que éstos los atraigan con el brillo de la Revolución Rusa, para hacerlos consumirse como colas del león revolucionario leninista. En la intimidad de ARDI, Rómulo Betancourt sigue siendo cabeza de ratón. Esta doble condición le será reprochada más tarde como doble cara, y contribuirá a complicarle a los estudiosos su biografía.

En todo caso, nadar entre esas dos aguas no significa para él la práctica de una política sin principios. Su primera y tal vez única publicación de carácter teórico, Con quién estamos y contra quién estamos, será el producto de sus lecturas y de su miltancia leninistas, y de la necesidad de dar a su grupo un cuerpo de doctrina que vaya más allá del Plan escrito en Barranquilla.

Muy en lo que siempre será su estilo, intenta matar dos pájaros de un tiro: el pretexto para escribir este folleto será una refutación de los conceptos emitidos en Venezuela Futura. Sus redactores pretendían hacer de la lucha contra el gomecismo una simple oposición regionalista: al desembarazarse de los andinos, todo estaría resuelto. El problema no es ese, replica Betancourt en su folleto, sino que …»en Venezuela existe la tiranía — forma agudizada de la dictadura — de una clase, y no de un hombre o una región». En esa tiranía, el poder real es de…»la clase terrateniente, industrial, mercantil — capitalista, en una palabra–, ejercida, sobre las grandes masas productoras de la nación, con la colaboración de Gómez y su taifa de compinches y familiares» 9.

Para un marxista ortodoxo, la fórmula luce confusa, con eso de incluir en una sola a tres clases distintas. Pero en lo de «taifa» ya está instalado por siempre jamás su inconfundible estilo. También se habituará Betancourt en Costa Rica a vivir clandestinamente, lo cual le será muy útil entre 1937 y 1940. El gobierno decreta su expulsión. No se sabe que admirar más: si la habilidad de Betancourt para escaparse o la incapacidad de la policía para ponerle la mano en aquel país tan pequeño.

El 17 de diciembre de 1935 muere Juan Vicente Gómez, y en los primeros días de enero, Betancourt salta en un barco frutero y regresa a Venezuela. Los próximos diez años van a convertir al frustrado estudiante de Derecho, en un dirigente político a tiempo completo (el «revolucionario profesional» de los leninistas), y en una figura nacional. Sus comienzos son modestos. Esto, que podría ser una perogrullada en el caso de un líder que da sus primeros pasos, no lo es por dos razones. La primera, porque el país está ansioso por conocer a los nuevos líderes y sus ideas no menos nuevas . Dos, porque esa modestia nada tiene de caracterial, sino que proviene de un cálculo político: su debilidad le aconseja andarse con pies de plomo.

De todas formas, por muy curioso que se muestre el público, la atención de la prensa se vuelca inicialmente hacia los emigrados más viejos, con algún curriculum vitae político. Y cuando deja de mirar aquellos y se torna hacia éstos, el centro de sus miradas es Jóvito Villalba, un extraordinario orador nimbado con el halo del martirio: seis años soportando grillos en una cárcel gomecista. Pero además, para quien quiere disfrutar de la legalidad a fin de exponer sus ideas y crear un partido, trae un fardo muy pesado: su militancia comunista en Costa Rica. El Inciso VI del artículo 32 de la Constitución prohibe propagar esa doctrina.

Después del 14 de febrero comienza a destacarse Rómulo Betancourt, a hacerle sombra a su rival y amigo Jóvito Villalba. Es, como éste, un apasionado tribuno popular. Aunque tiene frente a él la desventaja de una voz atiplada, chillona, la compensa con sus inolvidables latiguillos y su envidiable memoria para las cifras, que le permiten hablar de economía en un país que desconoce esa disciplina. Sobre todo, le lleva cuarenta codos de ventaja a Villalba en dos aspectos fundamentales para quienes quieren ser fundadores de partido: es un periodista de prosa también desconcertante; y tiene una inmensa capacidad de organización.

Ella le va a permitir apoderarse de ORVE, una organización fundada en Caracas por dos brillantes intelectuales, Mariano Picón Salas y Alberto Adriani, tan duchos en andarse por las bibliotecas como bisoños en hacerlo por las calles. Cuando decidan ambos ingresar al gobierno, Adriani (quien morirá al poco tiempo) como ministro y Picón Salas como embajador en Praga, Betancourt y su infaltable alter ego, el silencioso Raúl Leoni, se quedan con el partido. El cual por lo demás, suele rechazar que sea uno: no es tal, dice, sino «un movimiento que camina».

No es eso solamente: la «modestia» arriba señalada se combina con una paulatina moderación en su lenguaje y en su acción. Betancourt se aleja del revolucionarismo marxista y se encamina hacia el reformismo social-demócrata. Todavía será largo el trecho a recorrer, sobre todo porque entre una cosa y otra se interpone el leninismo, cuya definición de la sociedad («semi-colonial y semi-feudal») y de su revolución necesaria («democrático burguesa») ; y cuyo esquema de organización, no abandonará tan fácilmente.

Por lo demás, las cosas están muy confusas todavía. Los comunistas han dado la vuelta desde el extremismo revolucionario a la moderación burguesa, y el mundo vive la era de los «frentes populares».

Es la hora de la amalgama, no de la diferenciación. En las jóvenes organizaciones populares, conscientes de su debilidad, la presión unitaria es demasiado fuerte. Y por su parte, el gobierno ha comenzado a aprovecharse de esa indiferenciación, para acusar a todos los partidos opositores de «comunistas».

Después del relativo fracaso de una huelga general contra el gobierno en junio de 1936, la ORVE de Rómulo Betancourt y Raúl Leoni, el PRP de los futuros comunistas, la FEV de Jóvito Villalba, deciden fusionarse en un partido que tendrá a Jóvito Villalba como secretario general, a Rómulo Betancourt como secretario de organización y a Rodolfo Quintero como secretario del trabajo. Pero ese primer «Partido Democrático Nacional» no será legalizado: para el gobierno, es apenas una máscara de los satánicos comunistas. En marzo de 1937 atrapa 47 dirigentes «comunistas» (entre ellos a Jóvito Villalba) y los envía al exilio a bordo del buque francés Flandre. Rómulo Betancourt no está entre ellos: se escapa de la policía y pasa a la clandestinidad. Aquí comienza su leyenda: él mismo contará que alguna vez debió responder al fuego de sus perseguidores; y un periódico jura que dejó la mitad de una oreja en feroz combate con la policía.

La verdad es menos sensacional pero más importante. Primero, queda en sus manos la organización. Es una jaquetonería llamar, a aquel insignificante puñado de militantes bisoños y asustados, un «partido»: Rómulo se dará a la tarea de convertirlo en tal. Dos, en agosto de 1937 los comunistas montan tienda aparte al fundar la Sección Venezolana de la Internacional Comunista. Betancourt volverá a quedarse así con su antiguo núcleo de Barranquilla, ligeramente ampliado: es lo que él llamará más tarde «deslinde de ideologías».

Tres, si bien en 1937 Jóvito Villalba regresa para encargarse de la secretaría general del partido, los dos líderes no logran entenderse y Betancourt se quedará con la pequeña organización clandestina. Cuatro, el diario Ahora le abre sus páginas para que escriba una columna sobre economía y finanzas: dos mil cuartillas en tres años. Aparte de volverse así el primer político venezolano en escribir de esos temas con criterio de especialista, su aproximación a un tema tan poco proclive al tratamiento mitinesco ha acentuado su moderación.

A eso contribuye el deseo el deseo de no ser confundido con los comunistas, pero sobre todo, de ser percibido como un político responsable y realista, no un simple repetidor de fórmulas librescas.

A finales de 1939, formado ya un grupo fiel a su liderazgo, decide entregarse a la policía para cumplir como sus otros compañeros expulsados en 1937 con la pena de un año de destierro y regresar de tal manera a la legalidad. Pero no será él quien imponga las condiciones (entre ellas la de una entrevista con el Presidente López Contreras, a lo cual éste ni siquiera responderá) porque la policía le echará finalmente mano en la mañana del 30 de octubre y lo enviará a Chile a bordo del Orazio.

En el ínterin, se ha producido el pacto germano-soviético. Junto con la guerra ruso-finesa, aislará por dos años a los comunistas, haciendo que no se tengan en la izquierda muchos complejos para adversarlos. Betancourt se inspira en el ejemplo del Partido Socialista chileno para ahondar su propio deslinde con la Tercera Internacional. En Santiago publica Problemas Venezolanos, una selección de sus crónicas económicas. En un discurso ante el Congreso del Partido Socialista, Betancourt tiende la mano a López Contreras, pese, dice, a estar «viviendo en Chile, por resolución del Gobierno de Venezuela, su segundo exilio».

A su regreso a Venezuela, el reconocimiento de su liderazgo se manifiesta en la solidaridad popular que recibe cuando debe enterrar al viejo Luis Betancourt. Adopta entonces esos días un deliberado low profile, y se dedica a poner en orden la casa, o sea el partido. Encuentra a sus compañeros empeñados en una búsqueda que después se hará tradicional en la izquierda venezolana: un hombre inodoro, incoloro e insípido y con vocación suicida. Todo eso, para que se oponga simbólicamente al candidato presidencial del Gobierno.

Betancourt cuestiona enérgicamente la timidez de sus compañeros y los convence de la necesidad de un golpe de audacia: lanzar a un hombre suficientemente célebre y admirado en el país y el continente, aunque sin historial político, aparte de un fugaz paso por el Ministerio de Instrucción Pública. El «retrato hablado» apuntaba al nombre de Rómulo Gallegos, quien acepta ir al sacrificio en 1941. Betancourt ha logrado su objetivo: ponerse él mismo y a sus secuaces en la calle, en la legalidad. Pocos meses después de la toma de posesión del Presidente Medina, el 13 de septiembre de 1941, el batallador dirigente puede presentar en público su partido. Le ha cortado hasta la cutícula todas las uñas marxistas; ha evitado, incluso, llamarlo partido: será «Acción Democrática».

Y como si fuera poco, evita aparecer demasiado él mismo: aunque sea un secreto de Polichinela quién está al gobernalle, el mascarón de proa seguirá siendo Rómulo Gallegos, flanqueado esta vez por otro escritor popularísimo dentro y fuera de Venezuela: el poeta Andrés Eloy Blanco.

Betancourt se ha alejado, y prácticamente desembarazado, del marxismo, pero ni entonces ni nunca se desprenderá del leninismo. Aunque no lo diga así, la transformación que quiere para Venezuela se parece como una gota de agua a la «revolución democrático-burguesa». Esta fue la fórmula propuesta desde el Segundo Congreso de la Internacional Comunista por Lenin y Roy. La única diferencia radica en que para los leninistas, esa es una fórmula que no deja de ser peyorativa, y es una etapa de transición cuya duración, mientras más corta, mejor. En sus no demasiado frecuentes paseos por los terrenos de la abstracción teórica, Betancourt también la considera una etapa de transición, pero sin precisar demasiado hacia dónde. Y ni la desprecia, ni le augura una vida corta.

Pero donde será más adamantinamente leninista es el terreno de la organización, y en el de la aproximación al poder. Entre ambos casos, se pueden señalar cinco campos donde seguirá paso a paso las enseñanzas del revolucionario ruso.

Uno, la concepción inicial del partido como élite, como vanguardia, si quiere llegar a comandar masas. El partido leninista se propone como la vanguardia de la clase obrera. Es decir, la vanguardia de una vanguardia. Sin pronunciarse sobre el fondo del asunto (Lenin mismo era un intelectual de origen petit-bourgeois), Betancourt siempre ha pensado, y escrito, que en Venezuela eso equivale a cero, porque donde no existe desarrollo industrial, no puede existir tampoco un proletariado industrial. En tales condiciones, el suyo no será entonces un partido de clase, sino de clases: el plural no sólo amplía el concepto de clase trabajadora para que quepa en ella el campesinado mayoritario y las clases medias urbanas, sino que incluye a la burguesía, y propone una alianza.

Dos, la formación de un partido nacional, y no solamente de la capital o de las ciudades más grandes. Betancourt lanza una consigna aparentemente dirigida al interior de «Acción Democrática»: no dejar un sólo municipio del país sin su organización de partido.

Y pone manos a la obra: en los próximos cuatro años recorrerá todo el país tejiendo con paciencia de araña su red organizativa. Eso le permitirá conocer palmo a palmo la geografía y las gentes de un país del cual hasta entonces había tenido, con todo y ser el suyo, una noción libresca. El resultado es que tal vez sea el primer hombre político venezolano que, todavía en la oposición, una gran cantidad, si no la mayoría, de los venezolanos haya visto y tratado personalmente.

Tres, la publicación de un periódico que sea a la vez «un agitador y un organizador colectivo». En 1944, Betancourt lanza a la calle el diario El País. No es una maravilla en cuanto a sus aspectos técnicos, pero es suyo. Desde su primera página, calzando un editorial con el cliché de su firma auténtica, Betancourt dispara a diario sus andanadas contra los adversarios de su partido.

Cuatro: Betancourt, como Lenin, tiene una idea militar de la organización. Por mucho que acepte la discusión, y rechace los modos del caudillo inapelable, en el fondo admira la eficacia del ejército. Es así como será intratable, hasta el último soplo, en un férreo principio del verticalismo leninista: el partido no acepta corrientes internas.

Cinco: La otra enseñanza leninista es la forma de aproximación al poder. En verdad, ella es maquiaveliana . Se trata de estar atento, siempre despierto, siempre dispuesto a atrapar la ocasión que la Fortuna presente. Y ella se le aparece a Betancourt un mes después de que la Segunda Guerra Mundial ha terminado, vistiendo ropa de soldado: un grupo de militares jóvenes lo invitan a participar en una conspiración. El resto ya se sabe: el 18 de octubre es una de las fechas inolvidables y polémicas del siglo veinte.

Notas

1. Joaquín Gabaldón Márquez, Memoria y cuento de la generación del 28. Caracas-Buenos Aires: Imprenta López, 1958, pp. 163-165.

2. En algún texto de la época, Pocaterra habla de aquellos jóvenes como de «una generación predestinada». Pero aquí, lo original suyo es el adjetivo, no el sustantivo.

3. Rómulo Betancourt y Miguel Otero Silva, «En las huellas de la pezuña». Santo Domingo: 1929 en La oposición a la dictadura gomecista. Colección Pensamiento Político del siglo XX. Caracas: Congreso de la República, t. V, vol. I, p. 467.

4. Ibidem, pp. 538-539.

5. Laureano Vallenilla Lanz, Cesarismo democrático y otros textos. Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1991, p. 19.

6. Archivo de Rómulo Betancourt. Caracas: Ex-libris, 1988, pp. 50-54.

7. Rómulo Betancourt, Venezuela: política y petróleo. México: Fondo de Cultura Económica, 1956, pp. 785-786.

8. Esta parte resume y glosa una parte de mi ensayo introductorio a la antología de Rómulo Betancourt, Leninismo, revolución y reforma. México: Fondo de Cultura Económica, 1998.

9. Rómulo Betancourt, «Con quién estamos y contra quién estamos». El comienzo del debate socialista. Caracas: Congreso de la República, t. VI, vol. II, pp. 13-14.


Otros textos de Manuel Caballero:
Discurso de Rómulo Betancourt en la fundación de Acción Democrática

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