Opinión Nacional

Rómulo Betancourt y la década de los sesenta

El siguiente texto fue leído en la
Cátedra de Honor del Rectorado
de la Universidad Católica Andrés Bello,
el martes 25 de marzo de 2008

El 18 de octubre de 1945 ocurrió uno de los hechos más lamentables de la historia venezolana. El derrocamiento del general Isaías Medina Angarita es comparable con la de José María Vargas por Pedro Carujo en 1835, afortunadamente frustrada, o con el llamado “asesinato del Congreso”, el 24 de enero de 1848. Con el gobierno de Medina Angarita se fue acentuando la transición postgomecista, iniciada en 1936 por el general Eleazar López Contreras. Aunque el de este no puede catalogarse como un gobierno genuinamente democrático, no puede negársele al astuto general el mérito de haber sucedido a Gómez sin buscar perpetuarse en el poder, liquidando, de paso, las pretensiones de los más tenebrosos aspirantes a delfines del fallecido dictador, y propiciando, como primerísima medida, la disminución del período presidencial de siete años a cinco. También debe anotarse a su favor cierta apertura democrática, aunque tímida, de gran importancia.

Con Medina se inicia un proceso de evolución democrática, que, aunque demasiado cauteloso, tenía que irse acentuando a medida que se fuesen sucediendo gobiernos progresistas. Este proceso se vería favorecido por la derrota del nazi-fascismo en la Segunda Guerra Mundial, en la cual la alianza de las llamadas democracias occidentales con la Unión Soviética había propiciado una liberalización de los gobiernos latinoamericanos y una cierta colaboración entre los sectores de izquierda y los de una derecha tolerante y tolerable.

La participación civil en el golpe militar contra Medina tuvo causas y efectos muy importantes. Los militares golpistas buscaron la colaboración del pequeño pero muy activo partido Acción Democrática a través de Rómulo Betancourt, con un calculado propósito de disfrazar el verdadero carácter militarista y dictatorial que se incubaba en el sector más ambicioso, representado por Marcos Pérez Jiménez, quien, ladinamente, mantenía un bajo perfil. Betancourt había creado Acción Democrática a raíz de la muerte de Juan Vicente Gómez. Este partido fue, sin duda, una de las más grandes obras políticas de Betancourt, que comprendió desde temprano la importancia de los partidos en la brega por la democracia, y en el posterior ejercicio de esta.

La jugada les resultó perfecta. Betancourt, pese a su sagacidad política, cayó en la trampa, y su papel se redujo a lo que ellos querían: a servirles de coartada para simular un carácter democrático en el movimiento, de suerte que una vez consolidado el nuevo régimen, pudiesen desmarcarse del sector civil e instaurar abiertamente una dictadura de corte militarista. Tal como ocurrió a partir del derrocamiento de Gallegos, el 24 de noviembre de 1948. Fue tan eficaz la táctica de Pérez Jiménez y sus más cercanos seguidores, que para el golpe contra Gallegos no necesitaron colaboración civil, que mas bien les hubiese estorbado, y el gobierno cayó sin pena ni gloria, sin que se disparase un tiro y sin que se moviese un dedo para defenderlo.

Desde el principio se quiso justificar el derrocamiento de Medina atribuyéndole un carácter revolucionario que nunca tuvo. Llamarlo Revolución de Octubre es una de las más grotescas manipulaciones que se han hecho con el lenguaje en la historia venezolana. Ese presunto carácter revolucionario se sigue pregonando, por el solo hecho de haber instaurado el sufragio universal, directo y secreto para elegir al presidente de la república y los demás funcionarios de elección popular. Esto es cierto, y el más grave error de Medina fue no haberse adelantado y propiciado desde la presidencia la reforma constitucional para establecerlo. A ello él estaba dispuesto, pero no se atrevió a dar el trascendental paso, convencido, sin embargo, de que en poco tiempo se iba a llegar a ello. Lo que hizo, pues, la fementida Revolución de Octubre fue adelantarse a lo que inexorablemente iba a ocurrir a la vuelta de poco tiempo.

Igualmente en el lapso que va del derrocamiento de Medina al de Gallegos hubo algunos logros importantes, en áreas como la educación, la salud y el manejo de la riqueza petrolera. Sin embargo, en este último aspecto los gobiernos de Betancourt y de Gallegos se conformaron con algunas discretas reformas fiscales, pero no se atrevieron a tomar una medida que sí hubiese sido verdaderamente revolucionaria, la nacionalización de la industria petrolera, tal como años antes lo había hecho México bajo el gobierno del general Lázaro Cárdenas. Aunque quizás entonces no había en nuestro país las condiciones necesarias para una medida de tal envergadura.

Aquellos logros fueron encomiables, por supuesto, pero nada que compensase el daño que se hizo al cortar bruscamente el proceso de democratización que estaba en marcha. Esto sin contar los tremendos males que trajo al país la dictadura militar de Pérez Jiménez, que había sido, en realidad, el verdadero propósito del derrocamiento de Medina.

El gobierno de Rómulo Betancourt durante el trienio de la Junta Revolucionaria de Gobierno, por él presidida, fue evidentemente democrático. En ese lapso se dictó una nueva constitución, que significó un avance político indiscutible, no obstante que había sido dictada por una Constituyente con una aplastante mayoría de diputados accióndemocratistas, en virtud de su abrumadora votación en las elecciones de dicha Constituyente en 1946. En la Constitución se estableció, como ya se dijo, por primera vez en la historia venezolana el sufragio universal, directo y secreto, reconociendo el voto a los mayores de 18 años, a las mujeres y a los analfabetos. Por otra parte, la lucha política en todos los niveles determinó el fortalecimiento de los partidos preexistentes al 18 de octubre, concretamente Acción Democrática y el Partido Comunista –este gozaba por primera vez de vida legal, después de quince años de existencia clandestina–, y motivó la creación de otros, como Unión Republicana Democrática (URD) y el Comité de organización política electoral independiente (COPEI), inicialmente un partido de extrema derecha, que luego dio paso en su seno a la ideología socialcristiana.

En la práctica fue amplio el ejercicio de los derechos humanos, y los medios de comunicación, todavía muy poco desarrollados, gozaron de amplia libertad, si bien con casos, no por aislados menos graves, de abusos y atropellos contra la libertad de expresión. También se mantuvo el principio de separación e independencia de los poderes, aunque la mayoría abrumadora obtenida por Acción Democrática en las elecciones de 1947 determinó que el Congreso Nacional estuviese demasiado apegado a las políticas oficiales durante los escasos nueve meses que duró el gobierno de Gallegos, pero en su seno los diputados de oposición tuvieron una amplia libertad, como la habían tenido también los escasísimos diputados de oposición en la Asamblea Nacional Constituyente. En cuanto al Poder Judicial, fue asimismo bastante independiente de los otros poderes, aunque hubo algunos hechos de presión política sobre jueces en determinados casos.

La Junta Revolucionaria de Gobierno tuvo que enfrentar varias intentonas de derrocamiento. Estaba en su derecho, y era su obligación, defenderse frente a ellas, y con tal motivo hubo de suspender las garantías constitucionales en varias ocasiones, lo cual, como generalmente ocurre, dio oportunidad a que se cometiesen abusos en detrimento de los derechos humanos. A veces las persecuciones de reales o supuestos conspiradores resultaron injustas, y fueron denunciados a través de los medios de comunicación casos de torturas a presos políticos, algunos de los cuales fueron comprobados.

Graves abusos se cometieron también en los llamados juicios de responsabilidad civil, con que se pretendió castigar la evidente corrupción habida en los gobiernos anteriores. Muchos de esos juicios, que concluyeron con la incautación de los bienes de presuntos peculadores, estuvieron amañados y recayeron sobre personas inocentes, por lo cual más tarde sus bienes les fueron devueltos.

Otro de los hechos más notorios del trienio que va de 1945 a 1948 fue el gran auge, paralelo al de los partidos políticos, del movimiento sindical, que se venía desarrollando desde 1936. Lamentablemente Acción Democrática manejó, tanto las luchas partidistas como las sindicales, con un gran sectarismo, el cual se aplicó también en las esferas del gobierno, en las que fue de uso corriente lo que hoy se conoce como clientelismo. Ese sectarismo llevó muchas veces la violencia, incluso armada, a las luchas partidistas y sindicales. Fueron corrientes las agresiones a los partidos y líderes de oposición, sobre todo cuando realizaban mítines, que eran brutalmente saboteados por turbas afectas al gobierno, lo mismo que en las luchas por el control de los sindicatos, en las cuales los sindicalistas de Acción Democrática impusieron el tenebroso argumento de la cabilla con que solían agredir a sus opositores.

Ese sectarismo fue uno de los factores que en mayor medida contribuyeron al desprestigio de Acción Democrática y de sus gobernantes, y estuvo entre los motivos invocados por los militares para justificar el derrocamiento de Gallegos. Fue igualmente uno de los factores determinantes de que, al darse el golpe contra este nadie saliese a la calle ni alzase su voz para defenderlo, en contraste con lo ocurrido en 1945, cuando al producirse el alzamiento contra el general Medina la policía de Caracas, comandada por el entonces mayor Santiago Ochoa Briceño, y un numeroso grupo de civiles, especialmente sindicalistas, opusieron fuerte resistencia, con el trágico saldo de muchos muertos.

Durante el ejercicio de la presidencia de la Junta Revolucionaria de Gobierno se ponen de relieve los rasgos psíquicos de Rómulo Betancourt, quien llega a esa posición con apenas treintaisiete años de edad, y con una experiencia política limitada a la del luchador, pero sin conocimiento directo del difícil y delicado arte de gobernar. Su sagacidad innata, su talento indiscutible, su habilidad para el manejo de las situaciones inherentes a su cargo, por complejas que sean, permiten, no obstante, que su gestión sea positiva y tenga un final airoso. Pero hay un rasgo de su personalidad que, si bien se había manifestado en su relación con sus compañeros de lucha, era ahora, en el ejercicio del poder, que se mostraba plenamente: el autoritarismo. Este señalamiento resulta por lo menos extraño, tratándose de quien ha sido exaltado como el gran demócrata. La personalidad de Betancourt demuestra que ambos rasgos, el autoritarismo y el sentimiento democrático, no son necesariamente antagónicos. Betancourt era, en efecto, autoritario, de lo cual dio abundantes muestras, y ha sido reconocido como tal por muchos de sus amigos y compañeros de ruta. Uno de sus más cercanos camaradas de juventud, aunque a la larga siguieron caminos ideológicos diferentes, me confió en una ocasión que era cierto lo que se decía, que Betancourt, desde joven, siempre iba armado de un revólver. “No sólo es cierto”, me dijo, “yo te garantizo que no era de adorno, y que en casos de necesidad haría uso de él sin vacilar”. Pero tal forma de comportamiento, gracias a su férrea disciplina y a su agudo olfato político, no lo llevó por atajos dictatoriales, y supo gobernar en equipo, aunque con un definido liderazgo de tal naturaleza, que ha permitido asimilar su imagen a la de un caudillo, si bien de tipo civil. De ahí la chistosa, pero muy significativa caracterización que de él hizo el semanario El Morrocoy Azul, cuando le endilgó el sobrenombre de “Napoleón de Guatire”. Algo parecido hizo Francisco Herrera Luque cuando, en su novela Los cuatro ases de la baraja, parangona a Betancourt con los tres más grandes caudillos gobernantes en Venezuela anteriores a él: José Antonio Páez, Antonio Guzmán Blanco y Juan Vicente Gómez. Esta caracterización cobra más peso si se recuerda que Herrera Luque, además de novelista, era también psiquiatra.

Dentro de este cuadro caracterológico se han comentado siempre, como hechos anecdóticos, los estallidos de ira de Betancourt, cuando en plena reunión del gabinete ministerial golpeaba su pipa sobre la mesa. Un amigo de todo mi afecto y confianza, que fue director general de un ministerio en el segundo gobierno de Betancourt, y como tal le tocó asistir al consejo de ministros cubriendo las ausencias del ministro, me confió que él había presenciado algunos de esos arranques de ira, y agregó, quizás exageradamente, que al único ministro que Betancourt trataba con gran respeto y consideración era el Dr. Rafael Pizani, ministro de educación.

A la caída de Gallegos Betancourt sale al exilio, el cual se prolongará hasta el derrocamiento de Pérez Jiménez, el 23 de Enero de 1958. En ese lapso dirige virtualmente, desde el exterior, a Acción Democrática. Pero la dirección efectiva del partido, en la clandestinidad y dentro del país, estaba en manos de jóvenes accióndemocratistas que se habían fogueado en la lucha contra la dictadura, y a quienes Betancourt ni siquiera conocía.

Derrocada la dictadura, Betancourt regresa al país, junto con muchos otros venezolanos que habían sido aventados al exilio. Habilidosamente dejó entrever que venía sin ambición de poder –“sin apetito de poder” fue su expresión textual–. Sin embargo, esto era difícil de creer, dada su demostrada vocación de estadista y su clara conciencia del papel histórico que estaba destinado a desempeñar, lo que, dicho sea de paso, nada tiene que ver con el mesianismo típico de los caudillos tradicionales. Además, aunque no se sabe que Betancourt haya hecho algún tipo de autocrítica por su participación en el golpe contra Medina, que fue el primer paso fríamente calculado para la instauración, a su debido tiempo, de la dictadura pérezjimenista, es lógico pensar que él no podía resignarse a pasar a la historia sólo como presidente de la Junta Revolucionaria de Gobierno, es decir, de un régimen de facto, que para peores penas había sido, no sólo producto de la felonía militar, sino también la antesala necesaria de una de las tiranías más brutales y corruptas de la historia venezolana.

Muy inteligentemente, Betancourt supo imponer su candidatura, prácticamente como inevitable, en 1958. Se enfrentó en esta ocasión a otros dos candidatos, Wolfgang Larrazábal, apoyado por URD, el PCV y otros grupos menores, y Rafael Caldera, lanzado por su partido COPEI. Inicialmente se intentó lanzar un candidato unitario independiente, apoyado por todos los partidos, pero las conversaciones en tal sentido fueron infructuosas.

Betancourt triunfó limpiamente en los comicios, y Acción Democrática obtuvo un total de 105 parlamentarios, entre diputados y senadores, contra 79, en conjunto, de URD, COPEI y el PCV. Es decir, Betancourt no sólo gana la presidencia, sino que además asegura una holgada mayoría parlamentaria.

Betancourt asume la presidencia el 13 de febrero de 1959. Mes y medio antes, el 1 de enero, se había producido el triunfo de la Revolución Cubana, con la huida del dictador Fulgencio Batista. El 24 de enero, primer aniversario del derrocamiento de la dictadura de Pérez Jiménez, llega a Caracas Fidel Castro, y es recibido apoteósicamente en un multitudinario mítin realizado en El Silencio. La reseña del diario El Nacional, acompañada de una impresionante foto de la multitud, es muy elocuente:

La concentración efectuada en El Silencio para Fidel Castro ha sido, quizás, la más grande que se haya efectuado en aquel sitio. El acto constituyó una profesión de fe democrática por parte de la colectividad venezolana, que en el líder cubano ha visto el símbolo de las luchas populares y del triunfo de los pueblos contra sus opresores. Desde el mediodía empezaron a reunirse millares de personas con el objeto de tomar puestos desde donde pudieran contemplar con relativa comodidad al dirigente cubano que ahora se dispone a lograr la culminación del movimiento revolucionario con la adopción de medidas prácticas destinadas a superar las contingencias económicas padecidas por su país. Cuando se dirigió a la multitud, Castro comenzó su discurso con la frase ‘Hermanos de Venezuela’. Después hizo una exposición sobre los problemas sufridos en su patria y la similitud de desgracias que han afrontado por igual los pueblos venezolano y cubano. Analizó el drama político que azota a su país desde la Independencia, lograda a través de treinta años de batallas, hasta los años actuales, en que los caudillos políticos y militares han hecho valer sus pretensiones individuales, caracterizadas por el abuso, el crimen y el robo, sobre las aspiraciones de millones de hombres y mujeres y la elevada moral de las conciencias populares. Se refirió Castro a los fusilamientos ocurridos en su tierra, después del triunfo rebelde, y explicó que han actuado tribunales conscientes, y que para no cometer injusticias se ha procurado que los ajusticiados tengan un mínimo de diez asesinatos, ya que entre los que han sufrido el castigo, hay unos que habían matado hasta cien personas, por el solo delito de servir a la causa democrática y rebelde, contra las orgías de sangre abiertas por el espantado Batista.

Fidel Castro también fue recibido en una sesión extraordinaria por la Cámara Diputados, presidida por el Dr. Rafael Cadera. Allí pronunció el discurso de orden el diputado de Acción Democrática Domingo Alberto Rangel, quien, entre otras cosas dijo:

Estamos recibiendo a un hijo de Venezuela, porque Fidel Castro tiene carta de naturaleza en nuestro país. Venezuela, madre de libertadores, debe premiar como hijo suyo a quien ha sabido libertar de la opresión y del terror a un país hermano. Somos, Fidel Castro, un país que jamás se encerró dentro de sus fronteras, que no vivió con heroísmos ajenos al drama de las patrias hermanas y que ha tenido con orgullo de todas las épocas de su historia el haberle tendido la mano al continente americano para ayudarlo a salir de las tinieblas y llevarlo a la luz infinita de la libertad (…) Castro es hoy un héroe, quizás el único héroe que ha producido la América Latina desde que terminó la gesta de los libertadores. Pero el héroe no significa nada, o se perdería en la tragedia del fracaso, si no tuviera a su lado un pueblo que es la materia prima de la historia, porque la historia se hace en el juego de clases sociales que van tejiendo una tela, y se hace también con la voluntad férrea y firme de los pueblos que aspiran a libertarse y progresar.

No hizo Betancourt el mínimo esfuerzo por disimular el disgusto que le causaba la presencia en Caracas de Fidel Castro, a quien gustaba referirse con el peyorativo cognomento de “el barbazas del Caribe”. Frente a él siempre tuvo reservas, las cuales se acentuaban entonces, cuando el dirigente cubano había accedido al poder en su país. Quizás la intuición le anunciaba tempranamente lo que habría de ocurrir después en el proceso de afianzamiento y desarrollo de la Revolución Cubana, repudiada hoy vehementemente por muchos que antes la ensalzaron hasta el delirio.

Desde el primer momento el gobierno de Betancourt estuvo signado por su feroz repulsa del comunismo y de todo lo que tuviese el sello del izquierdismo o del antiimperialismo que él juzgaba obsoletos y desfasados. Actitud que a muchos les resultaba por lo menos extraña en alguien de quien se decía que había sido, en un pasado no demasiado lejano, un ferviente partidario del comunismo, e indiscutible dirigente y jefe del Partido Comunista de Costa Rica, donde vivió exilado en los años 30. Manuel Caballero, sin duda el historiador que con mayor sabiduría y equilibrio ha estudiado la vida y la obra de Rómulo Betancourt, en su libro Rómulo Betancourt, político de nación, que no vacilo en calificar de fundamental, demuestra, con documentación de primera mano, lo que durante mucho tiempo ha sido motivo de controversia en la historia política venezolana, como es la militancia comunista de Betancourt. Esta se inicia con un paso fugaz por el Partido Revolucionario Venezolano (PRV), con sede principal en México, que, aunque el propio Betancourt lo definió como “un potpurri (…) de individuos de las más diversas posiciones ideológicas”, tuvo en su seno una mayoría de venezolanos identificados con el marxismo-leninismo, que, por lo demás, a la vuelta de poco tiempo adoptarán también una posición estalinista. Igualmente confirma Caballero de manera irrefutable la militancia y el liderazgo de Betancourt en el Partido Comunista de Costa Rica, especie sobre la cual el propio Betancourt, sin llegar a negarla categóricamente, procuró sembrar dudas e imprecisiones.

En el discurso de Betancourt en el acto de posesión de la presidencia hubo un pasaje que no por breve deja de ser importante, al cual, por cierto, casi nunca se hace referencia cuando se habla de la actuación política del polémico personaje. Es un párrafo donde, sin disimulos ni circunloquios, anuncia que en su gobierno los comunistas no serán tomados en cuenta, porque “la filosofía política comunista no se compagina con la estructura democrática del Estado venezolano…”. Tal afirmación, agresiva e innecesaria, equivalió en su contexto a una suerte de declaración de guerra. Quizás visto desde la perspectiva de hoy el parrafito no tenga mayor trascendencia, y hasta suscite el aplauso de los más diversos sectores de la opinión pública, incluidos grupos y personalidades de la llamada izquierda democrática. Mas en 1959 no podía tener la misma lectura. Se acababa de salir de la dictadura, en la lucha contra la cual los comunistas habían actuado en primerísima fila, junto con los accióndemocratistas, en la más rigurosa clandestinidad. En las elecciones de Constituyente de 1952 los comunistas jugaron un papel fundamental, habiendo sido decisivos en la campaña electoral a favor de las planchas de URD, que resultaron triunfantes, y fueron motivo del más escandaloso fraude electoral que haya conocido nuestra historia. Igualmente fue decisiva la participación del PCV en la fundación y actuaciones de la Junta Patriótica, que en 1957 y 1958 dirigió desde la clandestinidad el derrocamiento de la dictadura. El PCV dio, además, una alta cuota de presos, exiliados y muertos en la lucha contra la tiranía. De allí salió el PCV con un inmenso prestigio, que se tradujo en una muy alta votación en las elecciones de 1958. Entre los diputados a quienes iba dirigido el discurso estaban presentes, entre otros destacados comunistas, Jesús Faría, que venía de ocho años de prisión en las ergástulas pérezjimenistas, el preso político de más largo cautiverio de la tiranía, y Pompeyo Márquez, el legendario Santos Yorme, que estuvo entre los principales dirigentes de la resistencia contra la dictadura. Por otra parte, el PCV había visto con cierta simpatía la firma del Pacto de Punto Fijo, del cual se le había dejado fuera, pese a que en la elaboración del documento suscrito habían participado algunos de sus dirigente. Y hasta es posible conjeturar que, de no haber mediado la provocación de Betancourt en su discurso, no habría sido muy cuesta arriba lograr de los comunistas, al menos durante un tiempo, una posición moderada, de oposición racional, en términos no virulentos, y hasta cierta colaboración en algunas políticas gubernamentales dirigidas a solucionar los grandes problemas del país.

La virtual declaración de guerra proferida por Betancourt favoreció que los comunistas y otros sectores de izquierda radical, entre ellos el desprendimiento de la juventud accióndemocratista que poco después dio nacimiento al Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), entusiasmados ante el triunfo de la Revolución Cubana se lanzasen a la lucha armada, tratando de emular la hazaña de los cubanos recién bajados de la Sierra Maestra. Comenzó así la violencia que signó la década trágica de los sesenta del siglo pasado.

El gobierno de Betancourt tuvo que enfrentar la insurrección de la izquierda, que buscaba derrocarlo. Estuvo en su derecho y era su obligación. El movimiento guerrillero venezolano tenía la desventaja de que, mientras la Revolución Cubana había luchado contra una tiranía vesánica y corrupta hasta derrocarla –lo cual le proporcionaba grandes simpatías de todas partes–, la nuestra arremetía contra un gobierno legítimo y democrático, y ello debilitaba su acción.

Sería insensato pretender que el gobierno de Betancourt no se defendiese ante la agresión de las guerrillas. El problema fue que esa defensa no siempre se hizo por las vías legales y democráticas. La reacción de un gobierno acosado por un enemigo armado puede, y a veces debe ser muy dura y despiadada, pero siempre dentro de una legalidad democrática que debe respetarse aun en las más cruentas guerras internas o externas. Y en Venezuela eso no siempre fue así. Por lo contrario, abundaron las acciones notoriamente ilegales, verdaderos crímenes, incluyendo torturas y asesinatos a sangre fría, perpetrados fuera de combate por las Fuerzas Armadas y por los cuerpos policiales. Con lo cual no pretendo justificar las atrocidades cometidas igualmente por las guerrillas urbanas y rurales.

Por supuesto que no todos esos actos ilícitos son imputables directamente a Betancourt. Pero sí hubo algunos hechos de notoria ilegalidad realizados por él mismo, como, por ejemplo, la violación flagrante de la Constitución al ordenar la detención y el sometimiento a juicio militar de un grupo de parlamentarios del PCV y del MIR, sin el requisito previo y esencial del allanamiento de su inmunidad parlamentaria. Este hecho fue tanto más grave cuanto que entre los así detenidos –que pasaron cuatro años en la cárcel– había dirigentes de quienes se sabía que internamente habían manifestado su desacuerdo con la lucha armada.

Otro hecho abominable, tanto por lo ilegal como por lo injusto, fue la persecución de profesores y maestros por el solo hecho de pertenecer al PCV o al MIR. El propio Betancourt informó en una ocasión, a través de los medios de comunicación, que setecientos educadores comunistas y miristas habían sido destituidos de sus cargos en la educación oficial, sin alegar razones valederas para eso. La mayoría de ellos, si no todos, eran ajenos a actividades subversivas, mucho más a acciones guerrilleras.

Un gesto de Rómulo Betancourt que en su momento resultó muy aplaudido fue su alejamiento de Venezuela al terminar su mandato presidencial. Al entregar la presidencia a su sucesor, Raúl Leoni, su antiguo compañero de luchas estudiantiles –cuya candidatura, por cierto, no había visto con muy buenos ojos–, Betancourt se residenció en Berna, Suiza, lo cual fue muy elogiado como un gesto de desprendimiento, y como el deseo de mantenerse al margen de las luchas políticas y de evitar toda sospecha de que pretendiese influir en la gestión del nuevo gobierno. Sin embargo, lo primero no fue del todo cierto, pues es bien sabido que desde su retiro en Berna el astuto ex presidente logró frustrar las aspiraciones, lógicas y naturales, de Luis Beltrán Prieto a ser el candidato de AD para el siguiente período, prefiriendo incluso correr el riesgo de que el partido sufriese una nueva división y la pérdida del poder, como en efecto ocurrió. Por otra parte, ¿hasta qué punto es posible que la ausencia de Betancourt facilitase las desviaciones partidistas y la proliferación en el seno de AD de comportamientos deshonestos, hasta desembocar en graves manifestaciones de corrupción en todos los órdenes, lo que a la larga degeneró en la plena decadencia del otrora poderoso partido, y contribuyó decisivamente a la quiebra de nuestro sistema democrático? No pretendo con esto que la sola presencia en Venezuela de Rómulo Betancourt podría haber servido de contención de las desviaciones ideológicas y éticas dentro de su partido. Pero es legítimo suponer que su liderazgo moral en alguna medida hubiese podido influir en que las cosas en ese sentido no hubiesen llegado a los graves niveles que alcanzaron.

Con ocasión del octogésimo aniversario de Rómulo Betancourt, nacido el 22 de febrero de 1908, se han realizado diversos actos en su honor. Es natural, justo y razonable. Sin embargo, lo que no parece muy acertado es que se haya actuado con exceso, como con el propósito de crear una especie de “culto betancurista”, al estilo del tan criticado “culto bolivariano”. Lo curioso es que la “adoración” a Betancourt ha sido asumida, entre otros, por historiadores y otras especies que antes se habían pronunciado vehementemente contra el “culto a Bolívar”.

Hay quienes han reivindicado la vieja especie de que Rómulo Betancourt es el “padre de la democracia”, agregando algunos la frase “a lo venezolano”, que, por supuesto, no logra disfrazar ni modificar la vieja superchería. Se trata de una grotesca manipulación del lenguaje, además de una ridiculez y cursilería carente de base histórica y científica. La democracia no tiene padre ni madre. Vuelvo a Manuel Caballero, quien en su libro citado ha caracterizado contundentemente semejante necedad:

Durante mucho tiempo, un lugar común entre perezoso y adulador, se empeñó en consagrar a Rómulo Betancourt “Padre de la Democracia” venezolana. Se trata de una vieja maña producto de una sociedad con una lacrimosa actitud huérfana; de un crecimiento histórico que no se atreve a actuar si no es bajo una protección paternal: Simón Bolívar es así el Padre de la Patria, Juan Vicente Gómez el Padre de la Paz, y luego vendría este otro padrecito.

Pero llamar de tal guisa a Rómulo Betancourt repugna no solamente a la historia, sino a la simple lógica. Porque en cuanto a lo primero, ese tipo de héroe cultural no pertenece a la historia, sino a la leyenda. Y segundo, cuando un sistema político solicita o se deja imponer un padre, podrá ser cualquier cosa, menos una democracia. Por lo demás, es un insulto a la memoria que se pretende así halagar: desde el primer momento de su ser político, Rómulo Betancourt insurgió contra el paternalismo gomecista. (Manuel Caballero: Rómulo Betancourt, político de nación. Ob. cit. p. 15).

Sería insensato negar la importancia histórica de Rómulo Betancourt. Su liderazgo fue evidente, plasmado en diversos hechos de implacable realidad. Uno de ellos fue la creación de la más poderosa maquinaria política que haya habido en nuestro país, el partido Acción Democrática, cuya actual postración no desmiente lo que fue en el pasado. Otro fue haber gobernado exitosamente el país en el período quizás más convulso en la historia venezolana, enfrentando poderosos enemigos y no menos poderosas acciones de dentro y de fuera del país. Derrotar la lucha armada de los años 60 fue, sin duda, una hazaña política nada desdeñable, al margen de lo censurable de algunos de los métodos empleados y sin hacer juicios de valor sobre aquel hecho.

Justo es, pues, que se celebre el centenario de Rómulo Betancourt, pero dándole la exacta dimensión a su figura, una natural y humanísima conjunción de virtudes y defectos. Lo importante no es la exaltación irracional y frívola de su figura en una grotesca adulación póstuma, sino aprender de su vida y de su obra, de sus aciertos, para valorarlos en tanto que guía y ejemplo, como de sus errores, para evitar que se repitan.

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