Opinión Nacional

Robespierre de hojalata

Las masas parisinas marcharon nuevamente. La estatua de Dantón en el bulevar Saint Germain ha contemplado otra vez los rostros y banderas de los estudiantes. Se alzan las voces de protesta y los ecos de otras jornadas resuenan en la Ciudad Luz. ¿Y todo ello para qué? ¿Qué piden los centenares de miles de estudiantes, los sindicatos y partidos de izquierda? ¿Acaso quieren, como sus antecesores del Mayo Francés de 1968, «cambiar la vida»?

¡De ninguna manera! Los estudiantes franceses marchan a favor del pasado, marchan para no cambiar, marchan por el inmovilismo y la parálisis, marchan para mantener sus privilegios. Ya no buscan cambiar la vida sino dejarla como está, aunque ello sea crecientemente imposible, y Francia, como el resto de Europa, se esté asfixiando atrapada en las redes de un Estado de Bienestar en bancarrota, la decadencia demográfica, el estancamiento económico, el deterioro educativo y tecnológico, y el miedo a las transformaciones de un mundo que no va a esperarla. Europa está atenazada por el miedo, el miedo de sí misma, el miedo a la verdad y a las imposturas de sus élites gobernantes.

Los estudiantes parisinos, cual Robespierre de hojalata, deambulan por las calles huyendo de sus sombras, enarbolando sus temores como antes otros jóvenes, muy distintos y con más nobles ambiciones, enarbolaban sus esperanzas. Este marzo francés no ha sido un grito de futuro, sino un escape al pretérito.

Ya hoy día el producto per cápita de la Comunidad Europea es 25 por ciento menor que el de los Estados Unidos. En el transcurso de los próximos veinte años, el ciudadano promedio de Estados Unidos será dos veces más próspero que el ciudadano alemán o francés. Sólo la Gran Bretaña, que tuvo el coraje de cambiar —bajo el liderazgo visionario de Margaret Thatcher— ha logrado responder creativamente ante a los desafíos de la globalización. Pero en Francia el desempleo juvenil afecta al 23 por ciento de las personas de hasta 25 años de edad.

A su patología económica Europa suma un hondo malestar espiritual. Su enfermedad combina la pérdida de apego a los valores de Occidente y sus tradiciones, la claudicación paulatina frente al fundamentalismo islámico, el odio ciego, lleno de envidia e ignorancia, hacia Estados Unidos, y el deseo de vivir dentro de una campana de cristal formada por derechos y privilegios pero desprovista de deberes y convicciones. Europa cree en el paraíso y no entiende que no puede construirlo en la tierra. Sin hijos, sin ejércitos, confiados en la paz perpetua de Kant, siempre propensos a apaciguar a sus enemigos y culpar a Washington de los males del mundo, los europeos se hunden en el pantano y caminan sonámbulos hacia un traumático despertar.

El virus económico que aqueja a Francia es el mismo que corroe a la mayor parte de Europa: la inflexibilidad del mercado laboral. Quien posee un empleo no lo pierde nunca, pero quien no lo tiene no lo encuentra jamás. Ello afecta en especial a los jóvenes. Ante este panorama desolador, el gobierno francés aprobó una fórmula contractual que hace posible dar empleo a jóvenes hasta por dos años, sin que ello implique adquirir compromisos a más largo plazo. Es una manera de flexibilizar las cosas y poner en movimiento una economía incapaz de respirar.

¿Cómo han reaccionado los estudiantes, entre ellos los más privilegiados en Liceos y Universidades del Estado? ¿Qué han hecho los sindicatos y partidos de izquierda? Pues salir a la calle contra un gobierno insospechable de simpatías pro-yanquis o designios conservadores. Han salido a protestar contra políticos acosados que están pagando, como todos los de Europa, el precio de su cobardía y evasión de la realidad. Han salido a marchar para que todo siga igual.

Mentiría si dijese que me conmueve ver a Chirac y De Villepin contra la pared. Mas ello no me impide constatar que los estudiantes parisinos simbolizan lo que hoy es la izquierda en el mundo: una fuerza profundamente reaccionaria, que ofrece como alternativa la esterilidad de sus nostalgias, y que antagoniza las tendencias de cambio que mueven a gran parte de la humanidad. La izquierda del Mayo Francés es ahora la de las inútiles y patéticas campañas anti-globalizadoras, la que combate a Estados Unidos por haber depuesto a un dictador sanguinario en Irak para enrumbar ese país hacia una existencia civilizada. Es una izquierda resentida, sin destino y sin propuestas, vacía de ideas y espiritualmente agotada.

Con razón ha dicho David Horowitz: «He creído en la izquierda por el bien que prometía; he aprendido a juzgarla por el daño que ha hecho». Yo añadiría: «y por el daño que continúa haciendo».

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