Rimsky
A provechábamos las fechas patrias, los puentes festivos y las vacaciones para irnos a Valera porque allí vivían los familiares de Adriano González León, Carlos Contramaestre, Marcos Miliani, Alfonso Montilla, David Alizo y otros conocidos trujillanos.
Desafiábamos las inclemencias de la trasandina y durante el viaje recitábamos poemas, cantábamos canciones recopiladas por García Lorca y boleros que rogaban a Dios mitigar las penas de amor. Lo que mirábamos nos parecía escapado de algún cuadro de Cezanne y el cielo, por momentos, era el que pintaba Vlaminck. ¡Qué alegres éramos; qué brillantes e irresponsables! Félix Guzmán chocó contra el borde de un puente y como única explicación del suceso dijo que el puente estaba mal diseñado.
En Trujillo nos esperaban los tragos, los viajes alocados hacia Escuque y a la casa de Ramón Palomares y allí mismo, en el Alto de Escuque, el agua de manantial de las tías de Adriano parecía brotar del Árbol de la Vida que está en el centro del Paraíso Terrenal. A pesar del oprobio de la dictadura militar de Pérez Jiménez, que tanto pesaba sobre nosotros, nos sentíamos libres y bellos por la única razón de sabernos poetas y de asociar el esplendor de la naturaleza que respirábamos por los ojos con el deslumbramiento que la poesía removía en nuestros sentidos, cada vez más despiertos y ansiosos.
Aquellos fueron y continúan siendo momentos gloriosos en mi vida y una manera digna que encontré para oponerme al fascismo ordinario del perezjimenismo. Han transcurrido sesenta años y con el mismo vigor, voluntad y esperanza avanzo sin cautela ni temor alguno en mi último viaje hacia la democracia venezolana arrebatada desde hace doce o trece años por otra ingrata sacudida fascista y populista. Trato de beber nuevamente el agua pura como el cristal que brota del Árbol de la Vida y quiero emerger, bañado en nuevas aguas lustrales y mirar con renovada alegría el amanecer de la democracia en el país.
En uno de aquellos viajes de jubilosos arrebatos llegamos a Trujillo, la capital del estado.
Orgulloso, mostré a mis amigos la casa donde se firmó el Decreto de Guerra a Muerte, convertida en museo histórico, y comenté que Pablo Izaguirre Colmenares, mi papá, la alquiló durante la presidencia del general Emilio Rivas en los últimos tiempos del gomecismo y allí fui concebido.
Celebramos la revelación de tan notable acontecimiento en la terraza de un bar y allí reímos, hablamos de literatura y mencionamos a Laudelino Mejías y la delicadeza de «Conticinio», el vals instrumental que compuso en el silencio de una noche en 1922. Desde una mesa cercana nos miraban y escuchaban tres hombres vestidos de dril y sombrero. Lugareños, con toda evidencia, y uno de ellos se levantó y se acercó a nuestra mesa. Se quitó el sombrero, saludó a los jóvenes que él suponía de visita en la ciudad y dijo: Han mencionado ustedes a nuestro Laudelino.
Bueno, si bien Alemania tuvo su Beethoven y Rusia su Rimsky y su Korsakov, ¡Trujillo no es de menos y tiene a Laudelino Mejías! Nos levantamos, aplaudimos y los invitamos a compartir nuestros tragos. Durante el jolgorio, uno de ellos me dijo: ¡Conocí a Laudelino. Era un hombre feo, pero dulce! Lo que me maravilló, además del orgullo con el que mencionaban a Laudelino, fue la generosidad con la que aquel hombre, sin pedir nada a cambio, regalaba a Rusia un nuevo compositor llamado Korsakov.
De manera que desde entonces agrego a parejas ilustres como Ortega y Gasset; traumatología y ortopedia o «Gualberto y Barreto», la formada por Rimsky y Korsakov: dos músicos ilustres que surgieron de pronto en un bar de Trujillo junto al nombre indeleble y sonoro de Laudelino Mejías.