Revolución y cambio
De las siete acepciones que de la palabra “revolución” registra el DRAE, hay dos que me interesan especialmente: “2. f. Cambio violento en las instituciones políticas, económicas o sociales de una nación. (…) 3. f. Inquietud, alboroto, sedición”. Esta última se ha empleado tradicionalmente en Venezuela, y en otros países, para referirse a actos que no son del tipo de los que se definen en la otra acepción. En nuestro país, si aplicamos esa tercera acepción, hemos tenido no sé cuántas “revoluciones”, muchas culminadas con la toma del poder, pero todas sin el contenido de una revolución verdadera, entendida esta como la que se define en la 2ª acepción.
En el Diccionario de Ciencias Sociales redactado bajo el patrocinio de la UNESCO y publicado por el Instituto de Estudios Políticos en Madrid en 1976, leemos: “Revolución es una alteración absoluta y total de las estructuras establecidas en un orden social establecido (sic) para ser sustituidas por otras distintas o un cambio sustancial en los lineamientos habituales de cualquier actividad del comportamiento humano”. Parecido criterio asoma el analista político chileno, residente en Alemania, Fernando Pires cuando, en un lúcido ensayo publicado en Venezuela Analítica el 24 de febrero pasado, dice: “una revolución implica un cambio profundo y repentino con respecto al pasado inmediato, un cambio que puede ser político, social, económico, tecnológico o cultural”.
En lo político y social, pues, el concepto de “revolución”, que abarca mucho más, está indisolublemente vinculado con la idea de “cambio”, y este, para ser de verdad revolucionario, tiene que ser radical, total, absoluto. Si no es así, no se está ante una auténtica “revolución”.
Vistas así las cosas nos toca preguntarnos, en nuestro caso, cuáles son los cambios profundos producidos en la sociedad venezolana por la llamada “revolución bolivariana”, que otros prefieren llamar “bolivarera”. La insistencia y el aparente fervor con que el presidente Chávez y los chavistas hablan de esa “revolución” hace pensar que para ellos lo que vivimos hoy en Venezuela es una auténtica revolución, y no una simple “Inquietud, alboroto, sedición”.
Quienes sobrepasan la edad de los diez o doce años no ven tales cambios en ningún aspecto de la vida venezolana actual. Ni en el orden político, ni en el económico, ni en el social, ni en el cultural, ni en ningún otro. Y no los ven por la sencilla razón de que no existen. Y si existen, si algo ha cambiado en estos once años de “revolución”, es para estar peor que antes.
DISCREPANCIAS
Un distinguido lector me dice ser asiduo leyente de esta columna, y que generalmente coincide conmigo, pero no siempre. Me parece muy bien. Mi propósito no es imponer mis puntos de vista, sino mostrarlos para que se les confronte con otros. En materia de lenguaje hay asuntos en que caben las opiniones. Pero hay muchos otros en que se trata de normas o principios que están allí, al margen de gustos y pareceres. Que una palabra aguda terminada en vocal debe llevar tilde es una de esas normas que no admiten interpretación. O que el sustantivo es el nombre de los objetos, mientras que el adjetivo calificativo señala las cualidades de esos objetos tampoco acepta que se esté de acuerdo o no con ello.
Mi interlocutor dice estar en desacuerdo con mi “diferenciación entre concienciar y concientizar, con aceptación de ambos”, y que él prefiere “concienciar”. Pero no se trata de mi “diferenciación”, sino de que ambos vocablos están, como sinónimos, en el DRAE, y en Hispanoamérica preferimos “concientizar”.
También este amigo discrepa de mi planteamiento acerca de los gentilicios “hispano” y “latino”. Confieso que en este punto no entendí cuál es su criterio, no sé si por mi torpeza o por él no haberlo expuesto con suficiente claridad.
En lo que sí mi interlocutor le puso la tapa al frasco fue al recriminarme por usar el gentilicio “brasilero”, en vez de “brasileño”, que sería el único admisible. Él dice que el sufijo “-ero” sirve para formar “adjetivos y sustantivos relacionados con cosas, (…), pero no gentilicios”. Aquí está el error. Con “–ero” se forman en Español muchos gentilicios: ibero, matancero, riohachero, barranquillero, perulero (de Perú), gomero (de la isla canaria La Gomera), habanero, cartagenero, valdepeñero, guantanamero, santiaguero…, y en Venezuela maracayero, maracaibero, carupanero, sanjuanero, ospinero, biscucuyero, paraguanero…
También yerra cuando dice “que los maestros, aun cuando toleremos el uso, debemos tratar de fomentar el uso (sic) adecuado de cada término”. Esto es cierto, pero también lo es que el maestro debe enseñar a sus alumnos las sanas innovaciones del lenguaje, que le permiten adaptarse a los constantes cambios de la vida. Sólo que para ello el maestro debe estar bien preparado.