Opinión Nacional

Retórica revolucionaria

El diálogo, para Nicolás y su entorno, como fieles discípulos que son o tontos útiles que han sido del credo marxista cubano, no tiene otro significado que el de la táctica dilatoria

La urgencia del diálogo nadie la discute, menos su carácter imprescindible para quienes creemos en la democracia y amamos a la libertad.

Desde la perspectiva del pensamiento humanista cristiano, el reconocimiento de la igual dignidad de los otros sigan las ideas del pluralismo y la convivencia pacífica, como soportes de una verdadera democracia.

Algunos actores de la oposición, apreciando lo dividida e irreconciliable que se muestra Venezuela, hablan de diálogo, se refieren a sus actores necesarios – Nicolás Maduro y Henrique Capriles – y les piden conducir la agenda del entendimiento dentro del respeto a la Constitución.

Hasta aquí, desde el punto de vista de los principios, la cuestión se presenta libre de sospechas.

Pero el caso, a todas luces, es que Maduro acusa como su único e inmediato interés superar la deriva de su ilegitimidad, que corre como río sin madre, y (2) sortear, sin disposición a un cambio sincero de rumbo, las gravosas condiciones de la herencia política que recibe del finado Hugo Chávez y que se traduce en improductividad, inflación, corrupción, narcotráfico, pobreza, violencia social sostenidas, en suma, ingobernabilidad.

El diálogo, para Nicolás y su entorno, como fieles discípulos que son o tontos útiles que han sido del credo marxista cubano, no tiene otro significado que el de la táctica dilatoria. Buscan superar su desahucio al saberse gobernantes de utilería y dependientes, bajo condiciones, de la sargentería y los colonizadores quienes les sostienen.

El valor del diálogo, en democracia, tiene otra connotación. No por azar, la ética democrática predica medios legítimos para fines legítimos y repugna a quienes usan de la democracia para luego vaciarla de contenido.

En síntesis, no basta predicar el diálogo necesario si a la par no se reclama de algo más y algo previo a la determinación de las cuestiones muy importantes y hasta urgentes que lo demanden. No hay diálogo posible y honesto entre quienes tienen idiomas distintos y para quienes, asimismo, las palabras, en apariencia comunes, significan cosas muy diferentes. De modo que, lo primero que cabe es restablecer en Venezuela el valor político y jurídico de la palabra, para lo cual no basta disponer de una Constitución común. A falta de ello lo que cabe esperar es la retórica y nada más.

Si algún éxito ominoso cabe atribuirle a la experiencia que nos lega el último caudillo de nuestro siglo XX, fallecido en pleno siglo XXI, fue su astuta capacidad para separar a los venezolanos confundiéndonos el lenguaje, transformándonos en una Torre de Babel. Fascismo, golpismo, oligarquía, corrupción, democracia, imperialismo, no significan lo mismo para los unos y para los otros, para los comunistas y para los demócratas.

En fin, mientras Maduro hace retórica y acaso conversa con uno que otro opositor a conveniencia, como en el caso de Lorenzo Mendoza, lejos se encuentra de aquél el ánimo para exponer sus ideas y afectos o desafectos, para intercambiar posturas y encontrar acuerdos, aceptando la validez de las posturas de sus interlocutores y abriendo espacio, incluso, para cambiar las suyas, tanto como puedan hacerlo sus adversarios.

El autoritarismo, por principio, excluye y se niega al diálogo, que no sea bajo simulación. Prefiere apelar a la retórica, justamente, por cuanto su interés es persuadir y convencer a todos de su credo, mediante una manipulación de la opinión. El diálogo genuino busca la verdad sin prejuicios. Es medio y finalidad, a la vez, nunca estratagema o circunstancia.

La cuestión de fondo es, justamente, esa que no entienden quienes hoy promueven el diálogo para superar las dificultades de momento y lo hacen hasta de buena fe. Obvian lo elemental. No hay diálogo sino dentro de la democracia y con apego a su moralidad, sean cuales fueren las cosmovisiones particulares de sus actores.

Maduro es, en esencia y por vocación, el heredero y guardián de la memoria de un dictador, a quien busca salvar e imponer más allá de los tiempos y, a su vez, le rinde culto al totalitarismo de inspiración comunista. Sus adversarios, es mi caso, creemos en el dogma de la democracia. Somos agua y aceite, y quizás algunos demócratas puedan conversar con él, pero nunca podrán avenirse con él salvo renunciando a lo que son.

En síntesis, lo que cabe es la resistencia democrática y, acaso, la conversación – bajo presión, pero nunca mediante diálogo – con el carcelero del momento. Es legítimo pedirle que alivie nuestras penurias dentro de la penitenciaría que llaman Socialismo del siglo XXI, que nos mantiene tras las rejas a todos los venezolanos, a nuestros derechos humanos, y al mismo Estado de Derecho.

 

 

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