Restos simbólicos
La estafa de los “restos simbólicos” de Manuelita Sáenz – como la de los millones de kilos de alimentos podridos – corresponde como anillo al dedo a todas las estafas de este régimen. Es propia de una “revolución simbólica”, de un “socialismo simbólico”, de un “`proletariado simbólico” y de un “marxismo simbólico”. Todo es simbólico en la imaginaria Venezuela socialista del siglo XXI. Lo único real es el caudillismo autocrático, dictatorial y militarista y sus correspondientes taras: la criminalidad, la represión, el abuso, el fraude y el enriquecimiento de sus capitanes de industria. Va el canciller Maduro, ordena llevarse una palita a Paita, lugar peruano en donde se supone que habrían terminado los restos de la doña ecuatoriana hace tiempos inmemoriales, recoger tierra cualquiera en el sitio que se supone pudo haber acogido sus restos mortales en una bolsita de plástico, emperifollarla en una cajita de cierta rimbombancia y traerla en gloria y majestad – militar, por supuesto – para hacerla pasar por “restos simbólicos” de la apasionada amante del Libertador.
Tierra por cenizas. Piedras por huesos. Y a ese amasijo mineralógico de terrones descompuestos por millones y millones de años darle la majestad simbólica de una señora ecuatoriana y rendirle los honores que merece quien encendió las furias, las ansias y los deseos del padre de la patria. Bien podría la Academia de la Historia, encargada de la custodia de nuestra memoria, decir alguna palabra al respecto. Aceptar la faramalla, darle respetabilidad al sainete, bendecir el terrón paiteño o pedirle al Supremo, como sería decente y honorable, un poquito de respeto por la verdad y por la memoria de una mujer notable, liberal y feminista avant la lettre que en paz descanse en la evanescente, inapelable y difusa realidad del sueño eterno.
Valga decir: que ni los muertos se salvan del atropello de esta lacra sin nombre que cargamos los venezolanos desde hace once años. Puedo testimoniarlo, pues según confesión de una autoridad chilena y consciente el régimen de que se les venía encima el bicentenario y no tenían a mano nada sensacional como para celebrarlo, salvo el desastre en que estamos hundidos, se les ocurrió plantearle a la dicha autoridad la peregrina idea de honrar el bicentenario trayéndose desde Ríohacha los restos del presbítero don José Joaquín Cortés de Madariaga. Para más señas de quienes no conocen la historia, el hombre del dedito, aquel que le arrebató el Poder al gobernador Emparan y abrió de un portazo la Independencia de América. Fui consultado por la autoridad en cuestión, pues sin más méritos que haber escrito la biografía de ese extraordinario compatriota que jugara papel tan crucial y definitorio en los sucesos del 19 de abril de 1810 y en los años posteriores, hasta ser sacado violenta y ominosamente del escenario de la guerra de Independencia por su mortal enemigo, don Simón Bolívar, podía dar alguna luz sobre el eventual destino de sus restos.
Debí explicarle a la autoridad en cuestión que la idea, de ser realizable, hubiera sido estupenda, pues honrar a quien ni el más culto de nuestros compatriotas sabe que nació en Chile, vivió en Chile y jamás dejó de ser chileno – como le echara en cara con indignación el obispo Coll y Prat, que lo odiara hasta el delirio por haber venido del Sur a descalabrar el poder imperial – hubiera contribuido al conocimiento de un capítulo estelar de nuestra historia, que funde a Chile y Venezuela con un abrazo tan fraterno e indeleble como el de Andrés Bello. El único problema, le expliqué a la autoridad señalada, es que encontrar los restos del cura, muerto en su maltrecha tercera edad en la más desaforada indigencia en Río Hacha, seguramente tirado a la fosa común o a algún anónimo rincón del cementerio local, devastado por varias inundaciones y deslaves, era literalmente imposible.
Allí abrió sus ojos mi consultor y sonrió con cierta malicia: “se lo dije al funcionario respectivo”, me explicó, pero éste me replicó de inmediato diciéndome que nadie hablaba de restos de verdad verdad. Que bastaba una paletada de tierra del lugar y algunos huesos cualquiera. “Lo importante es el símbolo”, me dijo. “¿No enterraron en la Cuarta a una tal Zaida, que estaba viva luego de desaparecer en un accidente de aviación, usando los restos de un cochino’e monte o de algo parecido”?
Hubiera sido el colmo: que después del maltrato y el atropello que sufriera a manos del Libertad, que le negó el pan y el agua, nuestro querido y entrañable presbítero chileno hubiera sido rebajado a osamenta imaginaria por quien proclama ser el heredero de quien lo llevara a la ruina.