Opinión Nacional

Requiem

«Cada día, casi minuto a minuto, el pasado era puesto al día. Así, de cada predicción hecha por el Partido podía demostrarse documentadamente que había sido correcta. No se dejaba pasar ningún acontecimiento, ninguna opinión que pudiese entrar en conflicto con las necesidades del momento. La Historia era un palimpsesto cuya superficie era raspada para ser exactamente rescrita tan a menudo como fuese necesario.» (George Orwell, 1984.)

Un recurso que los gringos del mundo académico y periodístico tienen para reanimar la conversación es preguntar dónde estabas tú cuando mataron a John F. Kennedy.

La pregunta suscita inmediata e invariablemente verdaderas cascadas de evocaciones, interpretaciones, malentendidos y juicios de aquel momento histórico.

Me pregunto si el impacto que la vida pública de Hugo Chávez tuvo en la vida de todos nosotros será suficiente para que la pregunta «dónde estabas cuando murió Chávez» logre avivar entre nosotros una discusión sosegada y provechosa que contribuya a una visión consensual del último medio siglo venezolano. Para esto no tengo respuesta. Quizá sí, pero me late que no: hay mucho odio ambiente, muchas heridas en carne viva, agravios que aguardan la hora de cobrarse. Hay demasiada gente que mostró una sonrisa feroz y alzó una copa rencorosa sintiendo que ese gesto, hecho en la barra de cualquier tasca al final del día la vindicaba.

En la otra orilla de nuestra anchurosa discordia nacional se agrupa una fervorosa masa que se ha hecho sentir en los últimos días. Ni el más recalcitrante opositor podrá siquiera insinuar que ese mar de venezolanos que se comportan como genuinos deudos de Chávez ha acudido a la capilla ardiente en procura de un dinero, una bolsa de Mercal o una lata de cerveza. La masiva manifestación de dolor, de desamparo en la orfandad, de fervorosa adicción a lo que sea que cada uno de ellos siente que es su legado ha logrado infundir desconsuelo político en muchísimos opositores.

Llego a casa y encuentro en mi cuadernito verde la cita de Orwell que preside esta bagatela dominical. La hice semanas atrás, cuando pensaba adelantarme a cualquier emergencia periodística y preparaba la nota necrológica de Chávez que convenía tener a mano. Nunca la escribí y, risiblemente una vez más, a pesar de cuán previsible y anunciada fue la muerte de Chávez, los acontecimientos me sorprendieron charlando con una pareja amiga mía, ante el whisky justiciero del final del día.

La noche del martes 5 de marzo recibí un frenético email de parte de un diario español pidiéndome una nota que habría que escribir «a vuelapluma». El resultado fue decepcionante, tanto para ellos como para mí, pero en el proceso tuve ocasión de hurgar en el disco duro para leer de prisa y en diagonal, en procura de inspiración, parte de lo que durante catorce años he escrito sobre el hombre que, aún muerto, se resiste a salir de escena. A principios de 1998, por ejemplo, publiqué en El Universal de Caracas un artículo titulado «¿Por qué no me asusta Chávez?», menos por mortificar las alarmas y aprensiones de los lectores más conservadores de ese matutino que por encarecer la candorosa idea que por entonces me hacía yo de la inconmovilidad del sistema político venezolano que nos había regido durante cuarenta años. Tenía yo fe en una opiácea superchería enérgicamente difundida por historiadores de mucho predicamento en aquellos días: la «singularidad» venezolana. «Somos únicos ­ rezaba la versión más legible ­, no somos violentos como los colombianos ni adoradores perpetuos de Eva Perón como los argentinos». Vuestro bipartidismo, imperfecto como era, no se parecía en nada a la «dictadura perfecta» del PRI. Éramos la democracia más antigua y sólida de la región. ¿Una dictadura militar de extrema izquierda? Difícil de creer: a la Venezuela de hace quince años le venía como un guante el título de una novela de Sinclair Lewis : «Eso no puede pasar aquí».

Quince años más tarde, un amplio consenso académico considera el desempeño de Chávez en el poder como uno de los más acabados ejemplos contemporáneos de lo que ya en 1997 Fareed Zakaria describió y llamó «democracia no liberal»: la forma de tiranía más popular desde que desaparecieron los totalitarismos «clásicos» del siglo XX. Otros llaman «régimen híbrido» a la causa mayor de nuestra pesadilla.

Una dictadura perfecta – ¿perfecta?- diría yo que es el legado de Chávez. A cargo ahora de la gente que él mismo ungió como herederos. Aprobada por una masa que ahora no sólo tiene un héroe digno del culto, sino que está imbuida de una nueva religión que añade otra vuelta de tuerca a la «teología bolivariana» que denunciara Luis Castro Leiva: Chávez ha legado no sólo un mito, sino un palimpsesto de interpretaciones de nuestra historia en la que Páez y Carlos Andrés Pérez, Henrique Capriles y Francisco de Paula Santander son la misma cosa: burgueses, traidores, apátridas. Como usted y yo, lector.

«Habrá que irse» murmura boquiabierta una señora de muy buen ver que mira las exequias por televisión mientras ambos hacemos la cola de la caja en el automercado.

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