¡Qué vergüenza con ese señor!
En días recientes vimos un programa especial transmitido por Globovisión donde se hacía un recuento de las múltiples agresiones verbales que el Presidente Chávez ha hecho reiteradamente a mandatarios extranjeros y sectores de la sociedad venezolana en general. Ya es bien conocido, dentro y fuera de Venezuela, la ligereza con que el presidente ataca a quienes toma de presas como blanco de sus dardos y les dispara lo primero que se le viene a la cabeza, sin cuidar el fondo o la forma de lo que dice, la referencia de quién habla o a qué auditorio se dirige. Pero hemos de reconocer que el recuento condensado en ese programa nos impactó. No por desconocimiento sino porque nos mostró una verdad arrolladora de un trancazo. Así no más, como una bofetada. Como un puñetazo que nos dejó en el piso y sin palabras.
Las reacciones ante los desafueros presidenciales son diversas. A muchos produce risa la impudicia de nuestro gobernante e incluso se alegran por la ‘valentía’ de sus palabras o por decir verdades que muchos hubiésemos querido escuchar en otros tiempos. Sin embargo, apostar a la verdad, sin groserías, con caballerosidad, enaltecería al mandatario y enorgullecería a un pueblo que ha sido víctima de grandes injusticias, como lo ha sido, hay que reconocerlo, el pueblo venezolano. Pero acudir a la impertinencia, sucumbir en la patanería, no da risa, antes bien, avergüenza. Uno no puede reírse de las burlas hechas a un presidente extranjero como lo hizo con el ex – presidente de los Estados Unidos. Uno no puede reírse de las ofensas propinadas al presidente Uribe. Uno no puede reírse de los insultos manifestados contra un líder de la oposición, contra dueños de medios de comunicación, contra todo el que se le oponga y lo manifieste públicamente. Uno no puede reírse de las injurias, las humillaciones y los agravios que se hagan a nadie. Y sencillamente no podemos reírnos de nada de eso porque sería una vileza, una mezquindad y una bajeza. Reírnos en estos casos desdice de nuestra calidad humana, de nuestra capacidad de aceptación y reconocimiento del otro. Reírnos de una burla o una ofensa es aceptar una tragedia convertida en chiste. ¿O será que carcajearnos frente a la desgracia es nuestra respuesta a la impotencia?
Otra reacción es la indiferencia. La apatía ante todo lo que el presidente haga o deje de hacer. A mí sí me importa. Porque es ‘nuestro’ presidente, nos guste o no, hayamos votado por él o en su contra. Es nuestro representante ante el mundo y por ello tenemos todo el derecho, así como es nuestro deber, exigir que su comportamiento esté a la altura de su investidura. Los hechos, lamentablemente demuestran lo contrario. Imaginamos pues, con tristeza, que nuestro país en el extranjero debe ser visto como un circo de variedades con entrada libre gracias a internet.
Por último, la reacción que suponemos debe producir, oscila entre rabia y vergüenza. Por lo inapropiado, desproporcionado e inconveniente para nuestro país, dentro y fuera de él. Dentro, porque se supone que un presidente debe tener una actuación ejemplar y ser modelo. ¿O será que nos gusta la chabacanería y la vulgaridad? Y fuera, porque un personaje que se comporte de esa manera no merece ser tomado en serio. Como es de suponer, todo primer mandatario, representante de cualquier estado nacional, en el mundo entero, debe cuidar las formas de procedimiento, el ritual de desempeño, las reglas de etiqueta, en fin, la manera de actuar que le es propia al cargo que ostenta. Desafortunadamente, en Venezuela hoy esto no parece ser más que un recuerdo efímero de épocas pasadas. Un libro antiguo que se quema bajo el fuego de nuestra propia revolución cultural.
A mí no me da risa. A mí sí me importa lo que hace, o deshace. A mí, y estoy segura que a muchos, lo que me da es vergüenza, pena ajena. ¡Qué vergüenza con ese señor!