¡Qué bueno que no estás!
Muchos padres que tenemos o hemos tenido hijos estudiando en el exterior durante estos últimos años, experimentamos una extraña sensación de tranquilidad a pesar de saberlos lejos. Pareciera contrario a cualquier sentimiento paternal el sentir que nuestros hijos están mejor separados de nosotros que compartiendo el nido con su familia. Y, a pesar del agujerito que deja su ausencia en el corazón, pensamos en nuestro hijo y nos decimos: ¡Qué bueno que no estás!
Yo he vivido esa experiencia y puedo decir con toda propiedad que, cada vez que pensaba que uno de mis hijos no estaba con nosotros, me sentía aliviada de saber que al menos, en lo que a seguridad en las calles corresponde, al respeto por el libre pensamiento y al derecho de gozar de la libertad de actuar según sus convicciones, estaba protegido y seguro.
La sensación de saber que un joven está a salvo en su tránsito diario a la universidad y en las noches cuando se reúne con sus amigos, para los que tenemos hijos adolescentes, es invalorable. La angustia que vivimos los padres con hijos de esas edades es común para todos los venezolanos de cualquier tendencia.
En cualquier lugar que uno visite, el tema de la inseguridad se presenta obligatorio. Prácticamente no hay persona que no tenga una historia sobre asalto, robo a mano armada, hurto de carro, que no haya sido víctima, él o alguien de su familia, de la delincuencia.
En estos días, estaba comprando timbres fiscales para colocarlos en el título de bachiller que exigen a mi hijo para ingresar a la universidad, y una señora de origen aparentemente humilde hacía lo mismo que yo. Mientras cancelaba, como previniéndome, me dijo: “Yo también necesito estos timbres para el título de mi hija pero para llevarlo a Colombia. A mi hijo varón me lo mataron unos malandros saliendo del metro de Agua Salud así que a mi otra hija la mando a casa de su abuela para que estudie por allá, porque no quiero que me la maten aquí. Prefiero que esté lejos de mí.” Ese episodio se repite a diario en nuestro país y la tristeza invade a los padres que prefieren tener sus hijos lejos pero seguros, que mantenerlos cerca y corriendo peligro a diario.
Es contra natura querer que los hijos se marchen. En su gran mayoría, los padres nunca queremos que los hijos se vayan lejos. Por lo general en sociedades como la nuestra, las familias se conservan unidas y los domingos son los días del encuentro entre hermanos, abuelos y tíos. Son los días de parrilla y dominó, de tertulias y cuentos sobre experiencias. Son el abrazo de las vidas que transcurren paralelas y que esperan el fin de semana para compartirse. Lamentablemente, cada vez, son más escasos esos ratos y menos numerosos. Se ha sacrificado el amor del roce continuo por la seguridad material que ofrecen las fronteras de otros destinos.
¿Cuándo imaginamos que la lejanía habría de producir un soplo de tranquilidad en el corazón de una madre que entra a la habitación vacía de un hijo distante? Los besos al hijo dormido aparecen en el pensamiento. La risa se escucha en la brisa y su música se silencia mientras pensamos que duele tenerlo lejos.
Ojalá pronto el país ofrezca, de una vez por todas, el nivel de seguridad que nos devuelva a los hijos idos y podamos decir, en lugar de ¡Qué bueno que no estás!, ¡Qué bueno que regresaste!