Opinión Nacional

Primarias y autoritarismo

A lo largo de todo el domingo 12, mientras se realizaban las elecciones primarias para escoger el candidato único de la unidad, mucha gente se preguntaba por qué la cúpula gubernamental había estado tan respetuosa con el proceso, el jefe único no había ordenado largas cadenas y los grupos de motorizados camisas rojas entrenados en el uso de la violencia no habían salido a hostigar a los electores de oposición.

Es cierto que en los meses previos los voceros oficiales desataron una despectiva campaña de rumores para intentar degradar el proceso, pero también lo es que al final en apego a la ley el Gobierno permitió que el Consejo Nacional Electoral pusiera sus equipos al servicio de las primarias, y les confirió así mayor legitimidad.

No hay duda de que, bien conducidas, estas medidas hubiesen contribuido a mejorar la maltratada imagen internacional del régimen bolivariano. Porque mirado con un mínimo de objetividad, el hecho de que los partidos opositores estén activos y, además, hagan unas elecciones arbitradas por el Poder Electoral, puede ser interpretado por un observador imparcial como la evidencia de que en Venezuela hay democracia plena. Las dictaduras, podría argumentar el observador, proscriben los partidos opositores y, que se sepa, ningún dictador ¬Pinochet, Castro o Pérez Jiménez¬ ha permitido jamás una consulta electoral de las fuerzas opositoras.

Pero todo lo que el régimen había avanzado por esos días comenzó a hacerse trizas el día martes 14 cuando el Tribunal Supremo de Justicia ordenó a la unidad democrática revertir su decisión de destruir los cuadernos de votación para que el Gobierno no se enterara de quiénes habían participado en las elecciones primarias; la policía de Aragua intentó incautar los cuadernos por la fuerza y hacer preso al presidente de la Junta Electoral local, y al día siguiente brigadas armadas oficialistas atacaron a tiros la sede de la Universidad Central de Venezuela en Maracay para acallar las protestas que allí ocurrían.

Gracias a estos hechos podemos explicarle al observador imparcial que lo que él desconoce es que el régimen instalado en Venezuela desde 1999 ha logrado una estrategia para con una mano permitir el juego democrático y, con la otra, impedirlo brutalmente. Es lo que muchos hemos denominado «neoautoritarismo» o «autoritarismo del siglo XXI» para designar estos modelos híbridos que no son una democracia, aunque presuman de serlo por conveniencia, pero tampoco una dictadura convencional, aunque igual aspiren al control absoluto del poder.

En el caso venezolano, la estrategia fundamental es utilizar el descomunal poder del Estado, el dueño de los dólares de la inmensa renta petrolera y el mayor empleador y contratista del país, para amedrentar, coaccionar e intentar impedir que los ciudadanos ejerzan libremente sus derechos.

Fue por eso que uno de los mayores esfuerzo de la campaña para las primarias era tratar de garantizarle a los electores en riesgo ¬aquellos que trabajan en organismos públicos, contratan con el Estado, aspiran a una beca o un crédito de la banca estatal o reciben dinero de las misiones¬ que su identidad no iba a ser conocida por el aparato de gobierno. Por eso decidieron, y el CNE lo aceptó, quemar los cuadernos de votación una vez que los escrutinios se realizaran.

Nada habría pasado si la votación no hubiese sido tan alta y el desespero de los gobernantes tan grande ante la amenaza electoral. Fue entonces cuando terminó la luna de miel democrática y la mano del autoritarismo entró de nuevo en juego utilizando al aparato judicial como el frente de choque con el cual desmerecer el éxito opositor.

En las democracias plenas, las elecciones primarias de cualquier partido son un acto normal. De rutina. En las dictaduras es un hecho negado.

Y en los modelos neoautoritarios un simulacro que las cúpulas de poder permiten pero tratan de asfixiar por vías violentas. Los opositores lúcidos aprenden que es un juego de estrategias del tipo gato con ratón que permite mantener la lucha política aún en medio de la hostilidad judicial.

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