Por qué debemos votar
Desde los tiempos de la Grecia antigua, la del Siglo V, el voto ha sido el buque insignia de la democracia. Respetado por quienes asumen los principios de los cuales dimana, así como manipulado y desconocido por herederos de dictadores o aspirantes a serlo. Es el caso de la trapacería rampante practicada entre 1936 y 1945, del asalto a mano armada de 1952, de la engañifa plebiscitaria de 1957 y de los artilugios cibernéticos realizados desde 1999.
En esta mala hora para la República el cabecilla ordenó reformar la Constitución que nos rige, en los artículos y términos ajustados al proyecto fidelo-comunista que adelanta desde el momento en que juró el cargo. En ese orden de ideas sustituye la vocación democrática de la nación e impone, además del fundamentalismo bolivariano acuñado en 1999, el social-comunismo cubano y con él pulveriza el concepto democrático en la educación y en la escogencia profesional para el desarrollo humano en el más amplio espectro; el de la libertad para elegir la actividad productiva que se prefiera y obtener beneficios; de la expresión de las ideas sin temor a ser reeducado; de ser propietario indiscutible de tus bienes, muebles o inmuebles, y disponer de ellos a tu conveniencia, sin temer que sean ocupados, expropiados o confiscados; el tener derecho a la información y al debido proceso, sean cuales fueren las circunstancias y una larga etcétera. Les faltó facultar al cabecilla para escoger entre los de su consanguinidad el sucesor e igualar a Robert Mogabe, el octogenario tirano de Zimbabwe.
El número y poder destructivo del articulado propuesto trasciende el concepto de reforma admitido por la Carta Magna y cobra magnitud de un nuevo Estatuto. Por consiguiente el asunto reclama ser tratado por el Poder Constituyente Originario, tanto más cuanto que los integrantes de la Asamblea Nacional, con degradante obsecuencia, hicieron agregados que le permitirían a quien los pastorea hacer mayor daño a la nación y le facilitaría bajar el telón y hundirnos en la oscuridad.
Por supuesto que el votar o no es una opción política en torno a la cual el ciudadano debe meditar. Pero conceptuamos que en la hora menguada que vive la nación votar o no hacerlo deja de ser una opción política y adquiere dimensión de imperioso compromiso de moral ciudadana, por sobre la predica abstencionista orquestada por frustrados cultores de la inmediatez. No es hora de deshojar “papeletas”. Es la de colocar en alto la ética política del ciudadano. La de votar NO al golpe de Estado oculto en la reforma empacada en dos bloques.