Póngase los zapatos del otro
Hay ocasiones en que los seres humanos juzgamos y castigamos a otros, por no estar de acuerdo con su forma de ser, pensar o actuar. Pero pocas, poquísimas veces nos detenemos a considerar la razón de sus actuaciones. Hay que ponerse los zapatos del otro, imaginarse en su situación por un instante, y preguntarnos si dado el caso hubiésemos actuado de la misma forma o, peor aún, si no habríamos tomado actitudes más censurables todavía.
¡Es tan fácil destruir! ¡Con qué prontitud se hace leña del árbol caído!
Al parecer nos dejamos llevar por la simpatía o antipatía que una persona nos produzca. Pero hay acciones que nada tienen que ver con estos sentimientos. Hay acciones que independientemente de quién las realice, y así no se compartan, merecen cuando menos, respeto. Por eso es lamentable que cuando las personas responden a lo que queremos, las aplaudimos, y cuando no, las perforamos con el aguijón del ataque.
En las concentraciones que se llevaron a cabo en todo el país durante los días del paro cívico de 2002, cuando aparecían entre la gente aquellos que lo lideraron, muchos se agolpaban a su alrededor para estrechar su mano, brindarles apoyo y auparles al grito de ¡Valientes! y ¡Ni un paso atrás!
Ha corrido mucha agua desde entonces. Es terrible observar como la marea se llevó consigo las muestras de solidaridad que se exhibieron en aquellas circunstancias.
Hoy, sorprende advertir que los mismos que se acercaban a tropezones para identificarse y abrazar a los líderes del paro, son los que juzgan y condenan a aquellos que respondiendo a presiones del gobierno, se han visto en la necesidad de abandonar el país o permanecen clandestinos para evitar caer bajo la hoz que está presta a cortar cabezas.
¡Con qué facilidad se respalda al que se encuentra en la cresta de la ola! ¡Y qué difícil permanecer a su lado cuando se hunde en las aguas del abandono! El soporte no se brinda únicamente cuando se goza de éxito o reconocimiento, se es verdaderamente generoso cuando se mantiene el apoyo firme, a pesar de las derrotas y el olvido.
Sería revelador conocer la actitud que habrían tomado muchos de los que hoy afinan sus espuelas para clavarlas contra los que se hayan clandestinos, si se supiesen perseguidos, conociendo de antemano el fin que les espera en un país donde la aplicación de justicia está reservada exclusivamente para aquellos afectos al proceso
¿Cuál sentimiento, entre dignidad o vergüenza, escogerían quienes les juzgan, al estarles negada la oportunidad de empleo en cualquier empresa petrolera con la que PDVSA mantenga relaciones comerciales, por haberse unido al paro general que tanto se ansiaba? Sorprende la ligereza como se califica de cobardes a los que perdieron su carrera por mantenerse de pie mientras otros se arrodillaban. ¿Será que olvidaron la aparición de Juan Fernández el ocho de marzo de 2003, cuando en medio de una concentración en Chacao retó al gobierno dirigiéndose especialmente al presidente Chávez? Verlo tras las rejas, delgado y enfermo ¿lo convertirían entonces en héroe? Es que ¿no fue suficiente lo que sucedió con el General Carlos Alfonso Martínez y lo que está sucediendo en el presente con aquellos a quienes arrebataron su libertad?
Cuán rápido se olvidaron episodios que afortunadamente no todos hemos tenido que vivir. ¿Olvidaron que todos los petroleros acusados y perseguidos marchaban bandera en mano dando la cara? ¿No fue suficiente ver lo sucedido en los campos petroleros de Los Semerucos y Campo Médico? ¿Cuántas veces no se gritó ¡Valientes! a los de PDV Marina? Y hoy se les juzga por marcharse a buscar la vida que aquí perdieron, o por ocultarse para evitar caer en manos de la tiranía. No podemos ser tan mezquinos.
Quizá no haya tampoco recuerdo que evoque la petición de ir al paro lanzada a gritos a la persona de Carlos Ortega un día de octubre de 2002 en la misma autopista que pisaron tantas veces. ¡Y pensar que son los mismos que encendían el televisor a diario, mientras duró el paro, a eso de las seis de la tarde para escuchar las novedades del día! ¿Por qué no olvidaron que las manifestaciones civiles realizadas en nuestro país, han sido catalogadas como las más multitudinarias del mundo, pero sí borran de la memoria a quienes aceptando la vountad de la mayoría lo convocó?
Hoy se condena a Ortega por haber sido apresado, según fuentes del gobierno, cuando se disponía a jugar bingo. ¿Hay constancia de ello? ¿Es ésa la verdad verdadera? Porque hay muchas, pero muchas verdades que aún esperan ser conocidas por todos los venezolanos. Sobran ejemplos. Y, si así fuera, si se disponía a jugar bingo, ¿su anterior gestión no cuenta? Asoma mi curiosidad y pregunto: ¿Cuántos no han ido a alguno de los bingos, muchos ilegales, que empiezan a proliferar por todas partes? ¿Entonces? ¡Quien esté libre de culpa que lance la primera piedra!
Similar actitud se asume con Carlos ´Fernández. Quien se encontró al frente de Fedecámaras durante aquellos días, vive el exilio sin la visita de los que se decían sus amigos.
Por otra parte, ¿A qué se debe que hoy se pretenda desconocer a los militares que se instalaron durante meses en la Plaza Altamira, cuando se consideraba un honor hacerles firmar la bandera? ¿Alguien habría tenido el valor de hacer lo mismo? Porque era muchísimo más sencillo salir del trabajo y ‘pasar’ un rato por la plaza, antes de ir a descansar y comer una cena caliente en el hogar, que meterse en una carpa esperando que el pueblo saliera a la calle y decidiera levantarse.
No estuve completamente de acuerdo con cada una de las acciones realizadas por todos ellos. Incluso, me opuse a algunas que me negué a compartir. En lo particular no creo en las solidaridades automáticas. Afortunadamente, vivir en democracia nos permite diferir y se es libre de escoger lo que se considere más adecuado según sea el caso. Pero suena muy distinto no estar de acuerdo en algunos asuntos, a condenar visceralmente a quienes tuvieron los pantalones bien puestos para realizar gestas que muchos no habríamos soñado emprender jamás.
Al margen de afectos o desafectos, antes de condenar al otro hemos de calzarnos sus zapatos, si no es que nos quedan grandes, y preguntarnos a solas ¿qué habríamos hecho en su lugar?
Con toda seguridad, una actitud muy distinta se asumiría.