Políticos y hombres de estado
La política es un drama sin final. Acto tras acto se reinventa así misma en un subir y bajar de telones. No pasa así en los toros o en la ópera o en la vida donde el desenlace es más bien previsible. La política es el escenario en el que actúan, padecen, mueren y a veces resucitan los políticos; es el foro donde se resuelven los destinos de tanta gente sin que los políticos, algunas veces, reparen en ello. Actúan como resortes, cual robots, sacudidos por una potencia interna. Se despiertan, afeitan cuando sí, y visten mientras suena el teléfono que es el termómetro de su popularidad. Saltan a la calle para desembocar en la azarosa autopista pública donde, mientras se pueda, frenan. La política es además un vicio que cuando te atrapa difícilmente te abandona.
El hombre de Estado es otra cosa, raza distinta y sensibilidad. Otro talante. Los políticos y los hombres de Estado algunas veces se repelen. Casi nunca se es las dos cosas a la vez y en general la encuesta de la historia nos dice que ha habido, hay y habrá políticos a borbotones y hombres de Estado por buscar. Deberían ser los presidentes de las repúblicas más que eso nada más. Al menos líderes de su nación. Hombres de Estado sería extraordinario, aunque si usted se pone a ver, lo que llamamos de Estado, pudiera serlo también una dama, con lo cual el diccionario debería ampliarse e incluir “mujer de Estado”, para referirse a señoras con alta concepción de gobierno, que las hay y cada vez más, para bien y para mal, igual a masculino. Y si usted repara en el asunto también un bibliotecólogo pudiera ser un hombre de Estado, al entender la raíz pública y profundamente social de su función que pasa casi siempre desapercibida como un trueno en la jungla. Como la conciencia.
Si las comparaciones sirven para algo, políticos y hombres de Estado son incomparables, y lamentablemente, por fuerza de las circunstancias, casi excluyentes. El político es una energía en movimiento, un necesario interlocutor que carga sobre sí, con gusto, con los problemas que el ciudadano común declina. Y no me venga usted con la letanía de que la democracia en la época de Pericles o el rosario del ciudadano participativo y revolucionario. Hay gente para cada oficio y faena para cada necesidad. Así digo plomeros, médicos, carniceros, agricultores, empresarios y también políticos, que son el recurso que las sociedades se han inventado para resolver lo que cada quien no puede remediar por mano propia. El hombre de Estado por su parte deja el menudo y levanta la vista. Observa en otra dirección, parece que medita. Se convierte en guía, padre, orientador, por encima de diferencias y distancias, propiciador de diálogos mira por todos, se diluye en los demás y de allí su cercanía y grandeza, a pesar de que en la práctica pueda ser árido o distante. En la Venezuela de hoy los políticos son una necesidad y los hombres o mujeres de Estado una pesadilla.