Política, brujería y criminalidad
El factótum del último y lamentable gobierno de Juan Domingo Perón y del de su protegida Isabelita Martínez fue el brujo López Rega. Un desconocido cabo de la policía que hiciera carrera en los albañales del peronismo, desde los que ascendiera en el escalafón del populismo argentino hasta convertirse en el cerebro gris detrás del trono, el Rasputín del decadente gorilaje político peronista. Murió encarcelado, mientras se le sometía a juicio por sus innumerables crímenes, entre los que no faltó el asesinato por razones políticas.
No era la primera, ni sería la última vez en que un gobernante se rindiera a los sortilegios de un embaucador profesional. La historia de los todopoderosos está plagada de brujería, de ensalmos y de magia negra. Es el resabio del poder más bárbaro y retrasado que nos llegara desde el corazón de las tinieblas y la barbarie política. No se requiere tampoco de la brutalidad cuartelera de un teniente coronel para caer rendido ante los supuestos poderes de paleros y nigromantes. Todo dictador aspira a construir su Vudú particular y asegurarse de esa forma su entronización vitalicia.
Creyentes en sus poderes sobrenaturales, no apuestan a la cultura política de sus seguidores o a la civilización de sus instituciones. Conscientes de que nada en ellos permitía imaginar el poder absoluto de una presidencia de la república, creen que un golpe de suerte, un pacto con el diablo o un destello sobrenatural los congelará en el trono y adormecerá para siempre a sus vasallos. Son las historias que nos dejan los cuentos infantiles y el folklore político.
Mal, muy mal debe encontrarse un país si de pronto cae en manos de quien se cree ungido por los poderes del mal y quien, para asegurarse el mando, debe pactar con los demonios. Parece ser el caso de Venezuela y un presidente que necesita alimentarse de los polvos de Bolívar y los ensalmos de Zamora. Para mayor desgracia, si ha caído bajo la seducción de Fidel Castro, experto en las artes de la manipulación de masas. Castro no cree en brujos, en fantasmas ni en sahumerios. Es de una brutal racionalidad ilustrada. Pero conoce el poder del engaño, del fraude y de la superstición. Y ha sabido echar mano de palomas amaestradas y de brujos y santeros para convencer al pobre pueblo cubano de que es inmortal. Como uno de esos siniestros personajes de García Márquez, convertido él mismo en un creyente de la estulticia.
Todos los sátrapas y criminales políticos cayeron bajo el hechizo de algún brujo adivinador: Batista y Pérez Jiménez, Rojas Pinilla y Trujillo, Somoza y Juan Vicente Gómez. Hasta Shakespeare contó de sus delirios: Macbeth murió asediado por los fantasmas de sus crímenes. Ahora es Hugo Chávez el esperpento de babalaos y santeros. Ha de cargar alguna reliquia de Bolívar o Zamora y se habrá encomendado a todos los santos para no terminar en la oscura y fétida trastienda de la historia, de donde ya lo reclaman.
Que Dios se apiade de su destino. Ante el juicio de la historia, no hay santero que valga.