Plebiscito y Revocatorio
En noviembre de 1957, cuando Marcos Pérez Jiménez y el José Vicente Rangel
de la época, Laureano Vallenilla Lanz (que nos perdone Laureano Vallenilla
Lanz) deciden convocar un plebiscito para elegir al Presidente de la
República; estaban absolutamente convencidos de ganarlo. Los gobiernos de
entonces no eran esclavos de las encuestas, de manera que su percepción del
sentimiento popular era bastante subjetiva. Pero, para asegurarse un triunfo
arrollador tomaron algunas medidas: una decretada y pública como fue el voto
de los extranjeros residentes en el país y otra de facto y compulsiva que
era la obligación de los empleados públicos a entregar a sus jefes -una vez
pasado el acto electoral- las tarjetas rojas del voto negativo. Gran
ingenuidad porque muchos de estos empleados no consignaron (se guardaron
entre sus ropas) la tarjeta azul del SI y luego devolvieron la roja. Por
supuesto que había un solo candidato -Pérez Jiménez- y tan obvio era que no
estaba prevista su derrota, que no se tomó ninguna disposición para el caso
de que ocurriera.
¿Por qué y para qué se armaba esa farsa? ¿Cuál era el sentido de ese engaño
si durante los cinco años que siguieron al fraude electoral de 1952, el
Dictador nunca pretendió ser considerado de otra manera? Claro que el
gobierno se presentaba como constitucional y hasta el porro de unos
colombianos adulantes lo cantaba: “Coronel Marcos Pérez Jiménez, Presidente
constitucional, elegido por el pueblo con orgullo nacional”; pero no había
escrúpulos que ocultaran la censura a la prensa ni los presos políticos ni
las torturas ni los exiliados. Al fin y al cabo América Latina estaba llena
de dictaduras, los EEUU no solo se hacían la vista gorda sino que las
avalaban y la mitad de Europa se encontraba aplastada por la bota soviética.
Pérez Jiménez apenas seguía el libreto de todas las dictaduras: fingir que
el pueblo decide. Lo había hecho Hitler en Alemania y lo hacían los
comunistas de la URSS. Después lo copiaría Fidel Castro. ¿Solo Fidel Castro?
Cuando Chávez introdujo en su Constitución más democrática del mundo, la
figura del referéndum revocatorio presidencial, pensó que el baño de
popularidad de cada una de sus apariciones públicas y el 80 o 90% en las
encuestas, serían eternos. Pero no perdió de vista la necesidad de manipular
las consultas populares, cuando fuese necesario. Incluir esa innovación en
el texto constitucional contribuía sin duda a maquillar a su gobierno con un
pancake de democracia, pero el control de todos los poderes del Estado lo
convertía en un saludo a la bandera: si el poder Legislativo, el Judicial,
el Electoral y el Moral, aparte de la Fuerza Armada, respondían a la sola y
única voluntad del Presidente de la República; podían irse muy largo a todos
sabemos dónde quienes pretendieran derrotar al Mesías, padre y jefe de la
revolución. Hubo sin embargo elementos que el infalible, el que se las sabe
todas no contempló. El primero y más importante: la fuerza inmensa del
espíritu y de la voluntad opositoras. Chávez y sus cortesanos creyeron que
ese segmento de la sociedad venezolana llamado despectivamente “escuálidos”,
“oligarcas” y “ricos”, saldría corriendo del país. Quedaría el “soberano” que -como en Cuba- es la gente que no se fue porque no tenía como irse y que ahora no puede salir aunque quisiera. Creyeron también que los partidos
políticos estaban heridos de muerte, desahuciados y que los dueños de los
medios de comunicación, preocupados más por el negocio que por la suerte del
país, se plegarían a sus dictados. La realidad es que la gran mayoría de la
clase alta y media permaneció en Venezuela decidida a rescatarla; a duras
penas y sin la fuerza de antaño los Partidos se recompusieron y lograron
armar, con participación de la sociedad civil, la Coordinadora Democrática y
han sido justamente los medios la verdadera piedra en su zapato, lo que le
quita el sueño y lo altera hasta niveles paranoicos.
Jamás imaginó el aspirante a líder de todas las revoluciones y de todos los
condenados del planeta Tierra, que el Centro Carter y la OEA vendrían a
meter sus narices en las consultas electorales. Por su mente no cruzó que,
en contraste con la mediocridad de su equipo de gobierno y a pesar de sus
esfuerzos por suprimir cualquier vestigio de modernidad; existiría algo como
Súmate, capaz de causar envidia a cualquier país del primer mundo. Entonces
tuvo que acudir al Plan B, que es lo que estamos viendo: la caída de las
máscaras democráticas con las persecuciones, amenazas, encarcelamientos,
torturas, farsas seudo golpistas y la figura aberrante del arrepentimiento.
Como es imposible obligar a decenas de miles de empleados públicos y de
contratistas y proveedores del Estado a que en juicio público y televisado
se arrepientan (al estilo de los juicios estalinistas y fidelistas) se
inventa la figura del arrepentimiento colectivo. Es la misma afrenta a la
dignidad humana, golpear a la gente no solo en sus medios de subsistencia
sino en su amor propio.
Los venezolanos de antaño, cuando el orgullo y el honor eran valores
estimables, solían decir ¡En mi hambre mando yo! Y así será, en el hambre de
millones de venezolanos no manda Chávez, aunque su gobierno haya sido el
causante de la misma. Quienes tuvieron el valor de firmar y de reafirmar,
sabiendo muy bien las consecuencias, irán a reparar o se quedarán en sus
casas si sus firmas son válidas. Lo contrario sería como arrepentirse de ser
venezolanos, de amar a este país y de aspirar a que retornen la cordura, la
decencia y la paz.