Pequeñas victorias
No sé cómo será ahora pero en los años 40, cuando aún íbamos a la primaria
en nuestra querida e irrepetible escuela pública, la Experimental Venezuela,
había en cada grado algún compañero que se destacaba por su condición
pendenciera acompañada de la fama de dejar mal parado a todo aquel que se le
enfrentara. Su sola presencia infundía miedo y mientras algunos procuraban
no cruzarse en su camino para no tener que enfrentarlo, otros lo adulaban
compartiendo con él la merienda o alabando su fortaleza física y su valentía
Uno de esos embriones de capo mafioso estaba ya en el primer año de
bachillerato del Liceo Andrés Bello y cuando retaba a alguien a “te espero
en la salida”, ese alguien no solo temblaba de miedo sino que debía asistir
al encuentro a puño limpio para no quedar etiquetado como “gallina”. La
pelea contaba siempre con un nutrido grupo de expectadores, compañeros de
estudios del pecho pa’lante y de su víctima.
Había un gordito inofensivo a quien el guapetón de este cuento tenía a monte
con burlas y abusos hasta que un día ese muchacho que usaba lentes y carecía
de cualquier atisbo de entrenamiento deportivo, fue retado por el
capacherito a encontrarse en la salida. Apenas estuvieron frente a frente,
el gordito derribó de un solo puñetazo al contendor quien tardó varios
minutos en ponerse de pie y con la nariz sangrando. Los aplausos al vencedor
(que luego fue sacado en hombros como un héroe) y las burlas al caído fueron
de tal naturaleza que este último jamás volvió al liceo.
El incidente del sábado último en la Cumbre Interamericana de Santiago de
Chile, protagonizado por un monarca español que harto hasta la coronilla
perdió los estribos, y por el guapetón venezolano que cree que todos los
jefes de estado del mundo son subalternos a los que puede tutear, palmear en
el hombro, hacerles burlas y ofender; me trajo a la memoria aquel knockout
con un solo puñetazo del gordito del Liceo Andrés Bello. No voy a abundar en
las reacciones ni en los análisis políticos ante el suceso pero es imposible
no sumarse al júbilo casi universal porque al fin alguien haya puesto en su
sitio al hinchapelotas más insoportable que haya conocido la escena mundial
en quién sabe cuántas décadas. La escena de Nikita Kruschev golpeando con su
zapato su curul en la ONU, en 1960 y la de Yasser Arafat quien subió al
podium de ese mismo organismo con una pistola al cinto; son recordadas como
sucesos insólitos porque no eran conductas habituales ni siquiera en esos
personajes. Pero cuando Chávez tomó la tribuna en la Asamblea General de la
ONU para decir que olía a azufre porque el diablo (Bush) recién había estado
allí; ya era de general conocimiento su irreverencia propia de personas
ignorantes de las normas mínimas de comportamiento social.
No es ningún cachorro del Imperio sino Frei Betto, un sacerdote brasileño
militante de la Teología de la Liberación y colaborador durante dos años en
el gobierno de Lula Da Silva, quien hace la mejor descripción del caso Hugo
Chávez sin necesidad de nombrarlo. En su “Patología del Exhibicionismo”
leemos: “Hay adultos que no superan nunca la fase de exhibicionismo propia
de la infancia y quieren hacer siempre de la mirada ajena un espejo de su
autoimagen. El exhibicionista no se soporta, se cree inferiorizado, él sólo
se ve en la mirada del otro, pues ante sus propios ojos se siente
emocionalmente castrado. En el ejercicio de un cargo de dirección, el
exhibicionista siente una necesidad compulsiva de comprobar siempre su poder
destacándose por la arbitrariedad y transformando a sus subalternos en meros
instrumentos de su soberbia. Se complace en exhibirse incluso cuando hace
algún gesto magnánimo. El exhibicionista es, por desvío de carácter, un
extrovertido en el sentido etimológico y etiológico del término (inversión
extroyectada). Él exporta hacia los otros su propia imagen, como si todos se
sintieran más honrados al revestirse de ella. Siempre quiere sorprender,
ocupar todos los espacios, contemplarse a sí mismo en el altar erigido por
sus gestos espectaculares. Insiste en ser simultáneamente objeto venerado
por la mirada ajena y por la suya propia. En ese sentido, en el centro de
sus sueños no están los ideales que profesa o el amor que jura, sino su
figura misma. Todas sus motivaciones «altruistas» comienzan y terminan en su
ego. El ostracismo es la muerte del exhibicionista. Todo, menos el anonimato
El exhibicionista nunca demuestra señales de debilidad, condescendencia o
tolerancia. Revestido de supuesta omnipotencia, se desculpabiliza de toda
acción inescrupulosa, como si le incumbiese la misión histórica de innovar
los patrones morales. Por lo mismo, no se avergüenza de sus errores ni se
duele del sufrimiento ajeno, pues está convencido de que los demás no
merecen la suerte de poseer, como él, la estrella de la exhuberancia
ilimitada. En la vida diaria el exhibicionista no dialoga, se impone. Cuando escucha
es con la mente centrada en sí mismo y no en los argumentos del interlocutor.
Cuando habla, cree más en la fuerza simbólica del sonido de su voz que en la
lógica de su argumentación; entre tantos hambrientos malgasta salud y en una
situación de debilidad arremete como fiera. Se ofrece como referencia
catártica a todos los que viven en necesidad. En él todo es completo y los
necesitados lo miran como el niño al Superhombre que encarna todas sus
fantasías omnipotentes.
Una amiga me preguntó apenas corrió como reguero de pólvora el “por qué no
te callas” real, si eso nos servía de algo. -Si, de catarsis- le respondí,
porque esas pequeñas alegrías nuestras son grandes desgracias para el
exhibicionista. Una, dos, tres y otras más se irán sumando hasta hacerlo
caer en desgracia total y ser repudiado hasta por aquellos que hoy lo
veneran. Un día fue su compadre Baduel, al otro el rey de España, al
siguiente su ex esposa y así vendrán muchos más hasta mostrarnos que sus
pies son del más frágil de los barros.