Para Alejandro Rossi
En estos tiempos del desprecio a la inteligencia, los venezolanos hemos visto morir a grandes hacedores de la cultura en medio del más oprobioso silencio oficial. La reciente desaparición de Alejandro Rossi ha tenido el mismo trato. Se suma al expediente de mezquindad del régimen chavista: ni una esquela de condolencia, ni una declaración, ni una corona de flores, ni una palabra de recuerdo provenientes de las oficinas públicas.
En los cuarenta años democráticos (1958-1998), la cultura venezolana vivió el esplendor del mecenazgo estatal. Quizás se cometieron errores, pero las instituciones culturales estuvieron al servicio generoso de las artes. Los museos eran casas abiertas. Las editoriales del Estado no eran manejadas con criterio excluyente ni sus librerías eran promotoras de un solo pensamiento. A ningún ateneo se le despojó de su sede en retaliación por dar cabida a alguna actividad política de oposición. Las mejores películas venezolanas fueron financiadas por aquellos gobiernos sin exigir a cambio genuflexiones ideológicas.
Qué podrá decirse del actual aparato cultural en manos del chavismo. Sólo unos pocos funcionarios muestran amplitud, sobreviven en medio del sectarismo que usa listas negras para negar trabajo, financiamiento o simples trámites de documentos a los ciudadanos que no se visten de rojo.
Ese fanatismo es el que ha negado honores a los grandes artistas fallecidos en los últimos años. La lista incluye a Arturo Uslar Pietri, Juan Liscano, Salvador Garmendia, Eugenio Montejo, para sólo mencionar a cuatro autores de novelas, cuentos, ensayos y poemas imprescindibles para nuestra cultura.
Claro, fueron escritores valientes y dijeron en su momento lo que pensaban sobre el desordenado despotismo que vivimos. No se callaron como otros, para que los lectores de éstos experimentaran la perplejidad por su silencio o, peor, el estupor por su cobarde adulancia.
Para Alejandro Rossi (1932-2009), nacido en Florencia de padre italiano y madre venezolana, filósofo, profesor, narrador y ensayista, orgulloso venezolano y mexicano, autor de una concisa pero grande obra, tampoco hay homenaje oficial. Él no cerró su boca ante el desempeño del teniente coronel Hugo Chávez, advirtiendo desde antes de su ascensión al poder, que “nada justifica arriesgar la democracia, condición necesaria de cualquier solución”.
Ahora el mejor homenaje que le podemos hacer sus paisanos venezolanos es leer los libros que escribió. Y así extasiarnos con su prosa límpida que reúne clara exposición y arte. Sus obras van desde la lógica de “Lenguaje y significado” (1969) hasta la tersa y memoriosa “Edén” (2006), una novela dedicada a sus días de infancia.
El ya mitológico libro “Manual del distraído” recoge sus colaboraciones en la revista “Vuelta”, hechas gracias a la invitación de su amigo Octavio Paz. Allí se mezclan la narración y el ensayo para armar unos textos en realidad magistrales, que no dejan indiferente a ningún lector. En los depósitos de Monte Ávila quizás queden todavía, escondidos entre tanto panfleto jalamecate de Fidel Castro y/o Chávez, algunos ejemplares de la modesta edición que publicara la editorial en 1987.
Después vinieron “La fábula de las regiones”, “Un café con Gorrondona” (mi segundo favorito después del “Manual” por, entre otras cosas, su extraordinario empleo de la ironía) y “Cartas credenciales”. En este último se ocupa de sus recuerdos de vida pero también de algunos creadores mexicanos y sus obras para entregarnos amenas reflexiones sobre la música, la literatura, la fotografía, la arquitectura y la pintura.
De porte elegante y expresión gentil, Alejandro Rossi no era un intelectual de cóctel y circunstancia. No le rehuía a la discusión. En los últimos tiempos, no se frenó para enviar alguna carta y diferir de un colaborador de la magnífica revista mexicana –su casa- “Letras Libres” (¿Cuándo podremos volver a disfrutarla en papel? Gracias a las complicaciones del control cambiario sólo podemos leerla por Internet). Alguien podría pensar que por estar en las alturas, Rossi -afortunadamente consagrado en vida- no debería bajar a polemizar con los mortales.
En “Guía del hipócrita” (en “Manual del distraído”) escribió: “Ahora bien, seamos sinceros y reconozcamos que el Gobierno de la Unidad Popular era un caos, aquello económicamente no tenía ni pies ni cabeza, un juego que satisfacía impulsos morales, manías igualitarias, pero el país mientras tanto se arruinaba. Una especie de festival ético –hermoso, desde luego- aunque con las horas contadas. Por Dios, nada contra Allende como persona, salvo sus sueños. Seamos sinceros, Chile estaba en bancarrota. Éste es el dato fundamental”.
Por decir cosas como ésta, a Rossi no lo puede homenajear el régimen chavista. Hay otra razón -que a lo mejor no se le ha escapado a algún obsecuente funcionario-, era descendiente de un verdadero General en Jefe: José Antonio Páez.