Opinión Nacional

Oxford en almibar

Después de la fundación de su universidad, Oxford se ancló en el tiempo, decidió permanecer en la Edad Media, permitiendo que unos colleges adustos y severos concretaran su fisonomía, y el lento evolucionar de la vida académica su idiosincrasia. Oxford no existe sin sus colleges, nada es sin ellos; así lo confirma Javier Marías, cuando escoge el nombre de uno de tantos, Todas las almas, para titular una de sus más aceptadas novelas. Todas las almas puede ser todos los colleges: Trinity, Exeter, St. Antony’s, Balliol, Merton, Christ Church, Brasenose, Pembroke, Keble, Oriel, con sus personajes revestidos de extraños nombres: el warden (el rector), el bursar (el tesorero); los dons o fellows (los profesores) de diferente clasificación y nomenclatura: eméritos, honorarios, investigadores, asistentes y los infaltables visitantes. No se le escapa al escritor la importancia del portero, ese ser perpetuo como la ciudad, ese Will existente en cada college que un día se encuentra en el presente y otro veinte o treinta años atrás, desandando con su memoria extraviada los tantos profesores conocidos “algunos ya muertos y otros jubilados, otros simplemente trasladados o desaparecidos sin dejar más recuerdo que el de sus nombres”.

Todas las almas es el alma de Oxford, de esa “ciudad estática y conservada en almíbar” que, como la obra del novelista español, es protagonizada por un conjunto de profesores que viven en un mundo de intrigas, de celos disimulados, de envidias contenidas, intentando descubrir los secretos del otro: sus inclinaciones sexuales, la afición por la bebida, las visitas recibidas o cualquier detalle inusual que altere la vida rutinaria de unos académicos para los que el ayer, el hoy y el mañana son irreductiblemente iguales.

En el college, todos desarrollan una capacidad de observación sin parangón, se fisgonea a los vecinos, a los transeúntes; en fin se construye, día a día, una habilidad para acumular información acerca de los demás: “De ahí viene la tradición -cierta – y la leyenda –cierta- de la gran calidad, eficacia y virtuosismo de los dons o profesores de Oxford en las tareas más sucias del espionaje y de su perpetua y disputada utilización por parte de los gobiernos británico y soviético como prestigiosos agentes sencillos, dobles o triples”. En Oxford si bien es cierto que todos vigilan, nadie mira. Está proscrito mirarse frente a frente, escudriñar el rostro del vecino, sostener su mirada, ejercer esa comunicación silente en la que los ojos hablan más que las palabras; de lo que se trata es de mirar “tan velada e intencionadamente que siempre cabe la duda de que alguien esté en verdad mirando lo que parece mirar”.

Además de vigilar, los profesores de Oxford tienen la virtud de escuchar a tal punto que han acuñado un verbo que “en español sólo se puede traducir explicándolo, y to eavesdrop (ésta es la explicación) escuchar indiscretamente, secretamente, furtivamente, con una escucha deliberada y no casual ni indeseada”. Oficio de dons y fellows que, más allá de poses circunspectas, reflexivas, de aparente recogimiento interior, están pendientes de escuchar lo que acontece en la mesa contigua, de captar un pedazo de conversación que pueda traducirse en información valiosa, a la hora de poner de lado al contrincante que compite por el deseado cargo académico o por el viaje de estudios largamente acariciado.

Oxford es un ritual de togas y high tables, de disfraces académicos y encuentros gastronómicos semanales para compartir una opípara comida aderezada por el aburrimiento colectivo y por el total desinterés acerca de lo que comenta el compañero de mesa. High tables en las que se bebe con orgullo el sherry, el oporto y el vino que cobijan los cellars del college, verdadero motivo de competencia entre una y otra institución, que sólo es superado por la afición a unas regatas que parecen no acabarse nunca porque el río Isis, como se denomina al Támesis en estas latitudes, se encuentra permanentemente poblado de bogadores frenéticos e infatigables. High tables celebradas en refectorios que ilustran la más rancia medievalidad, en las que uno cree haber terminado y debe, sin embargo al momento de beber el infaltable oporto, volver a empezar, cambiar de sitio en la mesa, a fin de entablar nuevamente conversación con el renovado vecino acerca de lo que investiga en esta ciudad donde todo el mundo investiga, con una pasión enfermiza, temas de diferente importancia y envergadura: “un particular impuesto que entre 1760 y 1767 había existido en Inglaterra sobre la sidra”, por ejemplo.

Oxford, con sus ciento y tantos miles de habitantes, puede ser caminada interminablemente, explorando todos sus rincones, partiendo de Carfax (en latín, quadrifurca, es decir: (“cuadrifurcada”), de donde surgen las principales avenidas en las cuatro direcciones latitudinales y también se llega a “sus confines de nombres esdrújulos: Headington, Kidlington, Wolvercote, Littlemore, Abingdon, Cuddesdon, ya más lejos”. En sus calles es posible encontrar lo impensable, tiendas y más tiendas (Oxfam, Save the children) en las que se ofrece ropa usada y vuelta a usar que los oxonienses adquieren con deleite, satisfaciendo con creces una austeridad que en otras latitudes se llamaría pichirrez.

En primavera, si es que pueden llamarse así esos días de un sol tímido y poco generoso como los habitantes de la ciudad, Oxford se llena de mendigos provenientes de todas las latitudes británicas: ingleses, galeses, escoceses e irlandeses vienen gozosos a esta ciudad adinerada porque “hay un par de casas de beneficencia o asilos en los que se les procura una comida diaria y a veces cama a los menos noctámbulos, y, principalmente, porque la mayoría de sus habitantes tienen corazones jóvenes y bisoños”.

Si los días laborales son aburridos en Oxford, debido a que las obligaciones del narrador de la historia de Todas las almas “eran prácticamente nulas e inexistentes… en una de las ciudades donde menos se trabaja, y en ella resulta mucho más decisivo el hecho de estar que el de hacer o incluso actuar”, los domingos son peores, “ no son simples y mortecinos domingos como en todas partes … sino domingos desterrados del infinito”. En esos domingos interminables hay que armarse de paciencia, ir a caminar a las orillas del río, al meadow, para contemplar cisnes y patos que constituyen la adoración de los oxonienses, o bien, armarse, esta vez de valor, para visitar unas míseras subastas locales organizadas con algún fin humanitario en el “parque de bomberos, el vestíbulo de un hotel sin clientes o el claustro de una iglesia”.

Hilary, Michaelmas, Trinity, son los términos escogidos para denominar los períodos durante los cuales transcurre la vida universitaria, se suceden las lectures, los papers, y los estudiantes medran en salones y bibliotecas, esperando impacientes el viernes en la noche para asistir al pub y beberse toda la cerveza que puedan acomodar en sus cuerpos, y ofrecer luego unos espectáculos que las más de las veces culminan en un vómito vulgar y corriente de escaso valor académico. Muchos Hilarys, Trinitys, Michaelmas, son necesarios para que los estudiantes se conviertan en doctores, luego de la defensa de una tesis preparada durante largos y largos años, que sorprendentemente convirtió un detalle, una aparente nimiedad -como el de la sidra- en volúmenes ahítos de información, adornados con citas enjundiosas, cifras y latinajos de rigor.

Ahí permanece Oxford, estática, perpetua, en almíbar, con su lentitud existencial, convirtiendo el pasado en perspectiva, ejerciendo una fascinación alienante, una atracción enfermiza que hace que a los que intenten prescindir de ella, ponerla entre paréntesis, alejarse aunque sea por un rato, “les falte el aire, los oídos les zumben, pierdan el sentido del equilibrio, den traspiés y tengan que volver apresuradamente a la ciudad que los posibilita y guarda allí ni siquiera están en el tiempo”.

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