Nueva constitucionalidad, enmienda e interpretación (I)
La pretensión oficialista de enmendar la vigente Constitución de la República, nos coloca otra vez ante la necesidad de concebir y desarrollar una nueva constitucionalidad que no, enfermizamente idear y pugnar en lo inmediato por otra y muy diferente Constitución. Por ello, luego de precisarla conceptualmente, la modificación o revisión del texto constitucional nos lleva al problema de su interpretación, tocando problemas como el del utilitarismo cultural, la legitimación del denominado “socialismo del siglo XXI”, la memoria histórica, la polarización y el debate político.
I.- Enmienda constitucional
La desinstitucionalización del debate público es una de las características fundamentales de los últimos años, agudizada no sólo por el predominio oficialista de las instancias y escenarios constitucionales, cuya agenda habla enteramente de sus urgencias, sino por el nivel de improvisación, desarticulación y ligereza que ha alcanzado la discusión de los asuntos comunes en el resto de la sociedad. La más reciente propuesta de una enmienda destinada exclusivamente a desentrabar las posibilidades de una continua reelección presidencial, frecuentemente pierde el dato patente, expreso y racional de la normativa en beneficio de las vicisitudes y angustias que el ejercicio del poder suscita, provocando una masiva confusión de pareceres.
1) Régimen agravado
La Constitución de 1999, precisa conceptual y procedimentalmente aquellas revisiones o modificaciones parciales que pueda sufrir el texto, agravándolas para evitar la influencia y la arbitrariedad de las meras circunstancias políticas que incumplan con el objetivo esencial de su duración. Privando los principios fundamentales establecidos en los artículos 1 al 9 del Título I, distingue entre reforma y enmienda, señalando con exactitud la naturaleza y las características del poder constituyente originario.
En efecto, las enmiendas tienen por objeto la adición o modificación de uno o varios artículos que no alteren la estructura fundamental (Título IX, Capítulo I, artículo 340), mientras que la reforma es una revisión parcial que no modificación de la estructura y principios fundamentales (Capítulo II, artículo 342), pues, hacerlo significa la necesidad de una constituyente originaria del pueblo, redundancia indispensable para ensayar la transformación del Estado, crear un nuevo ordenamiento jurídico y redactar una nueva Constitución (Capítulo III, artículo 347).
Inicialmente orientada a la limitación de las ventajas o privilegios de los gobernantes, más que de los gobernados, la tramitación de una revisión o modificación parcial adquiere una complejidad institucional que parte de la autonomía de los órganos del Poder Público como supuesto, aunque los hechos lo desmientan. No obstante, existe una progresión de exigencias para la alteración parcial o total de la Constitución, teóricamente comprensible, a través de la enmienda, reforma y constituyente (originaria), de nuevo contaminada por la preeminencia del titular del Ejecutivo Nacional, pues, el régimen de agravación – en el caso concreto de la enmienda – apenas establece la solicitud del Presidente de la República en Consejo de Ministros, mientras eleva al 15% del electorado y 30% de los parlamentarios el requisito para hacerlo, de conformidad con el artículo 341 constitucional.
Por consiguiente, es una agravación relativa que beneficia a la actual dirección del Estado, acaso amortiguada por un referendo aprobatorio que – inevitable – adquiere el carácter de una plebiscitación más o menos existencial, porque el régimen cuenta con holgados recursos simbólicos y materiales para no sucumbir, por lo menos, fatalmente. Y de ello dio cuenta, reconocida oficialmente una mínima diferencia, todavía en mora el organismo correspondiente respecto a los resultados electorales, el consabido intento de reforma de 2007.
Dato incontestable, el régimen de modificación o revisión de la Constitución de 1961 era más exigente, sin que el títular del Ejecutivo Nacional gozara de un supremo privilegio, prohibiendo expresamente invocar la emergencia para la discusión (artículos 245, 246, 249), enmendándose en dos oportunidades muy específicas el texto. Y valga la puntualización del artículo 251 de la Constitución de 1947: “No se harán enmiendas o adicionales en los puntos en que coincidiere la preindicada mayoría de Asambleas Legislativas”, delatando el elemento autoritario de la Constitución de 1999 que tampoco cuenta con el amortiguamiento o compensación de la bicameralidad.
2) La (in) adecuada interpretación constitucional</b<
El problema consiste en una suerte de interpretación o hermenéutica “revolucionaria” de la normativa que, arbitrariamente ampliada, le concede un sentido o significación interesada al principio de alternabilidad contemplado en el artículo 6 constitucional. Acudimos a una vieja ponencia de García Belaúnde que aborda los aspectos sustanciales de la materia, coincidiendo en el intérprete que lo intenta, partiendo del ámbito filosófico, luego filosófico-jurídico, para después arribar al jurídico-dogmático, comprometiendo distintos métodos como el gramatical, histórico, sistemático y lógico.
La búsqueda de un método integral para asignarle un sentido o significación a las normas, sugiere un desarrollo silogístico (lógica), necesitado de la suficiente sensatez o flexibilidad (razonabilidad), que cuide de no falsearlas. Ocurre que hay abusivas interpretaciones de las diarias contingencias políticas de fácil traslado a una materia tan delicada como la constitucional, tal como sabemos de otras materias en la que las conocidas aspiraciones autonómicas en Bolivia automáticamente se traducen en Venezuela, sumergiéndonos en una suerte de geopolítica de la conspiración que fuerza y activa los presupuestos constitucionales relacionados con nuestra seguridad y defensa, implícitos en la no menos forzada imposición de la llamada nueva geometría del poder.
La posible falsificación de las normas que regulan la revisión o modificación constitucional, a pesar de la lógica y razonable redacción, encuentra asidero en dos fenómenos que contribuyen a la enfermiza prolongación de la crisis política que hemos padecido. Y nos remite a la obligada interpelación sobre las condiciones que hicieron y hacen posible al régimen, más allá de la iniciativa concreta de enmendar el texto constitucional.
Por una parte, persiste una valoración negativa de la política, lo político y los políticos surgida y acentuada al concluir las bonanzas dinerarias del país, entre las décadas de los setenta y ochenta. Hipotética y curiosamente, pudiera resurgir con más fuerza e intensidad cuando asistimos a las postrimerías de esta otra versión de la Venezuela Saudita, inadvertida circunstancia de un siglo XXI que para muchos no ha comenzado, parafraseando la célebre y antigua sentencia de Mariano Picón Salas respecto a la tardanza del XX.
Por otra, como lo señala Magallanes en un magnífico ensayo, es necesario referirse a la naturaleza, calidad o disfuncionalidad del debate político, caracterizado negativamente por la polarización, desintitucionalización, degradación, subestimación de saberes y experiencia, irracionalidad, oportunismo, apelación a la corporación armada, excesiva concentración en la personalidad presidencial e intervención de factores internacionales. Nos permitimos agregar el escaso o nulo costo político que se evidencia de muchas de las iniciativas gubernamentales adoptadas, a veces con desinhibida temeridad, y las prácticas ultraizquierdistas (en sentido leninista), de comprobada eficacia para la supervivencia del régimen.
3) Supremacía de la Constitución</b<
De Vega ha versado suficiente y convincentemente en torno a no menos obvia y necesarísimo supremacía constitucional, fruto de la constituyente originaria. Una interpretación ampliada y arbitraria de la normativa que, al afectar principios y estructuras fundamentales, intenta la revisión o modificación del texto, implica una constituyente derivada, en el caso de la reforma, o degenerada, en el de la enmienda, cuyos resultados más contundentes llevan a subsumir al pueblo en el Estado. Voceros teóricos del régimen, por llamar así a los partidarios que ejercitan la crítica cuidando de no deslindarse tajantemente, coinciden en el principio de supremacía y fuerza normativa de la Constitución, aunque no sabemos de posturas que apunten a revisiones o modificaciones que le resten una patente carga (neo) autoritaria al texto de inspiración y conquistas democráticas, en mucho tributario de las discusiones escenificadas en los noventa [1].
A la interpretación “revolucionaria” u otra extraordinaria que pueda ensayarse, en medio de las condiciones vigentes, incluyendo las del debate, no existe mejor posibilidad que remitirse al propio texto constitucional. Las constantes movilizaciones gubernamentales, la primera discusión del proyecto de enmienda en la Asamblea Nacional u otras que públicamente se dieron y darán en los espacios públicos, obran como un espectáculo que coloca el dardo en la manipulación emocional y no en la ponderación serena y consciente de la revisión o modificación que, por cierto, está circunscrita a un único aspecto de la otra tentada en 2007, pues, suponemos – además – que el mandatario nacional no quiso arriesgarse a una proliferación de propuestas que siempre tienta a los parlamentarios como el mejor testimonio del culto que rinden a su personalidad.
II.- Constitucionalismo campamental</b<
Las ya citadas condiciones de interpretación, facilitan toda aquella que arbitraria o caprichosamente ensaya el Presidente de la República. En constante mudanza, la de 1999 se ofrece como un mito destinado a reforzar al régimen y su campamentalidad, improvisaciones, redefiniciones interesadas, temeridades e impunidades. A favor trabajan nuestro utilitarismo a ultranza, la plasticidad de las convicciones, la fragilidad de la memoria histórica y la crónica polarización política.
1) Utilitarismo a ultranza
Creemos que la inicial ventaja del poder establecido consiste en la cautela, miedo o temor tan común que revelan los estudios de opinión en un significativo porcentaje de la oposición, más aún cuando existe el objetivo ejemplo de un Estado que recibe y administra más del 90% de las divisas extranjeras. Luce importante anotar que el utilitarismo a ultranza, el aprovechamiento de lo que las circunstancias puedan ofrecer, suele disfrazarse de imparcialidad que no, habilidad intrínseca para seleccionar lo positivo de las diferentes alternativas ofrecidas.
La provisionalidad de la política, lo político y los políticos, o la pérdida de un cierto sentido o visión del mundo, se traduce en un esfuerzo constante de reacomodo en las instancias del poder o las condiciones que puedan prometerlo en las interioridades de la oposición. Obviamente, no debemos ser neutrales cuando se trata de la libertad, la justicia, la honestidad, la responsabilidad o, en definitiva, la dignidad de la persona humana, llegando a ser “neutrales respecto de (la) propia neutralidad, con lo que la neutralidad se neutralizaría a sí misma” [2].
La vacilación utilitaria cada vez más se acerca a su final, pues, sincerando las realidades sociales y económicas, serían fortísimos los límites que impondría una única voluntad presidencial, incluso para los seguidores más persistentes e ingenuos que esperan pacientes un cupo en la órbita estatal. Sobra especular sobre el destino de los potenciales desertores de una oposición más o menos activa, más o menos retórica, excepto se transen o negocien los más reconocidos que pudieran guiarles para hallar un escenario de supervivencia.
Objeto de una inagotable discusión, desde la perspectiva liberal, muy bien avistó Astorga las bases ideológicas e intelectuales de un discurso legitimador en Venezuela que, sentimos, no ha cambiado. El lenguaje político o intelectualista que estudió en un afortunado ensayo de mediados de los noventa, habla de rasgos esenciales como el de la disgregación, el formalismo, el positivismo y el conservatismo, afantasmados por el petróleo.
Por lo demás, ilustrando un caso extremo y apelando a la convención topográfica, la derecha en la Venezuela rentística, de asideros sociales muy relativos, fue y es acomodaticia. Bastará con recordar todo el proceso de ascenso de Hugo Chávez al poder, por lo demás beneficiario sorpresivo de la llamada “antipolítica” que aquélla propulsó decididamente.
Nos antojamos de un doble aprendizaje social, partiendo de la neutralidad que se convierte en una enfermiza indecisión, renuncia a indagar las posibilidades que se ofrecen a favor de un cómodo estereotipo hasta llegar al drama, pues, probablemente ha permeado la conducta, gestos y reacciones de un género inequívocamente exitoso como el de la telenovela, en la población. Así, hay más de tragedia inevitable, rasgante pesimismo o malos presagios en las vicisitudes de la vida personal y colectiva que únicamente queda por esperar el final feliz que el azar pueda prodigar.
De no convertirnos en actores de la vida política, delegándola exclusivamente en el títular del poder hasta las más elementales convicciones o criterios sostenidos, quedaremos enteramente atados a una biografía que también modificará a su antojo, llena de reminiscencias de sacrificios, dolores e ingratitudes de redención. Las fallas, equívocos o desaciertos de Hugo Chávez – vivo – tendrán como garante las certezas, triunfos o aciertos de Bolívar – muerto – en lo que puede decirse de la larga pelea testamentaria que hemos presenciado a lo largo de la historia republicana.
Al respecto, apropiándonos abusivamente del autor, nos permitimos citar largamente a Pino Iturrieta a propósito de las exaltaciones realizadas a “Maisanta” o Pedro Pérez Delgado: “Que un hombre interprete la realidad desde su peripecia personal parece suceso común, pero se transforma en un fenómeno capaz de rayar en la anormalidad cuando puede tal peripecia buscar el cambio de la realidad por el empeño de confundirse con ella, por sentir que es la misma cosa. Si un sujeto comprende el entorno partiendo de sus vicisitudes particulares seguramente toma el camino inmediato de un entendimiento que será después más complejo en cuanto sea influido por otros motivos ajenos a la sola vida del sujeto, aún los más remotos y disímiles. No se queda en la isla de los hechos exclusivamente individuales. Ciertamente, las peripecias personales forman parte de la realidad pero no la integran a plenitud. La historia puede estar formada por un complejo de biografías, pero una autobiografía no se puede confundir con la historia hasta el extremo de buscar una subordinación”.
Nos permitimos añadir: “Acaso los catecismos oficiales estén presentes en muchas de las elaboraciones que desarrolla la memoria popular en torno al héroe y sobre la historia patria en general, pero las afirmaciones de la gente sencilla sobre los sucesos anteriores proviene de las ansias insatisfechas, de las frustraciones y urgencias experimentadas desde un costado de la sociedad en el cual no ha estado presente la abundancia ni la educación formal, ni la seguridad personal, ni la justicia social. La miseria, la violencia, el analfabetismo y la inequidad desembocan en un mito redentor que se dramatiza en la medida en que los hijos del pueblo sienten la desatención de los líderes, en la medida en que una desbordante situación de orfandad los invita a depender de un tutor antiguo cuyo aliento concederá lo que les niega el presente y lo que les ha escamoteado el pasado próximo” [3].
De modo que nuestra neutralidad, imparcialidad o vacilación ante el proyecto oficialista de enmienda constitucional tiene, por un lado, un sentido o precaución de orden utilitario que, en el supuesto negado de su aprobación, estará severamente limitado por las realidades sociales y económicas; por el otro, tenderá a reforzar una adhesión de supervivencia, decisión que – precisamente – impedirá decidir, condenándonos a la suerte personal del único y muy específico beneficiario de la revisión o modificación; y, finalmente, significará la aceptación de una tragedia que el tutor-vivo por siempre aliviará en nombre y en representación del tutor-muerto.
2) Legitimación del socialismo de la escasez
El régimen intenta de nuevo consagrar la abusiva y selectiva interpretación del texto constitucional, tergiversando el lenguaje natural: la “elección continua” y la “alternabilidad”, dan pistas de un cinismo que no tiene mejor resultado que el de la puerilización de las cuestiones públicas. La ampliación de los derechos políticos del pueblo y la tesis del “buen gobierno”, cuando en realidad se trata de los derechos del gobernante y la evasión de una pública y ordenada discusión sobre la gestión gubernamental, cobra sobrada importada en la caracterización de un régimen por siempre eufemístico.
La Constitución se convierte en un mito poderoso para la construcción de un socialismo absolutamente indefinido que, violentándola, improvisa cada vez más e interesadamente la interpretación de las normas. Retrocedemos a etapas superadas, lejos de toda interrogación, porque quizá subyace lo que observó Moleiro, a propósito de Trotsky, al “suponer que la historia es un reservorio donde nada se pierde de un modo definitivo, y por ende pensar que de alguna manera cuanto los bolcheviques realizaron germinará en otras formas y desarrollos en un futuro más o menos hipotético” [4].
La creemos una única y honda convicción al no hallar las precisiones que demandamos en torno a las pretensiones del gobierno nacional, aunque juzgamos un poco más coherentes los planteamientos de Giordani, dos veces ministro en el área de la planificación. Y, así, en sus apuntes (iniciales) publicados en 2007, acaso complementarios y clarificadores de las correspondientes “Memoria y Cuenta” del despacho, advierte el tránsito de un modelo de desarrollo representativo a otro que llama modelo rentístico productivo petrolero, insistiendo en “la transición venezolana, como crisis de legitimación del Estado, como transición política de un régimen a otro”.
Calificándola otra vez de “esencialmente política”, la transición desemboca en un proceso de transformación o transustanciación (SIC) afincada en importantes elementos de estructuración, como las Misiones y la convocatoria del poder constituyente, objetivo éste unido a la habilitación legislativa, educación, nueva geometría del poder territorial y el poder comunal. Luego, parece secundaria la promesa de revertir el proceso de desacumulación y endeudamiento a partir de 2006, por ejemplo, cuando se trata de una sobresimplificación de los argumentos de gestión y de la defensa de una versión idílica de la propuesta alternativa de cambio.
Obviamente, ha de ser y se mantendrá como transición política en la medida que necesiten y deban quebrar toda resistencia externa e, insospechadamente, interna que suscita en propiedad, sincerando la situación, la pretensión exclusivamente continuista de Hugo Chávez. Ocurre que, mientras no haya la oportunidad, facilidad y seguridad para convocar una constituyente originaria, radical y conclusiva, siempre latente, la tergiversan, forzando una de carácter derivada, por vía de la reforma o de la enmienda.
Tan apremiante necesidad, los obliga al anuncio de un socialismo vago, acomodaticio y – definitivamente – rentístico, oculto entre los pliegues de las consabidas consignas y desplantes que tiene por rasgo curioso el de alejarse de los más elementales conceptos marxistas, pues, fundándose en el lumpemproletariado, es temeroso de una lucha de clases que – si fuere el caso – les dará alcance. De retomar otro ensayo de Giordani, en una aproximación crítica al MAS al finalizar la década de los ochenta, persigue – de un lado – conquistar la adhesión del “infraproletariado urbano, atendiendo directamente sus problemas locales con un reforzado asistencialismo estatal y un intenso trabajo proselitista; y – del otro – adquiriendo el carácter de un reformismo de izquierda, “propuesta de una vía de transformación social, que tiene su asiento en un conjunto de reformas de estructura orientadas a defender los intereses de las clases trabajadores (SIC)”: ambos datos, subyacentes en la idea de viabilizar una enmienda que sea capaz de garantizar la futura gestión presidencial, forzando la norma, le resta cohesión al texto constitucional [5].
El modelo es el de la escasez: un socialismo “heroico”, impuesto frente a una realidad económicamente explosiva, huérfano del aliento histórico y de las ideas necesarias para no incurrir en una caricaturización de lo que fue la Europa Oriental. Por lo demás, carece de legitimidad, pues, reemplazando la anterior, está alfilerada por el uso y abuso de los recursos materiales y simbólicos que concede esta vez la institución armada. Vale decir, intenta una legitimación ya precaria, superada la transición objetiva y pacífica de un orden a otro.