Opinión Nacional

Nuestra gente

¡Qué maravillosa es nuestra gente!… Quiero compartir con ustedes, amables lectores, una experiencia que tuve el viernes 8 de marzo:

Regresábamos de Margarita a Caracas a eso de las 4 de la tarde, cuando frente al crucero de Lecherías se me apagó el carro. Muerto totalmente. «Debe ser el alternador», pensé, pues en mis muy escasos conocimientos de mecánica no me parecía que fuera la batería si el carro venía andando. Empujamos el carro hasta la acera para no estorbar. Afortunadamente cerca de donde estacionamos había un pequeño negocio de baterías, en la esquina de una bomba de gasolina. Entré a la oficina, le expliqué a la encargada lo que me había pasado, y me dijo, viendo el reloj, que ella no podía hacer nada por mí, pero que le preguntara al muchacho que trabaja allí si podía –o más bien si quería- ayudarme. Así lo hice. Con la mejor disposición del mundo, el muchacho le pasó llave al depósito, tomó el medidor, los cables y una batería, y se vino conmigo. «La batería está perfecta, sólo hace falta limpiarla», me dijo. «Yo se la voy a cargar y se viene para el negocio para darle una buena lavada». Así lo hice. Creo que nunca he tenido una batería tan pulcra como me quedó ésta. Cuando le pregunté cuánto le debía, me dijo que nada. Cuando insistí, me dijo «lo que quiera darme». Me deseó buen viaje y me dijo que prendiera el aire acondicionado con confianza, porque el carro no se me iba a apagar. Lo que él no sabía era que el carro presentaría otro inconveniente, que nada tenía que ver con los bornes sucios de la batería.

Seguimos camino, cuando el ventilador comenzó a sonar. Me pareció increíble que un carro que ha sido tan bueno fallara dos veces seguidas, pero un vistazo a la aguja de la temperatura, que estaba llegando al rojo, me convenció de que esas cosas pueden pasar. Me metí en una callecita estrecha de ésas que hay en el centro de Barcelona para no entorpecer aún más el pesado tráfico que había. Y eran cerca de las seis de la tarde. Decidí ir a comprar refrigerante. En el negocio que fui, la empleada me dijo que mejor no inventara meterme con el radiador de un carro recalentado, sino que le preguntara a quiénes realmente sabían y me remitió a un taller que estaba al lado. Me encontré con el mecánico Carlos Eduardo Molina, a punto de salir del trabajo. Le pedí ayuda. Se devolvió para tomar unas herramientas y nos fuimos caminando hasta donde yo había dejado el carro. «Es el electro ventilador» me dijo. Me lo imaginé: ya antes me lo habían reparado. «Si compra uno, yo se lo instalo». Le di dinero y él mismo lo fue a comprar. «Gracias por la confianza», me dijo. «¡Gracias por ayudarme!», le dije yo. De una casa vecina se asomó el señor Armando Morales quien visitaba a su sobrina Candy Villarroel. Preguntó en qué podía ayudar y prestó una herramienta. Terminamos de visita en casa de Candy, conversando con su mamá, su tía y su hija Franzelitz, invitadas a comer unas deliciosas empanadas por su pequeño hijo Franzel Espinoza, un chamito inteligentísimo y encantador, mientras Carlos montaba el nuevo electro ventilador y el carro se enfriaba. El señor Morales sacó la manguera para «purgar» el radiador y comprobar antes de que tomáramos la carretera que ya no había problemas. Emprendimos el regreso a Caracas dejando en Barcelona nuevos amigos que se portaron como amigos de toda la vida. Intercambiamos teléfonos y durante el viaje nos llamaron varias veces para cerciorarse de que todo marchara bien con el carro.

Llegamos a Caracas a las 11 de la noche, exhaustas pero contentas de que los incidentes se hubieran resuelto de manera tan favorable. ¡Qué bueno haber encontrado tanta gente dispuesta a ayudarnos de tan buena manera! En estos momentos en que reina tanta desconfianza, fue muy gratificante sentir que podíamos confiar en otros y que esos otros podían confiar en nosotras. Que la esencia del venezolano bueno y cordial, atento y amable está todavía intacta y que hay razones para tener esperanzas de que Venezuela se enrumbará por caminos de paz, bienestar y desarrollo para todos.

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