Opinión Nacional

Notas sobre el Proteccionismo Cultural

El pasado mes la Asamblea Nacional venezolana consagró una ley que establece lo siguiente: la mitad de la música que se transmite en las estaciones de radio nacionales debe ser venezolana. De esa mitad, el 25% debe ser “tradicional”; es decir, música donde se reconozca la “presencia de valores venezolanos tradicionales.” Como resultado de la ley, arpas, cuatros y maracas –en canciones viejas y modernas- ahora truenan a lo largo de las emisoras de radio del país, expuestas a un pintoresco cotejo con la canciones de pop, hip-hop, rap y rock americanos.

No es dificil notar el temor que transparece por entre cada línea de la ley, sobretodo si ella se ve en el contexto de otras acciones y declaraciones del presidente Chávez y sus seguidores -el rabioso discurso anti-americano, las arengas contra la globalización, el exaltado patriotismo, etc. Tampoco es dificil juntar las piezas del rompecabezas para descifrar el razonamiento que la empuja: hay que defender los “valores tradicionales venezolanos” de la globalización, o mejor dicho, de esa burda americanización que amenaza con infligir daños irreparables a la cultura nacional. El gobierno de la República Bolivariana de Venezuela está en la obligación de resguardar y promover las tradiciones, costumbres, mitologías, patrones de comportamiento, que conforman la identidad cultural del país.

Venezuela no es el primer país ni será el último en establecer un sistema de cuotas u otro tipo de medidas proteccionistas para resguardar su cultura contra influencias externas. Tanto países desarrollados (Canadá, Australia, España) como países subdesarrollados (México, Brasil) han adoptado leyes parecidas, a menudo más extremas que las de Venezuela. El caso más sonado tal vez sea el de Francia, donde periódicamente se libran feroces batallas en defensa de una supuesta “identidad cultural” francesa. Por ejemplo, el empecinamiento de los franceses en proteger su industria cinematográfica se convirtió en un tema de debate internacional en 1994, durante las negociaciones del GATT. Los americanos mostraron interés en eliminar y reducir tarifas y aranceles comerciales, pero a cambio de esto le pidieron a los europeos, especialmente al gobierno francés, que mitigaran las leyes proteccionistas que impedían la libre competencia de las películas norteamericanas en Francia. Los franceses se negaron rotundamente, alegando una “excepción cultural” a la idea del libre comercio como motor del desarrollo. Reflejando la actitud de muchos funcionarios del gobierno fránces, el famoso director Claude Berri sentenció que si se aceptaba la propuesta de los americanos, “la cultura europea estaba muerta.”
Hay muchos problemas con la gaseosa noción de “identidad cultural”, sobretodo cuando se aplica, como en el caso de Francia, a una nación en específico y se utiliza para justificar o promover políticas concretas. Acaso uno de los principales problemas de esta noción es que delata una concepción inmovilista de la cultura que no tiene ninguna base en la historia. En ningún país o región la cultura se ha mantenido idéntica a lo largo del tiempo. Es posible, sí, hablar de distintas culturas en distintas regiones del planeta. Tambien es posible que un grupo de personas que habla la misma lengua, ha nacido y vivido en el mismo lugar, comparte la misma historia, practica las mismas costumbres, etc, tenga muchas características comunes. Pero no por eso debe olvidarse que las culturas son complejas, contradictorias, multidimensionales, difícilísimas de definir, y están en un estado permanente de cambio, transformación y evolución. Muchas de ellas son apenas reflejos difusos y distantes de lo que fueron tres o dos generaciones atrás. Tampoco se debe olvidar que, cuando se examinan a las personas no como parte de un grupo sino como meros individuos, las diferencias siempre prevalecen sobre los rasgos colectivos. El filósofo libanés Amin Maalout quizá exageraba un poco cuando dijo que probablemente tengamos más cosas en común con nuestros contemporáneos en cualquier parte del mundo que con nuestros propios abuelos. Pero no mucho.

Esa visión rígida, reductora y simplista del concepto de cultura es la que convierte los argumentos de los defensores de la “identidad cultural” o de supuestos “valores tradicionales” nacionales en enrevesados nidos de contradicciones. ¿Por qué, por ejemplo, el gobierno venezolano debe implementar medidas para proteger la música que denota valores tradicionales venezolanos? ¿Acaso no es suficiente para mantener viva esta música el interés del público venezolano que encarna –y ha encarnado por muchos años- estos “valores”? ¿Olvidaron buena parte de los venezolanos su propia “identidad cultural” o acaso escogieron una identidad que, en el fondo, contradice su propia esencia nacional? Está bien promover la música folclórica de ciertas regiones del país, el uso de ciertos instrumentos, armonías, ritmos que son parte de la historia de la región. Ahora, no tiene sentido tratar de imponer tradiciones o valores al público, ni asumir que ciertas tradiciones que han sobrevivido por muchos años simplemente van a desvanecer de un día para otro por culpa del rock, el pop y el hip-hop.

A menudo, cuando leo en los periódicos declaraciones sobre el tema de presidentes, ministros y funcionarios de gobierno, me sorprende la ignorancia en materia artística que delatan sus argumentos proteccionistas. Parecieran no haber leído nunca un libro de historia del arte o una biografía de un gran escritor o compositor. El artista genuino es ferozmente ecléctico, un verdadero canibal que no discrimina culturas o tradiciones a la hora de pescar ideas grandes o pequeñas. Cualquier cosa que sirva sus propósitos y la lógica interna de su obra va a ser aprovechada por él, independientemente del país donde provenga. Paul Gauguin canibalizó el arte primitivo para perpetrar un buen numero de obras maestras e insuflar con nueva vida el arte en Europa. ¿Y que sería del boom latinoamericano (sobretodo de Fuentes, Vargas Llosa y García Márquez) sin las violentas y complejas novelas del norteamericano William Faulkner? ¿O que hubiese pasado, como nos recuerda Jean-Francois Revel, sin en el siglo XVI los reyes de Francia, en vez de recibir a los pintores italianos en París, los hubiesen echado en nombre de la defensa de los “valores tradicionales” de la nación?
Francia, más que nadie, debería saber cuánto se beneficia una cultura del cotejo con otras culturas. El período artistico que duró desde 1880 hasta la Segunda Guerra Mundial, del que brotaron artistas de genio por doquier y que dejó una significativa impronta en la historia del arte, fue en gran parte el resultado de la presencia en la ciudad de la luz de una cantidad enorme de pintores extranjeros, entre los que se contaban Chagall, Miró, Gris, Picasso, Modigliani, Kandinsky, Klee y Van Gogh. El cine francés, que diversos gobiernos han tratado recelosamente de proteger, debe mucho al cine de Hollywood. Jean Renoir llegó a decir que él no veía sino películas americanas. Francois Truffaut idolizaba y conocía muy bien las películas de Alfred Hitchcock, por no hablar de Orson Welles, Chaplin, John Ford y Howard Hawks, cuyas películas marcaron profundamente a la Nouvelle Vague. No es una casualidad que, durante la Segunda Guerra Mundial, la propaganda fascista Vichy condenaba al cine en Francia por ser demasiado cosmopolita e insuficientemente francés.

Lo cierto es que las culturas no necesitan ser protegidas para mantenerse vivas. Aisladas del mundo, ellas más bien corren el riesgo de empobrecerse, acaso marchitarse. Las culturas son de propensión universal y por eso necesitan vivir en libertad, expuestas a otras culturales, lo cual las ayuda a renovarse y enriquecerse.

Hay quienes dicen que los argumentos a favor del proteccionismo cultural no son más que maneras torpes y erradas de dar forma a un temor que está más relacionado a la invasión de esa cultura lúdica y frívola que Estados Unidos exporta con descomunal éxito al resto del mundo –esa cultura de mediocres películas hollywoodenses (que no son todas), McDonald’s, reality, de creciente obsesión con las celebridades, award shows, etc. Esta preocupación no es exagerada, pues la calidad de muchos es cada vez peor. Pero me temo que en el fondo el problema no se debe a la influencia nociva de los norteamericanos en las culturas mundiales, sino a un enemigo más elusivo: la democracia capitalista.

Toqueville, siempre tan agudo observador, lo advirtió hace más de cien años: “Si percibo que las producciones artísticas son generalmente de una calidad inferior, abundantes y baratas, me convenzo de que entre la gente donde eso ocurre el privilegio está en declive y que las clases comienzan a entremezclarse y pronto serán una.” Es decir, las democracias capitalistas, con sus numerosas ventajas sobre otros sistemas de gobierno, pueden causar estragos en ciertos sectores de la cultura, sobretodo en el arte. La transferencia de poder de las élites a las masas significa que éstas ahora tienen mayor poder de elección, lo que en el arte no es ideal por la simple razón de que la gente a menudo escoge mal. ¿No es esta la razón por la cual las peores películas de Hollywood resuenan no sólo en el público americano sino también en el público de muchos países desarrollados como Canadá, Inglaterra, Alemania, España y también, como no, Francia, donde éstas son mucho más populares que las películas nacionales?
Que casas editoriales cada vez publiquen libros más frívolos, que los periódicos y programas de televisión sean cada vez menos serios, que las compañías de discos cada día contraten músicos más por su potencial comercial que por su talento, no necesariamente revela el mal gusto o la mediocridad que prevalece en los productores, editores y directores de estas industrias, sino más bien el mal gusto y la pobre educación artística del grueso de la población, incluyendo a muchos de esos editores y productores. En el fondo, estas casas editoriales y compañías de discos no hacen sino reflejar el gusto de sus compradores. No tratan de guiar al público sino de seguirlo como ovejas.

Las consecuencias, por supuesto, son alarmantes. Hoy día pareciera ser que la única obligación del arte es distraer, divertir, proveer al público con productos fáciles de consumir, donde no haga falta “pensar”. El público quiere historias simples, entretenidas, sobretodo que no entristescan o depriman porque “ya suficiente tiene la gente con los problemas de la vida y del trabajo.” El artista entonces se ha vuelto menos ambicioso: ya no le interesa ayudar a entender el mundo a sus espectadores, de capturar en palabras o imágenes una época o de sensibilizar a los humanos sobre las fuentes de su desasosiego, infortunio y frustración. El artista simplemente se deja guiar por lo que el público quiere oír. Ya no persigue la obra maestra sino meramente el éxito comercial. El resultado: arte que banaliza y simplifica la vida, reduciéndola a esquemas inadecuados, previsibles, escapistas, superficiales, que nada tienen que ver con las ricas complejidades de la condición humana.

¿Hay alguna manera de solucionar este problema? Sin duda, el problema reside en la falta de autoridad, o en la falta de gente preparada dispuesta a guiar y educar al público en esta materia. Pero esto no nos dice mucho a la hora de implementar medidas concretas. Encontrar posibles maneras de mejorar esta situación es uno de los grandes y más subestimados desafíos que confrontan las sociedades desarrolladas y subdesarrolladas de nuestro tiempo. Medidas proteccionistas como las que hace poco aplicó el gobierno venezolano no ayudaran en lo absoluto a enriquecer, en este sentido, la cultura en el país.

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