Nostalgia anticipada
En Sentencia previa, la película futurista de Steven Spielberg basada en el cuento de Philip K. Dick, hay una escena en el metro, o en el autobús, donde los pasajeros leen periódicos electrónicos compuestos de hojas de material flexible del tamaño de un tabloide. Las noticias, ilustradas con videos más que con fotografías, cambian a medida que se producen. El lector tiene entonces siempre en sus manos un periódico absolutamente actual, que no envejece nunca.
Estamos cada vez más cerca de esa lejana era del futuro que la película de Spielberg presenta como ciencia ficción. Los periódicos se pueden ya leer en las pantallas de los teléfonos celulares. ¿Y los libros electrónicos, conectados a una inmensa biblioteca central de donde uno puede bajar a su gusto lo que quiera leer? Ya existe el artilugio Kindler ganándole la carrera al mañana, toda una revolución en el universo de la lectura, que pone seriamente en cuestión a los libros de papel; y tiene, por supuesto, competencia abierta con otros fabricantes que entran en el mercado con sus propias versiones del libro electrónico, pantallas provistas de tinta digital en las que también se puede leer periódicos y revistas en cualquier parte que uno se encuentre, en la calle, en el autobús, en la casa, en la oficina.
Y ahora, gracias a la aparición de los libros electrónicos, se abre en Estados Unidos un litigio oficial que seguramente llegará a hacer época. Google se ha propuesto digitalizar millones de libros de los fondos de las bibliotecas públicas, para ofrecerlos en línea a los lectores a través de las pantallas, y para ello alcanzó un acuerdo con autores y editores. Este acuerdo, que abriría las puertas para que un día todos los libros del mundo estén disponibles por la red cibernética, ha sido recurrido ante los tribunales por Amazon, Microsoft y Yahoo, los otros gigantes en competencia por el mercado electrónico del libro. El alegato es que Google está violando la ley antimonopolio, al sacar a los rivales de la competencia.
Todas estas son señales ominosas en contra del tradicional libro de papel y cartón, y hay quienes ven cercano su fin, lo mismo que el fin de los periódicos. Quizás estas señales son más graves, sin embargo, para los periódicos antes que para los libros. Uno de los diarios tradicionales de mayor prestigio en Estados Unidos, el Christian Science Monitor, cerró sus puertas de papel y se quedó nada más en la edición electrónica. Y las ediciones impresas de periódicos como The New York Times y Le Monde dejaron de ser rentables, y si siguen apareciendo es porque sus ediciones electrónicas, que sí tienen ganancias, lo permiten.
He pensado más de una vez en una escena que me llena de nostalgia anticipada. El último periódico impreso se ha dejado de publicar en alguna parte del mundo hace ya tiempos. El viejo papel de imprenta ha desaparecido, su tersa textura, el ruido familiar que produce cuando pasamos la páginas, lo mismo que el olor de la tinta. La imagen de un ejemplar descuaderno que arrastra el viento por una calle solitaria. Y los libros, tersos y amables, que se acarician con sensualidad antes de entrar en ellos, idos también.
Y si ya no leeremos los periódicos y los libros de papel, debemos entonces advertir que se trata también de un cambio en los conceptos filosóficos, que tiene que ver con la materia misma, que se gasta, envejece y desaparece, o se recicla, y con el sentido que tiene la palabra copia, nuestra copia del diario, nuestra copia del libro, que nos pertenece y pertenece a nuestra biblioteca. Se trata de un periódico y de un libro que pueden apagarse, y lo que tenemos en la mano es un receptor flexible conectado de manera inalámbrica a un gran cerebro distante.
Ha ido desapareciendo ya, por otro lado, la diferencia entre original y copia, lo cual viene a ser también un cambio de conceptos filosóficos. Cuando sacamos un documento de la impresora, se trata de un original. Todos son originales, todo se repite con la misma virtud primaria, distinto a aquellas copias borrosas obtenidas gracias al papel carbón, más borrosas mientras más hojas metíamos en el carro de la máquina de escribir, ahora otro artilugio de museo.
Pero seguramente no veremos el paso abrupto de una etapa a otra de manera tan drástica como podríamos pensar, la desaparición de todos los periódicos impresos de la noche a la mañana, y el establecimiento del reinado de los periódicos electrónicos; y aunque hay quienes dan hasta la fecha exacta de cuando se publicará el último diario de papel sobre la tierra, y para esto haría falta ya poco según los vaticinios, habrá, seguramente, un largo período de convivencia entre ambos. Y sobre todo en los países más pobres, donde el acceso a Internet es más limitado, los periódicos con los que uno se encuentra cada mañana, y huelen aún a tinta fresca, tendrán una vida más prolongada.
Y la etapa de sustitución de los libros, será, sin duda, aún más prolongada, y se abrirá una convivencia de muchos años con sus versiones electrónicas, salvo por los diccionarios y las enciclopedias que están pasando ya a mejor vida, porque la tarea de consultar palabras y datos se acomoda con mucha más celeridad y eficiencia a las redes de Internet que el papel impreso con informaciones que envejecen sin remedio.
De todas maneras, el asunto vendrá a ser, al fin y al cabo, si leemos o no leemos, sea en el papel o en las pantallas. Y sobre todo, si la literatura creativa, la verdadera, sobrevivirá en las pantallas, o acabará sepultada bajo la avalancha de basura banal que asfixia al mundo.