No estamos solos, a pesar de los Insulza
Por alguna razón, una vez como cambia la idea de la soberanía, que hasta inicios de la modernidad encarna en el Príncipe o déspota de turno y luego pasa a residir en la nación que todos formamos, resulta injustificable que los venezolanos nos sintamos solos, huérfanos de dolientes.
La penuria económica fiscal que desde ya nos hace presas, humillados al derivar en siervos de la dictadura cubana, anegados por la podredumbre moral que inocula el crimen del narcotráfico en parte del país, es un fardo pesado y muy gravoso. No obstante, aun así estamos obligados a mostrarnos capaces, por nosotros mismos, de generar las condiciones que provoquen un cambio, que sólo acompañarán los de afuera cuando llegue y no antes, cuando nos respeten como pueblo soberano.
Guyana se roba nuestro terruño en las narices de Nicolás Maduro. Santos, cachaco y resbaladizo, desde Colombia disfruta nuestra debilidad y espera el momento en que no seamos peligro, siquiera, para chuparnos el sagrado golfo de Venezuela; pues el dolor de cabeza de las FARC lo ha resuelto negociando con ellas y con Castro, como lo hizo Hugo Chávez desde 1998.
Brasil se apresura a definir qué otro negocio más y de última hora puede hacer, sin haber invertido en Venezuela, su poderosa economía, siquiera un cruzeiro. Desde antes, a partir de 1979, intenta usufructuar nuestros predios guyaneses sin alcanzarlo, pero sonríe esta vez al verlos “libres de reclamos”.
Si se trata de los chinos les debemos – por obra de Rafael Ramírez – hasta el modo de caminar. A finales de 2011 les adeudábamos 20.000 millones de dólares provenientes del Fondo Chino y otras menudencias por 8.000 millones de dólares anteriores. Y al destinar el 16% de nuestra producción petrolera para pagarles con un barril estimado en 40 dólares, de entrada perdimos 18.430 millones de dólares.
Nuestra postración a inicios del siglo XX, cuando El Cabito – Cipriano Castro – hace de las suyas y los cobradores – ¡la planta insolente del extranjero! – tocan a nuestras puertas con sus barcos de guerra, por las deudas insolutas de esas otras tantas revoluciones que parimos en el siglo XIX, es pálida como referente.
Lo que tenemos y vivimos hoy es obra de nuestras manos. No llega como una suerte de tsunami, de improviso, sin avisos o bajo engaños, desde 1999. Y si esto no lo entendemos en medio del desengaño mal encontraremos la senda que nos permita la reconstrucción, la procura del reencuentro entre las parcelas de lo que hasta hace tres lustros fuimos como entidad política, apreciada por su tradición libertaria y democrática incluso en tiempos de borrasca y vida modesta.
Los pueblos sí se equivocan y no son la voz de Dios.
La revolución chavista es ingobernabilidad suma y lacera sin discriminar entre los estómagos y las vidas de chavistas y antichavistas. No discierne entre los “muertos civiles” u opositores a quienes la revolución todo les niega o expropia, o quienes hasta ayer reciben la limosna corruptora alcanzada hasta sus manos por los secuestradores del régimen comprándoles apoyo, o quienes, más traidores que astutos, exprimen la ubre del Estado y corren hacia sus refugios en otros países mientras pasa la tormenta.
Entre tanto, los chinos se hacen los chinos durante la última visita de Maduro al Lejano Oriente, donde le faltó bajarse los pantalones. Pero apretó las piernas cuando menos y decidió, con un dejo de vergüenza, volver a casa. Se alejó de Nueva York pues no tenía palabras con que explicar a los periodistas de la ONU lo de la tonelada de cocaína que viajó desde Caracas hacia París, bajo cuidado de la “Guardia del Pueblo”.
Nada cabe esperar, pues, de un José Miguel Insulza, quien dice no opinar sobre el fraude electoral ocurrido el pasado 14 de abril dado que no lo invitaron sus autores y cómplices. Otra vez se baña en el caldo del cinismo. Sabe que tuvo precio y se lo pagó Chávez antes de morir y para permitirle ser Secretario de la OEA, desde donde sirve como médico forense de la misma OEA y la democracia en las Américas.
Quienes sigan buscando otro gendarme para patearle el trasero al pichón de los Castro – sin coraje siquiera para mudarse a La Casona, que ocupan los miembros de la familia Chávez – merecen lo que padecen. Seguirán culpando de sus males, eso sí, a Capriles por disciplinado o a Caldera por perdonar a los golpistas del 4F como lo hizo primero el mismo Pérez y luego Velásquez. Sentados esperarán al Mesías sin mojarse los pies, abúlicos, reventándose como las chicharras.
El pueblo soberano nos dio esta revolución con sus votos y en sus manos está ponerle su punto final, antes de que seamos reducidos a una pequeña Franja de Gaza dentro de América del Sur. ¡Los otros estamos con nosotros mismos y no nos fallará la memoria!