Ni golpe ni autogolpe
Para los golpistas algunos golpes de Estado son buenos y otros son condenables, según sus intereses personales y sus ambiciones de poder. Hugo Chávez no sólo encabezó un golpe de Estado fallido el 4 de febrero de 1992, sino que además ha convertido ese día en un fecha patria para sus partidarios, mientras movió cielo y tierra para impugnar el golpe de los militares de Honduras, quienes afirmaban haber actuado obedeciendo una orden de la Corte Suprema de Justicia para defender la Constitución de ese país, para cuya jefatura del Estado fue electo por el Congreso el Presidente de ese Poder Legislativo, tal como lo establece la propia Constitución hondureña.
El cinismo del Comandante Chávez con relación a los golpes de Estado ya es conocido en nuestro país, en el que acusa a todos sus adversarios de enemigos golpistas, mientras su gobierno ejecuta un autogolpe cada vez que viola la Constitución Bolivariana, porque ya no le sirve para sus planes autoritarios. Su llamado a derrocar al nuevo gobierno de Honduras no fue precisamente porque era producto de un golpe de Estado, sino porque su pupilo Manuel Zelaya no pudo imponer la convocatoria ilegal de una Constituyente para hacerse reelegir Presidente, siguiendo sus recomendaciones apoyadas con petrodólares. El fracaso de Zelaya como el de Muamar Gadafi, quien llegó al poder mediante un golpe de Estado, han sido reveses peligrosísimos para la política de Hugo Chávez, de extender su socialismo estalinista a pequeños y pobres países del subcontinente latinoamericano, cuyos pueblos resultan manipulables con ayudas miserables que no les permiten superar la pobreza, sino ser nuevos esclavos de la nueva oligarquía que forman los nuevos ricos, embriagados de poder y de dinero mal habido. Así como para aliarse con los tiranos más brutales y asesinos del mundo.
Sin embargo, los demócratas reafirmamos nuestras convicciones de lucha por la libertad, el bienestar y la paz de nuestras naciones. Es posible ue algunos lectores pudieran pensar que es un exabrupto que en la Venezuela de hoy se pueda llamar a establecer un diálogo civilizado, en medio de una crispación política provocada fundamentalmente por el discurso agresivo y procaz del Presidente de la República. Sin embargo, la experiencia política mundial e incluso nacional indica que la democracia, no obstante ser el mejor sistema de relaciones creado por el ser humano para convivir en sociedad, pasa por momentos críticos, conflictivos que la colocan borde del abismo, el camino que ha encontrado hacia el progreso y la libertad ha sido rescatar el entendimiento pacífico. El espejo de la primera y segunda guerras mundiales y de nuestras matanzas fraticidas en el siglo XIX serían suficientes para ilustrar a los más obcecados partidarios de la violencia de las consecuencias de su brutalidad. Y al contrario también tenemos la reciente lección que ha dado el exitoso movimiento estudiantil con sus luchas por la defensa de la libertad de expresión, enarbolando las banderas de la paz, los partidos políticos y diversos sectores de la sociedad civil, por la unidad nacional. De allí que la conclusión lógica y racional es que la solución de la presente crisis política se alcanzará mediante la lucha democrática, no mediante el golpe de algunos representantes de la extrema derecha, ni de Hugo Chávez quien trataría de profundizar su tendencia totalitaria.
La consolidación de la democracia en Venezuela requiere desterrar de la mente de los venezolanos la menor intención o idea de golpe o autogolpe militar o cívico militar, para resolver los graves problemas económicos y sociales que confronta nuestra sociedad. La experiencia no sólo de nuestra pequeña historia, si la contamos a partir de la independencia y constitución como república, o de nuestra larga existencia si nos referimos a la época precolombina y posterior presencia u ocupación del territorio por los españoles con todas sus instituciones –políticas, sociales y económicas- del momento y su prolongado mestizaje con indígenas y africanos, nos enseña que 1a violencia únicamente han servido para destruir la economía creada por nuestros antepasados, profundizar la desigualdad social y hacer más incierto el futuro de libertad, progreso, desarrollo y bienestar de la población.