Necedades urbanísticas
No hace muchos días un colega cuyos méritos como arquitecto nadie pone en duda pero cuyos conocimientos en materia urbanística están por demostrarse, daba declaraciones a un medio electrónico que a los legos podrían parecer explosivas: no podrá haber ciudades justas hasta tanto no se nacionalice la tierra urbana, es decir, se elimine la propiedad privada sobre ella.
Hablando con franqueza, decir esto ya avanzada la segunda década del siglo XXI no es más que una necedad, y no sólo por razones coyunturales locales: un vistazo al estado al que se han reducido las empresas nacionalizadas por el Socialismo caribe, de Sidor a Agroisleña y Lácteos Los Andes o las cementeras, basta para hacer retroceder espantado al nacionalizador más entusiasta. También hay razones estructurales que pesan todavía más y que son las que están por detrás del abandono de esas políticas por los regímenes que más habían apostado a ellas: los socialismos de impronta soviética del siglo XX empezando por el chino.
Quizá el ensayo más elaborado en la materia fuera el británico de los primeros años de la década de 1940.
Pero en este caso la tierra que se proponía nacionalizar era la rural, que se deseaba proteger de la expansión urbana para preservar la capacidad de producción de alimentos en unas islas con escasez de tierras agrícolas de primera calidad y sometidas a bloqueo por la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo esas recomendaciones nunca se adoptaron, aunque en 1944 se aprobó un procedimiento que permitía a las ciudades que habían sido bombardeadas comprar tierras para la reconstrucción de manera rápida y a bajos precios.
Pero además hay una pregunta que les gusta escamotear a los simplistas del urbanismo: ¿quién paga por esas expropiaciones masivas? En la década de 1960 un distinguido urbanista italiano, por más señas de reconocida militancia de izquierda, calculaba que no había presupuesto que pudiera pagar en el corto plazo todas las expropiaciones previstas en los planes urbanos de su país.
Hoy a nadie se le ocurre excluir a los inversionistas privados de las iniciativas para el desarrollo urbano, elaborando en paralelo instrumentos que no sólo permitan controlar eventuales abusos y especulación, sino que incluso generen recursos para atender las necesidades de los estratos más pobres y construir y mantener los importantes y costosos servicios públicos que no tienen valor de mercado como transporte, escuelas, acueductos y tantos otros. En estos años América Latina ha desarrollado una rica experiencia en materia de captación del valor del suelo urbano a favor de la comunidad. Son precisamente esas políticas que explican, por ejemplo, el éxito de Bogotá al que hace referencia el colega citado. Y las que son neciamente ignoradas por una sedicente revolución que niega el valor de la tierra.