Navidad en tinieblas
Vaya a ellas y ellos, a los que luchan sin denuedo en medio de tantas contrariedades, mi reconocimiento por darnos la única alegría que nos acompañará en estas navidades. La del recuerdo vivo e imperecedero de un hombre pobre y humilde que nació en un pesebre para traerle paz y concordia a la sufriente humanidad.
Por primera vez desde que constituí familia venezolana, en mi casa no ilumina un árbol navideño. Ni cuelgan luces de colores. Ni hay juguetes empaquetados. Ni hallacas en el congelador. Ni perniles en perspectiva. Ni por asomo una botella de cava, así sean las de tercera categoría fabricadas en Chile, en Argentina o en España. Para decirlo sin ambages: son las navidades más tristes que se le vienen encima a una clásica familia de clase media venezolana, con hijos y nietos. La desesperanza.
Y no se trata, conste, de un problema económico. Si bien la misma botella de vino tinto que en la navidad pasada costaba 35 bolívares hoy está a 450 bolívares. Mil quinientas veces su valor de hace doce meses. Si bien nuestros ingresos son los mismos, vale decir: mil quinientas veces menos de su valor de entonces. ¿Celebrar? ¿Qué? ¿Con qué?
Además de evanecerse el valor de nuestra moneda y vernos esquilmados en el valor de nuestro trabajo, se evanecen las perspectivas de mejoramiento. Las navidades pasadas las alimentó el fuego de la esperanza: se moría, pagando con su vida, el responsable de la mayor tragedia política que le haya sucedido al país desde los terroríficos desastres de la guerra federal. Recuerdo haber sentido un estremecimiento inexplicable un mediodía de fines de diciembre del 2011. Hasta el día de hoy sospecho que se trató de una intuición paranormal: Chávez agonizaba o exhalaba su último suspiro en La Habana. Lo cual abría la perspectiva de salir del marasmo al que su incuria, su delirante ambición y su porfía nos empujaba. Y realizadas las primarias, el capricho de las caras nuevas ya había dado con su prospecto. Es decir: pasamos esas fiestas de fin de año con la ilusión de reconquistar el gobierno y proceder al desalojo de la miseria en la figura de un joven venezolano respaldado por las mayorías democráticas.
Se murió, no sin antes proceder a soldar las cadenas que nos atan al siniestro cordón umbilical que une nuestra joven criatura a la placenta de dos tiranos responsables del peor genocidio de nuestro hemisferio. Colgando de su último aliento, designó al funcionario encargado de mantener en vida la satrapía. El mismo con el que en estos días se reunieran nuestros representantes en un esfuerzo borgeano por romper los espejos y hacer como que nada de lo que nos está sucediendo es verdadero y real, sino mero reflejo de nuestras angustias. Vano intento.
De manera que aguardamos unas navidades que marcan el ocaso de muchas esperanzas, la incertidumbre ante un presente cuajado de desastres y un futuro tan en tinieblas, que provoca espanto. Envidio a los esperanzados, a los duros de corazón, a los imprescindibles. Y maldigo a quienes tendrán champaña francesa a su mesa, olor a pino canadiense en sus ambientes, relampagueantes juguetes electrónicos y la certeza de que nada ni nadie los moverá del poder. Y envidio y admiro a quienes no desfallecen, porque en sus manos descansa nuestro destino y el de nuestra descendencia.
Vaya a ellas y ellos, a los que luchan sin denuedo en medio de tantas contrariedades, mi reconocimiento por darnos la única alegría que nos acompañará en estas navidades. La del recuerdo vivo e imperecedero de un hombre pobre y humilde que nació en un pesebre para traerle paz y concordia a la sufriente humanidad.