Nada que celebrar
Cada año, desde hace diez años, cuando se va acercando el 4 de febrero, me
invade una sensación de angustia, de zozobra. Yo pertenezco a esa inmensa
mayoría de venezolanos a quienes ese 4 de febrero hace diez años la vida nos
amaneció de golpe y a golpes. O más bien, a porrazos y balazos. Quizás,
cuando pasen los años, logremos quitarnos de encima este dolor inmenso que
se nos instaló en el alma, que nos hirió a todos, y que fue preludio de los
tiempos que hoy vivimos. De aquellas aguas vienen estos lodos.
Para mi desgracia, recuerdo con claridad los sucesos. Recuerdo la ansiedad
de un colectivo que no sabía nada, que nada entendía. Recuerdo la confusión
de noticias, el desasosiego, el correr a la oficina a buscar a un vigilante
que me suplicaba ayuda con voz aterrada. Recuerdo la desesperación de no
saber dónde estaba ese compañero de trabajo. Y recuerdo también esa patética
sesión en el Congreso Nacional en la que unos y otros trataron de sacar
provecho de tan lamentable circunstancia que el país atravesaba. Pero la
vergüenza es algo ausente en el código genético de muchos de esos hombres
que han presumido con insólita petulancia de liderazgo político.
Los años pasan, y el dolor no cesa. Con virulencia sigue atacando. Las
heridas están abiertas. El cuerpo social no logra cerrarlas. Hay quien las
rocía con sal y vinagre. Muchas familias siguen llorando a sus muertos. Ese
día se nos murieron muchos, se nos murieron a todos. Día de víctimas, de
soldados llevados bajo engaño, de gente inocente que fue la carne de cañón
de intereses mezquinos.
Nada hay que celebrar, nada que festejar, mucho que lamentar. He escuchado
cientos de veces que la lucha no podía hacerse sin derramamiento de sangre.
Pero, qué curioso, quienes hablan en ese tono están vivos. No fue su sangre,
no fue su vida.
Como cada año desde hace diez años, la víspera no dormiré. Aquella noche
tuve el insomnio del presentimiento. Este año, como cada año, desde hace
diez años, asistiré a una iglesia, a rezar por los muertos, por los deudos,
por los vivos que olvidan, que siempre olvidan, que creen que olvidando
borran los malos momentos. Elevaré una plegaria por ese muchacho amigo que
ingresó en la lista de los caídos, sin comerla ni beberla, y cuyo nombre fue
clasificado en la categoría de «bajas».
Algo muy trágico sucede en un país que celebra la muerte y la destrucción,
la violación de la institucionalidad, el puñal que se hincó en lo más
básico, sin siquiera habernos consultado a los ciudadanos. Es psicopático
hacer jolgorio cuando lo que toca es duelo, silencio, respeto. Es vil el
dilapidar recursos públicos en francachela y templetes cuando el alma la
tenemos tan adolorida.
¿Dónde están esos muertos? ¿Dónde yacen sus restos? ¿Quién autorizó el
irrespeto a su memoria?
En alguna parte, alguna vez, cuando recobremos la sensatez, cuando
recordemos que al gentilicio se le honra respetando a vivos y muertos,
espero poder visitar un muro, un simple muro, en el que estén esculpidos los
nombres de los caídos el 4 de febrero de 1992. Llevar un manojo de flores, y
pedirles perdón por el olvido. Quizás ese día pueda pensar que todos ellos
realmente descansan en paz.
Entre tanto, bajo al frente, cierro los ojos, y rezo, quedamente, como me
enseñaron de niña. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo…
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