Opinión Nacional

Monólogo y nuevas voces

Nuestro amigo va a iniciar el viaje y como está muy cansado decide dormir. Pero antes llama a una de las señoras de la tripulación y le ruega con tono angustiado: «Por favor, necesito que me regañe de una vez, es que me voy a dormir de inmediato».

Algo equivalente, pero al revés, es lo que estamos sintiendo los venezolanos demócratas desde el día 9 de diciembre cuando Hugo Chávez tomó el avión que le condujo de nuevo al hospital de La Habana en donde se le trata el misterioso y mal informado cáncer que padece.

El país parece estar tomado por una especie de gigantesco silencio radioeléctrico producido por la ausencia de aquellas cadenas que hasta semanas atrás nos obligaban a escuchar, porque sí, la voz del jefe militar.

La sensación es que alguien nos ha quitado unos audífonos que teníamos adheridos día y noche en nuestros oídos y ahora podemos escuchar libremente lo que queramos sin temor a que de un momento a otro, por ejemplo en el noveno inning de un juego que va empatado, aparezca en la pantalla la Bandera Nacional y la conocida voz que presagia una larga alocución.

Es más o menos la sensación que cuentan quienes han estado presos por largo tiempo y recuperan su libertad pero algunas veces despiertan creyendo que siguen en el calabozo. No es exactamente nostalgia, porque eso se parece más a lo que padecen las víctimas del síndrome de Estocolmo, pero sí podríamos calificarlo como un desconcierto o un sentimiento de perplejidad que produce acostumbrarse a la idea de que el hombre que durante catorce años nos ha obligado a escucharlo durante larguísimas horas ya no está.

Que ya nadie nos insulta colectivamente. Que hace más de un mes que, por primera vez en los catorce años, nadie nos ha vuelto a escupir, con credibilidad eficiente, «traidores a la patria», «oligarcas deplorables», «agentes de la CIA», «escuálidos», «apátridas», «ladrones», «victoria de mierda», «demonios con sotana», «políticos narcotraficantes», más otras flagelaciones del mismo tenor.

Y fíjense que digo «con credibilidad eficiente» porque los insultos de Nicolás Maduro, el relevo que no es, no tiene la misma gracia. Ni la misma efectividad. Es cierto que lo viene intentando y lo ejerce por los mismos medios, pero con muy malos resultados.

Porque el hombre que por ahora dirige el Gobierno oficia su papel actuando como una especie de Chávez II de muy mala factura. Un Chávezmade in Taiwán, que recuerda a aquellos actores malos que logran que el público ría a carcajadas cuando en realidad lo que pretendían era conmoverlo, o que suscitan un frígido silencio cuando en realidad lo que aspiraban era a un cálido aplauso.

 

La sensación es que alguien ha apagado el radio prendido.

Es como si volviéramos a ver Una giornata particolare, la obra maestra de Ettore Scola, magistralmente actuada por Marcello Mastroianni y Sophia Loren, pero eliminando de la banda sonora la transmisión radiofónica de la larga arenga de Mussolini que sirve como telón de fondo a los 110 minutos de película.

Rebobino la historia mediática de estos catorce años y siento un inmenso agotamiento de sólo imaginar, colocando una tras otras las transcripciones en papel, el volumen de las casi 1.500 horas ­¡el equivalente a 2 meses consecutivos!­ que el jefe único ha estado con el micrófono en sus manos haciéndose escuchar.

Disfruto cada vez más del nuevo silencio y me gusta creer que es el anuncio de que muy pronto será el diálogo y no el monólogo el género más frecuente entre nosotros. Que la voz única que todo lo sabe y todo lo explica le dará paso a muchas voces que vuelvan a poner el debate político sobre nuestro futuro como un objeto de debate y construcción colectiva y no como parte de guerra de un ortodoxo plan completamente acabado en la cabeza del hombre que habla. Y nos regaña.

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