Opinión Nacional

Mistificaciones rockeras y “letreros” de poesía cinematográficas

A principios de los años setenta del pasado siglo radicaba en Tampico, el puerto donde nací, un solo pintor, único. Hablo así, de su unicidad, porque era un “artista del lugar” que conocía bien la diferencia entre la decoración y el arte y sabía que para comer tenía que aceptar encargos acordes con el gusto mediocre de su clientela. Nadie, en esa sociedad de entonces, le hubiera encargado una obra compleja y tampoco un desnudo, por ejemplo. Por eso en su trabajo se repiten tristemente los paisajes idílicos, los bodegones y los retratos. Una de sus obras de excepción sigue siendo el mural de la catedral, plasmado en mosaicos venecianos, en los que sintetiza elementos históricos del puerto y donde él mismo se autorretrató, en un guiño pícaro, en la figura de Fray Andrés de Olmos. Pepe Ruiz Díez, adicionalmente, era un hombre de extremada cultura vital y libresca. Estaba al día con las polémicas intelectuales europeas. Al abandonar el seminario radicó en la Ibiza hippie. En charlas interminables del café nos contaba sus maravillosas experiencias y sobre las posturas irreconciliables de Sartre y Camus ó las diferencias entre el psicoanálisis de Freud y de Jung. Nosotros –un grupo de adolescentes interesados más que nada en la poesía vernácula propia de toda reducción provinciana- lo escuchábamos con una reverencia que él mismo se esmeraba en romper, provocando un trato igual entre desiguales. Pepe Ruíz Díez era un ente pensante sin poses intelectualoides y ponía a prueba aristotélica la resistencia de sus discípulos informales. La otra gran figura de ese momento en nuestro desierto cultural era de signo contrario. Se trataba de un hombre de letras cuya dignidad de clérigo católico le otorgaba una autoridad basada en la articulación de un discurso académico humanista y acorde con la teología de la liberación latinoamericana. Hablo del padre Carlos Gónzález Salas, el más notable de nuestros ensayistas contemporáneos; por cierto, tenemos la fortuna de que esté vivo, aunque en condiciones de salud delicadas y lo que es peor, en un estado de soledad que raya en el abandono. Digo esto porque don Carlos tiene mucho que aportar y desconfío que en Tampico nadie se preocupe por estudiar su obra y su pensamiento. Lamento no vivir allí. De hacerlo ya estaría grabando una serie de testimonios que recogieran la visión del mundo del más brillante intelectual del norte de México, o formando grupos de estudiosos para seguir de cerca y difundir su relevante trabajo.

Pero estamos hablando de un puerto donde aún prevalece una impermeabilidad cultural que ha comenzado a neutralizar la programación inteligente de su reciente Espacio Cultural Metropolitano. Para que tengan idea de nuestra fama, en Tampico, más bien desde los muelles, Rafael Alberti escribió un soneto atroz, dedicado a una colonia española montaraz y franquista que se opuso a dejarlo desembarcar de su navío anclado en el Pánuco, alegando que el andaluz republicano y universal era un peligroso comunista. Lo que esa colonia de triste y relativa memoria (el nombre de Alberti estará presente en cualquier historia de la literatura universal y en el justo olvido los de los ilustres censores vergonzosos de entonces) tal vez no supo, es que por Tampico entraron a nuestro país los estrategas de dos sangrientas revoluciones, Sandino y Trotski. Pero a la larga, tal vez la poesía siga siendo más subversiva y por eso tuvieron razón los rústicos iberos en vedarle una entrada que hubiera sido memorable.

Atento siempre a las cosas de ese lugar tan entrañable, me entero de dos hechos que se inscriben en la preocupación de conocer y analizar la evolución de nuestra sociedad. No hay que olvidar que en nuestro puerto se consolida ya una conciencia ecológica inquieta por la destrucción del entorno, como ha sido el célebre caso de la oposición a las obras de la laguna del Carpintero; uno de esos acontecimientos es la excelente buena nueva del reconocimiento cinematográfico de un joven tampiqueño en el festival de Cannes, el más prestigioso del planeta, y su contraste, la mistificación de un músico de notoria rebeldía y talento, cuya desaparición trágica a raíz de los terremotos del 85 le ha dotado de un aura, a grado tal que ya se organizan grupos de supuesto análisis de la relativa trascendencia de su incipiente obra. No tengo mayores conocimientos del género musical en el que incursionó Rodrigo González (a quien conocí, traté, estimé y animé a incursionar por nuevos caminos con otro amigo tristemente desaparecido, Gonzalo Rodríguez, en la Ciudad de México, allá por los setenta), pero creo que exageran. A quien llaman “profeta del nopal”, sin que sepamos que significa ese hallazgo esotérico, era un joven inquieto que había bebido de las tradiciones underground, al igual que cientos de miles de otros congéneres de su generación. Sus letras expresan el rechazo del mundo y denuncian las cargas convencionales y los prejuicios, pero hasta allí. No aportaron nada nuevo ni hay en ellas calidad literaria más allá de lo coloquial. Estoy convencido de que Rockdrigo, como se autodenominó también en un bello juego de palabras, hubiera dado mucho de sí, de no haberse malogrado. Pero también estoy seguro que dado su talante irreverente se estaría muriendo de risa con la peregrina idea de levantarle un monumento o de conformarle comités. No hay mejor homenaje para un creador que “consumir” su trabajo. A Rodrigo González hay que seguir escuchándolo, y tal vez inspirándose en su espíritu rebelde, pero no consagrando su figura en el mismo molde pequeño burgués que certeramente combatió. Escapó de la aridez provinciana en busca de espacios plurales: no creo que quisiera volver a la sociedad de elogios mutuos que aún padecemos de manera rampante en el interior del país. Ya “La historia de un letrero” es de signo contrario. Se trata de la “opera prima” de un joven tampiqueño de 24 años llamado Alonso Álvarez Barreda, quien ganó el premio Special Cannes 2008, otorgado en el marco del Short Film Corner, en el que compitieron casi dos mil corto metrajes de todo el mundo. Además, su trabajo de seis minutos fue elegido unánimemente como el mejor, entre 1831 cortos y seleccionado entre los mejores diez, por miles de personas en Internet. La historia está contada sin mayores palabras que las claves del letrero que desencadenan una profunda emoción, capaz de llevarte hasta las lágrimas. Es como si estuviéramos “viendo” con los ojos del ciego y palpando con sus manos de limosnero, una historia narrada por un fondo musical excepcional que recuerda la dimensión nostálgica de la cinta sonora del “Postino de Neruda”. Para quienes nacimos en Tampico el espacio que concentra las imágenes del film es un regalo estético. Hasta recuperamos las frondas de los árboles talados por un desalmado Presidente Municipal, de lamentable memoria. La Plaza de Armas y la famosa casa de refrescos naturales del “Globito”, enmarcan la historia de un instante de belleza inaudita, conseguido por un autodidacta al que la torpeza de las academias ha cerrado las puertas. Alonso Álvarez es una excepción y ojala no se le suba el humo de éste éxito inicial a la cabeza. Alguien capaz de transmitir una idea trascendente de la manera tan sencilla como lo ha logrado él, solo requiere mecenas para seguir creando, de esos que precisamente no abundan. Tampico ya había tenido un momento de gloria con otra escena memorable en la aledaña Plaza de la Libertad, donde un cansino Humprey Bogart se boleaba los zapatos, en la célebre cinta del “Tesoro de la Sierra Madre”, de John Houston. Ahora le ha tocado el turno a la Plaza de Armas, exhibida en plena croissette, en el festival más célebre del mundo.

Fundado hace 28 años, Analitica.com es el primer medio digital creado en Venezuela. Tu aporte voluntario es fundamental para que continuemos creciendo e informando. ¡Contamos contigo!
Contribuir

Publicaciones relacionadas

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Te puede interesar
Cerrar
Botón volver arriba