Margarita es también la Virgen del Valle
Recuerdo el poema “La Luna” de Jorge Luis Borges cuando mi nuera me dice que al hablar de Margarita me olvidé de la Virgen de Valle. Es verdad, entre los valores de nuestra isla está sin duda la devoción a esa Madre arquetipal. Así lo entendí hace años al ver los pequeños altares para honrar a la Patrona en las “rancherías” provisionales esparcidas en tiempos de cosecha pesquera por todas nuestras islas. Vínculo que ya había dejado su huella en otro altar, en la embarcación, y más lejos, en la casa de cualquiera de estos hombres, continuadores de la razón de vivir de tanto margariteño: pescar y hacer suyos todos los límites de nuestra costa.
En esos tiempos yo tenía el privilegio de poder navegar por todas nuestras islas, y por remoto que fuese el rincón donde fondeábamos, inevitablemente aparecía un peñero que era como una pequeña embajada de la cordialidad, que casi siempre transportaba alguna imagen de esa señora que desde la Fe cumple el papel de madre, repitiendo una tradición que trajeron los colonizadores y germinó en lo profundo de cada persona, en comunidades enteras, en todo un pueblo.
Sólo la simplificación puede pasar por alto lo que esa germinación entraña. Es el misterio del Dios personal. No el Dios doméstico del que habla Kafka, el Dios que decora, sino el que acompaña, presente de un modo u otro en todos los seres humanos, que adquiere forma en esas advocaciones de la Madre de Cristo en toda América Latina.
La ansiedad producida por la soledad ante el mar y el cielo que lo rodea, naturaleza por lo general amable en nuestro Caribe pero capaz de encerrar terribles traiciones, hace que el pescador se acompañe con una deidad que lo tutela y es a la vez del mundo de los suyos: la que parió a un Dios semejante a él y se viste con colores y devociones propias de un lugar, de una geografía, de un modo de ver las cosas. Cuando ya la tierra no está a la vista y se depende de lo que se sabe frágil o efímero -una barca, un artificio mecánico que puede fallar- lo acompaña esa virgen viajera que está allí, en el altarcito, y lo ayuda a afrontar con más tranquilidad, con determinación, la mar gruesa, la tormenta o alguna de las dificultades que están siempre a la mano en la vida marina.
Esa unión entre trabajo y devoción, entre andadura y atadura, me hace pensar que la devoción a la Virgen del Valle es una especie de militancia del espíritu. Para el pescador nuestro la Virgen del Valle es una presencia que no se discute. La levedad espiritual de nuestro oriental, que lo hace acoger sin reservas al extraño, debe venir también de allí, de esa Fe que es un modo de vivir.
No es fácil manipular esa Fe, referirse a ella por conveniencia. Porque la presencia histórica de la Virgen María es tenue y se perfila con fuerza en el cristiano-católico por su papel en el misterio de la Encarnación, como una presencia detrás de la parábola que culmina en la “dormitio” descrita escuetamente en libro de los Hechos; silenciosa, brumosa casi, pero tan esencial que puede decirse que es parte del Misterio de la Historia.
Al concederle pues un lugar importante en el discurso a la Virgen, ya se está afirmando una Fe religiosa, la Fe en la Encarnación. Eso lo sugirió Jung en su ensayo acerca del Dogma de la Asunción proclamado por Pio XII en los años cincuenta del pasado siglo. La Fe en la Virgen es una aceptación de la Encarnación y la Resurrección al mismo tiempo. Por eso mismo, si uno pudiese decir que la religiosidad venezolana es como un barniz, una capa muy delgada que no llega a ocultar la indiferencia, la Fe en la Virgen desmonta esa afirmación. Observar las celebraciones de la Virgen en cada rincón de este país, es también una invitación a tratar de entender lo que la religión significa para nuestros pueblos.
Desde otros credos cristianos, es verdad, desaparece el culto, el reconocimiento del papel de María en el Misterio. Esos credos también han tenido enorme repercusión entre nuestros pueblos y es no menos emocionante ver como gentes sencillas se entregan con pasión al estudio sistemático de la Palabra, un culto que para mí -es una licencia que me permito y por la que pido excusas a los teólogos- es análogo al que los católicos dan a la Tradición, incluyendo en ella a la Virgen María.
Estamos en todo caso frente a la complejidad de lo religioso en el alma de nuestro pueblo. Que debería ser entendida u observada en silencio por el que aspire a ser dirigente de nuestra sociedad.
Por esa razón, no puedo dejar de rechazar el uso de los símbolos religiosos, o los ritos, como arma política. Blandir un crucifijo cuando se golpea con violencia verbal al adversario (las palabras son hechos, decía Wittgenstein) me parece una afrenta al pueblo, a todos nosotros. Odié la imagen de Pinochet comulgando en uniforme de gala. Pensaba en quien le dio la absolución. Ahora me subleva ver a nuestro Gran Conductor manifestar su adhesión al Cristo histórico de la reivindicación social, prescindiendo del Dios del Amor.
Este Führer también ha querido separar la Fe del rito, y atacar al oficiante pensando que no sufre el objeto del oficio. Actúa como el que, desde cualquier visión religiosa, dice que cree en Dios pero no en los clérigos. Sin percibir que está diciendo que cree en la Verdad y no en la Humanidad, incluyéndolo a él. Esa reducción es muy común; y se admite en cualquier conversación. Pero a quien tiene la investidura de Jefe de Estado no le está permitida. Al despreciar las investiduras clericales, lo cual no haría en Irán pero sí en Venezuela porque el país le pertenece, está disminuyendo la de él, olvidando que esa investidura es la representación -la “figura”- de todo un país, de una sociedad. Y está degradando la Fe de un pueblo, aunque esa Fe no dependa de los oficiantes. Pero se vincula con ellos, se asocia a ellos, se ritualiza con su presencia.
Y concluyo con la estrofa del poema que habla de quien quiso describir el mundo con palabras y …“Gracias iba a rendir a la fortuna / Cuando al alzar los ojos vio un bruñido / Disco en el aire y comprendió, aturdido / Que se había olvidado de la luna”.
LA PESCA, ESE DOMINIO BENÉVOLO DEL MAR
La pesca venezolana es una cultura que ha resistido todo tipo de presiones y es a la vez soberanía de un pueblo.
El margariteño señorea parte del Caribe cuando enrumba al Norte, siguiendo las Antillas Menores, para vender su pesca hasta llegar a Martinica, o cuando viaja hacia el Sur, más allá del Delta, hasta el mar territorial de Guyana, donde se les permite faenar previos acuerdos de venta y alguna que otra restricción. Y está en todas nuestras islas.
La fabricación de su instrumento principal, el peñero, es próspera; y está viva y bien a pesar del fiberglass. En la costa central quedan pocos constructores, pero en Punto Fijo, Cumaná, o Carúpano-Puerto Santo, prospera una industria naval plena de tradición. En cualquier ensenada de Paria hasta poco antes del Promontorio, y dando la vuelta hasta Güiria pasando por Macuro, siempre hay alguien colocando una quilla y unas cuadernas para perfilar esos cascos puntiagudos multicolores, el más importante producto artesanal venezolano. Y en Margarita-Macanao y Juan Griego, se fabrican peñeros de cualquier dimensión, incluyendo hieleros de cierto calado.
El Tres Puños, ya desaparecido, que puede describirse, simplificando, como un peñero con vela, fue un producto ancestral de la tecnología naval margariteña. Con él navegaron por décadas los venezolanos desde Paraguaná hasta Paria, conectando las islas y llevando productos agrícolas, hasta convertirse en Curazao, agrupados en un muelle y ya hoy sin las velas pero con las lonas que protegen del sol, en un Museo vivo (de “los venezolanos”) y en un mercado de frutas y hortalizas frescas venidas de La Vela. Es asombroso y dice mucho de quienes dicen promover nuestra identidad, que los curazoleños hayan protegido a esa artesanía de mar y ese modo de comerciar, como patrimonio turístico; y en tierra firme, o en Margarita, muy pocos hablen (salvo en el Museo de la Fundación La Salle en Boca del Río) de usar el turismo para abrir una ventana hacia un saber que sigue activo y próspero. Y menos aún de apoyar una industria de tan noble estirpe.
Una prueba más de que nos avasallan las medias verdades, o las simples mentiras.
También tengo un altarcito que me regaló una amiga, en un rincón de la biblioteca.
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Este fragmento de una foto de William Romer publicada en El Universal, ilustra la hermosura formal del peñero.