Mala suerte
El derrocamiento de Pérez Jiménez, en enero de 1958, abrió al país una nueva etapa, en la cual se restauró la democracia, si bien más como forma de gobierno que como sistema social. Los partidos AD y COPEI se alternaron en el poder, y aun con fallas y vicios, ejercieron el gobierno con un mínimo de libertad y respeto a los derechos humanos. Sin embargo, no supieron complementar el ejercicio democrático con realizaciones económicas y sociales suficientes para asegurar el bienestar de la población. Pese al auge económico que nos proporcionaba la industria petrolera, aun con lo bajo de los precios del petróleo, aspectos fundamentales de la vida del país, como la salud y la educación, presentaban una aguda crisis.
Bajo el imperio de la corrupción y de la ineptitud, en 1998 la situación era un verdadero desastre. El pueblo, que había venido votando cada cinco años por AD y COPEI, estaba harto.
Venezuela tuvo, pues, mala suerte en los cuarenta años que siguieron al derrocamiento de la dictadura militar, pues no obstante gozar, aun con matices, de aquel bienestar y de aquellas libertades, la pobreza entre las clases populares no sólo se mantuvo, sino que incluso se acrecentó, al mismo tiempo que la economía se tornaba catastrófica, todo debido a la ineptitud de los gobernantes de ambos partidos y a la corrupción de muchos de ellos.
Fue así como la figura de Hugo Chávez, nueva, fresca y prometedora, con la aureola que se resumía en el emblemático “por ahora” que lo hizo famoso, se impuso en las elecciones presidenciales, que al par de elegirlo a él enterraron a todos los partidos políticos.
El pueblo –clases altas, medias y populares por igual– votó en 1998 por Chávez, convencidos de que cumpliría sus promesas, sobre todo en lo tocante a la corrupción, al desarrollo económico y a la erradicación de la pobreza.
Al poco tiempo de electo, Chávez alcanzó un poder como nunca se había visto en nuestra historia. Por una parte el prodigioso aumento de los precios del petróleo le proporcionó una inaudita riqueza financiera, y por otra el considerable respaldo popular, expresado en numerosas elecciones, lo convirtieron en un gobernante tan poderoso como los más poderosos jeques árabes.
Pero una vez más nos tocó la mala suerte. En los once años de gobierno chavista no sólo no se cumplieron las promesas electorales, sino que los males del pasado, particularmente la corrupción, se han multiplicado de manera insólita y brutal. De nuevo estamos en el desastre.