Los síntomas de los nuevos tiempos
La ignominia de este gobierno de delincuentes, narcotraficantes y corruptos, el espanto ante la traición a la patria de quienes, uniformados, detentan el privilegio de las armas y la violencia institucional, la ruindad generalizada de un país que merecería estar a la vanguardia de la región dejan entrever el deseo de un cambio radical y profundo en la conciencia de los venezolanos. El régimen ya está muerto: sólo falta enterrarlo.
El golpe de Estado del 4 de febrero de 1992 partió la democracia venezolana en dos mitades. Arrancó de cuajo los hechos y certidumbres favorables a la institucionalización de la democracia de partidos y la estabilización de la república liberal, iniciada el 23 de enero de 1958, abriendo el futuro hacia la aventura del asalto a las instituciones y la violenta recaída en el caudillismo, la autocracia y la dictadura, inaugurada a comienzos de 1999 con el triunfo electoral de las fuerzas golpistas. Las dos figuras emblemáticas de este giro copernicano son, y seguirán siendo, Carlos Andrés Pérez, el demócrata abatido que representaba el ciclo acabado, y Hugo Chávez, el conspirador triunfante, del que se esperaba la apertura hacia el futuro de nuestra sociedad y la radical corrección de las taras y errores de ese pasado republicano.
Son las dos caras de la tragedia venezolana del fin de siglo. Todo lo que se hizo y se ha hecho desde esa aciaga fecha liminar ha estado marcado por el absurdo, estéril e inútil afán de destruir el pasado inmediato – la única sustancia real que nos constituye como Nación – hacer tabula rasa de los logros de la democracia de partido, acabar con la civilidad democrática institucionalizada – que norma y regula a todas las naciones progresistas y democráticas del mundo contemporáneo – y sentar una nueva hegemonía. Basada en la reivindicación de nuestro más remoto pasado fundacional y crear una ficticia continuidad con los afanes de quien hace dos siglos hubiera querido construir una gran unión de repúblicas, posiblemente de naturaleza monárquica, capaz de implantar en la región un nuevo imperio de naciones emancipadas de la tutela española bajo el mando de un hombre fuerte. Una república monárquica, el oxímoron perseguido inútilmente por Simón Bolívar. Y para colmo: marxista leninista.
El esfuerzo de tan absurdo empeño no era nuevo. Como lo ha advertido con enorme perspicacia el historiador Germán Carrera Damas, bajo la democracia venezolana subyace Fernando VII. Como por cierto bajo toda forma de democracia, como bien lo señalara Carl Schmitt, subyace la monarquía. Es el sustrato genético inmediatamente inferior de todas las formas del Estado democrático moderno. La tentación de su súbito despertar se esconde tras todos los empeños autocráticos y dictatoriales. No es casual: la monarquía es milenaria. La democracia, una recién nacida. El vasallaje y la esclavitud tienen milenios, la emancipación y la ciudadanía no más de dos siglos.
El empeño por demoler y desbancar la república democrática – que encontrara un soberbio aventón con los fracasados golpes de Estado de 1992 y la complicidad generalizada de hombres e instituciones, incluso de académicos, empresarios, banqueros y “notables”, con el discurso del golpismo – encontró todos los cauces, subterfugios y artimañas imaginables, convirtiéndose en la nueva moda de la canalla. En pocas palabras: el golpismo, el militarismo y la dictadura se pusieron de moda. Particularmente de nuestra clase media, embarcada en la aventura autoritaria frustrada y enfurecida por la desaparición del dólar a 4:30. La caída de la democracia se hizo inevitable. El país sucumbió a la canalla en una atmósfera de fogatas, joropos y montoneras.
A doce años de cumplidos los anhelos del golpismo cotidiano, los mismos que tumbaron a Carlos Andrés Pérez y encumbraron al teniente coronel al Poder comienzan a despertar de la borrachera. Se recuerdan con melancolía los valores de la convivencia democrática, se admira secretamente la estabilidad y el respeto institucional que se hicieron realidad en cuarenta años de sistemáticos esfuerzos, se compara la zarrapastra que obedece al caudillo desde el Capitolio con las grandes figuras parlamentarias del pasado y sobre todo se enfrenta el estoicismo y el coraje con que un hombre y su familia, caídos bajo la violencia y los desafueros del establecimiento supo enfrentar la adversidad y mantener su dignidad de víctima propiciatoria.
Son los síntomas manifiestos de un cambio profundo en el sentir y el pensar de los venezolanos. La ignominia de este gobierno de delincuentes, narcotraficantes y corruptos, el espanto ante la traición a la patria de quienes, uniformados, detentan el privilegio de las armas y la violencia institucional, la ruindad generalizada de un país que merecería estar a la vanguardia de la región dejan entrever el deseo de un cambio radical y profundo en la conciencia de los venezolanos. El régimen ya está muerto: sólo falta enterrarlo.