Opinión Nacional

Los sexenios semanales

Estaba un poco familiarizado con su nombre, cuando Simón Sáez Mérida acudió y personalmente expuso su perspectiva en el Liceo de Aplicación a mediados de los setenta, ampliando la apasionante materia de historia contemporánea venezolana. Al curioso muchacho que apenas comenzaba a cabalgar las páginas de una y otra versión de lo que aconteció en nuestro país, le causó una magnífica impresión el testimonio del dirigente y, de algún modo, nos familiarizamos con él aún cuando, corriendo los ochenta, discrepábamos de las sentencias de una revista que circuló con su pensamiento dactilar, el de Pedro Duno y Domingo Alberto Rangel.

Increíblemente joven, capitaneó la etapa final de la lucha clandestina acciondemocratista durante la dictadura de Pérez Jiménez y, al revisar la prensa de aquellos años, enfrentó al líder de la organización, conocido recientemente al arribar al aeropuerto cuando tocaron fuertes las campanas del llamado “Espíritu del 23 de Enero”. Y la decisión de Betancourt para liquidar políticamente en el partido al radicalizado sector juvenil, o la que éste tomó para fundar el MIR, lució moralmente injusta. No obstante, al respecto caben tres rápidas notas con un acento de tristeza.

La lucha por el poder, de un lado, es tan implacable, acá y en cualquier lugar del mundo, que frecuentemente priva la injusticia, perceptible en medio de los grandes eventos y también en los más modestos, como aparentemente insignificantes. Así lo recogió, si la memoria no falla, una novela de lamentos, como “La grieta del tiempo” de Rangel, pero quizá la peor injusticia no fue la de desconocer el esfuerzo heroicamente realizado en las específicas circunstancias de los cincuenta, sino la de reconocer con todas las consecuencias, a aquellos que jamás lo hicieron.

Encontramos, a la inversa, el señalamiento hacia quienes nunca aportaron un milímetro cúbico de sudor para la caída del dictador, aunque gozaron de la esplendidez del poder en los años siguientes, como altos funcionarios con aspiraciones al liderazgo o contratistas insignes de gobiernos que perdieron sospechosa y prontamente sus archivos. Probablemente, ganan espacios nociones como el perdón o la tolerancia, tiznadas de una absoluta inmoralidad cuando los arrean otras “perfecciones” como la habilidad inescrupulosa, la falta de vergüenza y –en definitiva- la prestación de un servicio a cualesquiera de las causas que tengan fortuna.

Por otro lado, consideremos que, al principiar los sesenta, igualmente se planteó lo que vanidosamente se llama un juego “suma cero”, todo un hábito histórico que la democracia y la vida democrática pueden atemperar. Así, hallamos que el guerrillerismo de entonces, avivado por el ejemplo cubano, planteó la desaparición total de un elenco dirigencial en favor otro, tropezando, en un sentido, con la interpelación moral de la cuña “lo que es igual, no es trampa”, y, por otro, permitiéndonos especular sobre la supervivencia misma de Sáez en el cuadro de conducción, junto a otros y no pocos nombres, de haber triunfado la dura propuesta insurreccional.

Finalmente, constatamos la voluntad testimonial de todo aquél viejo protagonista, vapuleado por la ruleta de las circunstancias políticas, que desespera por hacer oír una voz que dice no parecerse a otras, en el bullicio y el escándalo de un presente que desanda los viejos parámetros del hacer público. Sáez escribió incansablemente, y “Los siglos semanales”, novela referida a las ya distantes luchas contra la dictadura, el ensayo sobre la presunta voluntad estadounidense de invadirnos en los sesenta o la compilación de los discursos parlamentarios de Rangel, más reciente, poblaron las vitrinas de un país anegado de una bibliografía “escaneada” y dirigida al público que masivamente se entrega a la literatura de “autoayuda”.

Es necesario acentuar que la lamentable muerte de Sáez se produce no sólo en la plenitud de un proceso dizque revolucionario, como la de muchos venezolanos. Y no por la violencia política, en una acepción restringida, sino por la que tiene visos de una cultura que hace también hace la intimidad del régimen prevaleciente en, lo que podría llamarse, los sexenios semanales.

II. El testimonio desclasificado

Mark Felt, nada más y nada menos que el segundo a bordo del FBI, resultó el “Garganta Profunda” que alimentó la audacia periodística de Bob Woodward, Carl Bernstein y el editor de “The Washingon Post”, hasta que provocar la precipitación de Nixon desde lo alto de Watergate. Quizá la ansiedad del reconocimiento público, lo llevó, nonagenario, a una revelación que la sospechábamos para nunca jamás, convirtiendo en noticia a quien ayudó, décadas atrás, a labrar una de las más importantes del pasado siglo.

Llama la atención el estupendo blindaje de la prensa estadounidense ante las presiones, amenazas y otros de los misiles que suele disparar el poder. El fenómeno, con las excepciones de rigor, inevitablemente contrasta con este lado del mundo, pues, parece impensable que algo semejante acontezca, aunque recientemente nos enteramos, por ejemplo, del homicidio de algunos agentes policiales a manos presuntamente de la Guardia Nacional en el estado Aragua, planteándose los medios periodísticos un mayor cuidado o celo de sus fuentes, ante las obvias y fortísimas presiones recibidas.

Celebramos la lealtad y consecuencia de Woodward, Bernstein y del periódico mismo, pues, es de suponer, las estupendas ofertas que les hicieron para que delataran a “Garganta Profunda”. La dificultad de preservar un secreto tan importante, y, por lo demás, un secreto a tres, la imaginamos inmensa, pero fue posible como un adicional testimonio moral, amén de afianzar la credibilidad, el cuidado y el celo de un medio de prensa.

A los papeles que, tarde o temprano, adquieren la dignidad de la desclasificación, pariendo toda suerte de verdades y de realidades que, siéndolas, no pudieron enteramente serlas, se agrega el testimonio que pudo conocerse una o dos décadas más tarde, teniendo por albacea a una sociedad que posiblemente no le hubiese interesado. Nixon desapareció sin confirmarlo: Felt no se parecía tanto a Edgar J. Hoover, modelador del FBI.

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